lunes, 30 de septiembre de 2019

APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS DE UN INCATALOGABLE CAPÍTULO I






Rubén Rojas Breu

Apuntes autobiográficos de un incatalogable

PRÓLOGO

Anhelo testimoniar. 

Anhelo luchar. 

Anhelo seguir consagrando mi vida, hasta el último aliento, a la emancipación y a la realización de mi patria, de mi pueblo, de los trabajadores, entre quienes me encuentro.

Este último párrafo puede sonar pomposo, pero francamente no se me ocurre ninguno mejor para expresar lo que contiene y tampoco quiero omitirlo sólo para satisfacer el buen gusto o para acatar los preceptos de los manuales de estilo.

Esos anhelos me impulsan a escribir las siguientes páginas.

Porque quiero que este texto sea testimonio vivo, herramienta de lucha e inspiración y estímulo para tal emancipación y tal realización.

No se trata, entonces, de un relato que se circunscribe a lo autorreferencial. 

Más bien, mi intención es tomarme, a mí mismo, como el pretexto para hablar de un tiempo, un tiempo que coincide con el de mi vida hasta hoy. Es historia viva y vivida, que la relato basándome en mis memorias. 

Aun cuando esta fuente pueda parecer o ser a veces engañosa, lo cierto y lo que quiero narrar está en cómo recuerdo lo que recuerdo. 

Aunque al contar sobre ese tiempo yo esté continuamente presente, mi sitio en este documento es una combinación de protagonista inexorable (son apuntes autobiográficos), actor de reparto y, también, observador participante. 

Así, habré de narrar en torno a lo vivido y a las vivencias, a lo que percibí acerca de la vida de otras y otros, del comportamiento y decurso de grupos, de organizaciones, de nuestro país, del continente, de la humanidad. 

Personalizaré o identificaré a personas cuando se den condiciones tales como las de que su particular carácter de públicas torne inevitable mencionarlas o cuando les quepa valoraciones encomiables o, al menos, benignas de mi parte.

No soy conductista, de ninguna manera, como tampoco empirista. Pero, siguiendo a Bleger, parto de las conductas que no son otra cosa que datos, para interpretar y traer a la luz las determinaciones no conscientes de las mismas, basándome en los cuerpos conceptuales que menciono en otros párrafos de este texto, incluyendo mi producción, el Método Vincular. 

Quiero decir con esto que evito juzgar a las personas sobre la base de sus supuestos atributos o considerándolas según sus intenciones explícitas o supuestas. 

Sucede que a lo largo de mi vida interactué y sigo interactuando -por mi militancia política, por mis posiciones como dirigente, por mi labor profesional, por el ejercicio de la docencia, por mi condición de científico de lo humano- con un sinnúmero de personas que alcanzaron posiciones referenciales, altos cargos, fama, difusión, presencia mediática; también, desde luego, con muchísimas más que nunca salieron del anonimato o que fueron condenadas al mismo.

Muchas de todas esas personas, conocidas públicamente o anónimas, ya no están y otras, entre las afamadas, son hoy muy protagónicas; claro que, entiéndase, son protagónicas en esta Argentina tendencialmente endogámica, postergada, frustrada, que padece la decadencia. De tal modo su protagonismo quizá sea más de lamentar que de valorar. 

Tengo la esperanza quizá desmesurada, inocente o megalómana, de que esta publicación cuente con lectoras y lectores. 

Por lo tanto, esa es una razón para que me inhiba de hacer menciones de muchas y muchos, particularmente porque quiero poner el acento en el drama y en la trama más que en actrices, actores y personajes. 

De todos modos, si toman contacto con estos apuntes personas que hayan interactuado conmigo como amigas o amigos, como compañeras o compañeros, como condiscípulos, como colegas, como alumnas o alumnos, como clientes, como consultantes, como pacientes, como adversarios o como circunstanciales interlocutores, se reconocerán aun cuando no las nombre. Así que quizá gratifique a algunas o algunos con mis opiniones, y sin duda disgustaré o irritaré a otras y otros, sea de quienes me conocieron en mis primeros años, sea con quienes me traté en los últimos lustros o sea con quienes compartí casi toda la vida. 

No creo que quien intente ubicarme en alguna posición política o ideológica actual lo consiga. Mi mirada sobre todas las cosas es de propio cuño, es singular; me gustaría que pudiera ser considerada original pero no quiero incurrir en vanas pretensiones.

Si bien no es lo mío el chismorreo, puede suceder que alguna lectora o algún lector encuentre en estos apuntes datos que los tome como chismes o como palabras que se murmuran en la oreja. 

Creo que también una de las motivaciones que me impulsa a escribir estas páginas es, no sólo el malestar que me produce la decadencia en la que cayó nuestro país asociada a cierta generalización de la estupidez, sino la ingenuidad que campea por acá y por allá. 

A mí no se me permitió la ingenuidad. Habiendo nacido en un hogar muy humilde, habiendo conocido las privaciones desde mi niñez, habiendo empezado a trabajar antes de terminar la escuela primaria, habiendo vivido tanto la calle, habiendo comenzado mi militancia política cuando estaba aún en sexto grado y habiendo estado en prisión como preso político siendo aún adolescente, me abrió los ojos desde mis primeros años y de por vida. 

A eso hay que sumarle que egresé como licenciado en Psicología de la UBA, mi conocimiento del psicoanálisis y de las teorías más probadas de la psicología científica como así también de las Ciencias de lo Humano en general, mi desempeño como investigador y científico social, mi interacción con todos los ámbitos de todos los niveles que contiene la sociedad argentina e incluso de otros países. Por cierto, que haber creado el Método Vincular, así como haber desarrollado teorías de alta complejidad para aportar a las Ciencias de lo Humano también ayudaron a que la inocencia me fuese ajena. 

Infinidad de veces afronté y afronto la situación, a diario diría, de tener que avivar a alguien. 

Para más, estos últimos años pareciera que la ingenuidad hubiera ganado terreno de modo avasallante, al punto de que gran parte de la población, empezando por la que pasa por ser la más cultivada y “comprometida”, impresiona en mí como si estuvieran viviendo en una película y no en la doliente y real Argentina. 

Se dice que el peronismo es nada más que una exitosa herramienta para conquistar y acumular poder. Nada más inexacto ni injusto si tenemos en cuenta a Perón y al peronismo fundacional, ya que esa conjunción tuvo por objetivo la emancipación y la realización de nación-pueblo-trabajadores.

Pero articulando con lo que venía exponiendo, debo sí afirmar con énfasis que Perón y el peronismo fundacional educan en la develación, destierran y descalifican a la ingenuidad. Lo mismo vale para el marxismo y el psicoanálisis, como para los desarrollos que, sobre todo desde la política, contribuyeron a conocer lo humano. 

También mi madre y mi padre, mi hermano, que nació sagaz, mi abuelo materno, un tío abuelo paterno, tías y tíos, me incitaron intencional o inconscientemente a estar siempre atento, a no incurrir en la credulidad, a ver el mundo de la manera que no se cuenta en los ámbitos convencionales.

A esta altura de la vida y desde hace mucho, también cumplen ese papel mis hijas; asimismo, sus parejas y una amiga entrañable con las que nos conocemos desde hace décadas.

Todo lo que describí en estos párrafos, desde el que comienzo con el aserto “a mí no se me permitió la ingenuidad” hasta este último, concurre en mí, me atraviesa, me sostiene, me impulsa, me hace siempre percibir lo que para tantas y tantos es inapreciable o indistinguible.

No se piense que proclamo lo antedicho vanidosamente, ya que carecer de ingenuidad, estar privado del dulce adormecer, estar desprovisto de todo velo, implica sentir el rigor de la injusticia y de cada injusticia de una manera estremecedora y penosa, supone permanecer despierto como si se viviera sobresaltado aun en los momentos en que el sosiego envuelve. 

Es así que, desde niño, fui formado para desconfiar de lo que se publica, en medios de comunicación masivas o por otras vías, a no tomar en serio fácilmente las promesas, a recelar de la retórica vacua, a evitar la idolatría y todo culto de personalidad. 

Me abruma y hasta me desalienta cuánta zoncería emerge entre quienes incurren en el culto de personas de los más variados ámbitos, de acá y del planeta. También cuánta estupidez prospera sobre la base de la creencia de que hay países y poblaciones superiores, “países normales” o lugares edénicos. 

No puedo negar que siento pena y un sentimiento lacerante de injusticia y maltrato, toda vez que, no cuento con esperables reconocimientos, que van desde lo que he aportado a través de mi actividad militante y como dirigente hasta el haber creado una ciencia, una ciencia que fundé por medio del Método Vincular.

Debo ser el único argentino que creó una ciencia, al menos dentro del ámbito de las Ciencias de lo Humano. Hay notorios expertos que me hicieron notar tal realización, no se piense que peco por engreimiento. Al fin de cuentas, con tanta pedantería reinante, obviamente viciosa e injustificada, por qué renunciar yo al derecho de hacer saber mis logros y méritos, los cuales pueden ser fácilmente verificados.

Mis hijas y también sus compañeros, mis nietas y mis nietos me dan día a día la fuerza y el entusiasmo del que un humano necesita como el alimento para seguir brindando lo mejor de sí, aun cuando no llegue recompensa alguna. 

Hago un alto para hacer un homenaje a alguien que fue un gran amigo y hoy ya no está: Luis Norberto Ivancich. Dejo sentado no sólo mi enorme afecto sino también mi admiración por su valía como persona, por su trayectoria y por su producción. La valoración que tuvo siempre por mí es uno de los alicientes para animarme a escribir estas páginas, en las cuales él tendrá un lugar especial.

Tengo infinita confianza en los pueblos y en las construcciones colectivas que los expresan con el fin de transformar lo dado en aras de alcanzar la realización en justicia, aspirando a la libertad entendida como un bien que se comparte, aspirando a la independencia, aspirando a la soberanía plena, aspirando a la integración entre naciones, especialmente las postergadas y las sometidas.

Tengo enormes esperanzas de que el pueblo argentino se convierta, al decir de Perón, en algún momento que quiero imaginar no lejano, en “artífice de su propio destino”.

Transitando esa circunstancia en la que quien desea divisa el umbral tras el cual el deseo es negado, dedicaré tiempo, entonces, a bosquejar una suerte de autobiografía.

Será repasar y revisar mi vida, contar sobre ella a sabiendas de que se trata, quizá, de la existencia de un incatalogable: esta categorización de mí no es de mi propio cuño. De palabra y de hecho, en ese supuesto no lugar soy habitualmente ubicado por quienes me conocen, por quienes tuve o tengo vínculos de amistad, de pareja, de compañerismo militante y también por colegas, dirigentes, referentes, alumnos.

A menudo se dice de mí que soy incatalogable, como una persona imposible de ser categorizada por los demás, como desconcertante, tanto como puede serlo un ejemplar único de una especie ignota. 

Me interrogo si hay alguien clasificable, sometido inexorablemente a una etiqueta o, invirtiendo la pregunta, si todo humano no es incatalogable, si no es cada uno un espécimen único. Si esto último es cierto, entonces es la mirada la que clasifica, la que ubica a alguno, a mí en este caso como incatalogable, y a los otros como miembros de genéricos identificables. Es cierto que tiende a preferirse participar de un conjunto que mostrar de sí lo que distingue y especifica.

Expondré de un modo ordenado (o desordenado) sui generis, mezclando datos - todos verificables - con rememoraciones, reflexiones, logros, frustraciones, esperanzas, temores, alborozos, sinsabores, asociaciones libres y razonamientos articulados. Lo haré sin atarme a un orden rígidamente cronológico.

Me inquieta incurrir en egocentrismo, pero me consuelo pensando que al escribir acerca de mí, inexorablemente me referiré a otras y otros seguramente más interesantes que yo, al menos por sus intervenciones, por sus virtudes y por sus caracterizaciones. 

Si los humanos porque somos humanos nacemos en el entramado social y en la demora, en la insatisfacción y en la incertidumbre, pasando de la inmortalidad a la conciencia de la finitud de la vida, contar sobre uno es relatar sobre muchas y muchos, muchas y muchos contemporáneas y contemporáneos y también de otros tiempos, muchas y muchos que están y tantas y tantos que ya no.  

Si la esperanza y el desaliento, si el logro y la frustración nos sumergen en una especie de enredadera que trepa por paredes sólidas y, a la vez, frágiles, hablar de uno es un intento que tanto puede resultar exitoso como fracasado.

¿Con qué fines este quizá insólito ensayo de autobiografía? No tengo una respuesta acabada, menos aún taxativa, ni siquiera firme; por ahora, sólo lo que expuse ya en este Prólogo, pero lo percibo insuficiente. ¡Siempre es tanto más de lo que uno cree lo que lo motiva a emprender algo!

Como ya anticipé, me anima el impulso a testimoniar un espacio y una época. En una de ésas motive a algunos de mis coetáneos a la reflexión y a algunos de las generaciones que me suceden a conocer sobre un tiempo singular y a encontrar algunas respuestas sobre preguntas en las que puede anidar la curiosidad, el desconcierto, la vocación, el interés y hasta la desesperación por explicaciones acerca de por qué estamos hoy como estamos. La Argentina afronta la decadencia y son muchos los interrogantes que circulan al respecto, interrogantes que están frecuentemente más cerca de la desolación que de la esperanza. 

Daré a conocer, brindaré respuestas en la medida que me resulte posible, formularé hipótesis sobre el pasado que me tocó vivir, obviamente, desde mi perspectiva. 

No tengo la pretensión de oficiar de historiador, no lo soy; soy un testigo.

En una época en que la política parece tener tanto de carrera burocrática y escalafonaria en la que hay que contar con patrocinios para llegar a posiciones dirigentes y de gobierno, en una época en la que muchas y muchos, más que en la genuina militancia, se forjaron en el arribismo y el oportunismo, al punto que asistimos a un festival de conversos, debería ser interesante que alguien hable desde otro lugar. Desde otro lugar, el de este texto, en el que escribiré no únicamente sobre política sino sobre la vida misma en general, sobre mi vida misma. 

A continuación, como capítulo I, la primera entrega de estos apuntes autobiográficos.



Capítulo I



Mis primeros recuerdos se remontan al preescolar, en el barrio Sargento Cabral de Campo de Mayo, lugar en el que vivíamos con mi madre, Julia, mi padre, Federico y mi hermano menor, Carlos, porque mi viejo era suboficial del ejército. Nací cuando mi madre contaba 21 años y mi padre, 25. Vine al mundo en el Hospital Militar Central, el de la Avenida Luis María Campos, en Palermo. 

Mi padre había inmigrado del campo, del interior profundo de Buenos Aires, y mi abuelo y un jefe suyo, al terminar la colimba, se pusieron de acuerdo para obligarlo a ingresar a la escuela de suboficiales y prestar servicio. 

Su vocación era el teatro y el modo de ganarse la vida era, y hubiera querido que fuera, el de dependiente de un comercio, viviendo en su pueblito natal por el cual hasta el último día de vida sintió un amor que podría considerarse candoroso. 

Mi madre, porteña, queriéndolo y como pudo, lo acompañó toda su vida. Nos crio, indudablemente, con amor. 

Mi padre era una mezcla rara de socialista y peronista, con pasado radical yrigoyenista, con familia de origen que participaba de las mismas ideas. Particularmente se destacaba un tío de él, genuinamente peronista, que tuvo mucha influencia sobre mí y mi hermano. 

Mi madre era abiertamente antiperonista y de tradición radical, hija de una gallega prácticamente analfabeta y de un castellano republicano, ateo y socialista, que también dejó su impronta en mí. Este castellano aborrecía al “generalísimo” Franco, el gran déspota de la península ibérica, el mismo que los fachos hispánicos de hoy quieren reivindicar y resucitar, el mismo que encabezó la tiranía que sojuzgó a España durante treinta y nueve años. Con semejante antecedente debo decir que me perturba que afamados españoles “progresistas” y de los otros, habitantes de un reino, nos vengan a dar lecciones sobre cómo se debe encarar la política, cómo gobernar, cómo educar, cómo pensar, cómo proceder. 

En mi casa, tanto en la de mi familia nuclear como en la de la extensa, la política estaba continuamente presente. Y se discutía; se discutía con pasión cruzándose simpatías y posturas, incluso fanáticamente compartidas, con la hostilidad que cobijan los antagonismos irresolubles. En ese ambiente nos criamos con mi hermano desde el momento mismo de nacer, y quizá de antes.
Cuando con el tiempo conocí, en la escuela, en el colegio, en los lugares de trabajo, en la universidad, a tantas personas desinteresadas de la política y también a tantas conservadoras, me desconcerté, me descoloqué porque lo natural era para mí la política; el “apoliticismo” y la indiferencia eran pura ajenidad.

La segunda guerra mundial había concluido antes de mi nacimiento y la tristísima evocación de sus penosos sucesos flotaban en mi casa, tanto más cuanto mi abuelo materno sufría intensamente por su España sojuzgada por el franquismo. 

Con los años asocié que mi repulsa visceral hacia el nazismo y el fascismo debió incubarse entonces, dado el rechazo de mi familia por esas monstruosidades, por esas aberraciones genocidas. 

Mi padre, además, era admirador de Zhukov, el general soviético, a quien consideraba el más grande estratega de la segunda guerra al mismo tiempo que asignaba al Ejército Rojo el rol protagónico en la caída del nazismo. Más adelante, ya políticamente comprometido y consciente, acompañaría yo esa opinión, dándole un lugar también relevante a las Resistencias de los pueblos – francesa, italiana, griega, yugoeslava, alemana, holandesa, checa, etc.-. También luego me enteré del papel fundamental de la resistencia argelina y de cómo Francia había traicionado a la digna Argelia al no cumplir su promesa de otorgarle la independencia al cabo de la guerra. 

Rememoro el preescolar como un momento y lugar de ensueño y del mismo modo recuerdo el barrio Sargento Cabral y la pequeña casa que habitábamos: fueron escasísimos años, los únicos en los cuales viví en el seno de un cuento de hadas. En cuotas, que finalmente no terminaron de abonar, mi vieja y mi viejo me compraron los veintitrés tomos de Monteiro Lobato los cuales fueron la continuidad, ahora más simbólica, del cuento de hadas. Si habré devorado una y otra vez esos libros que todavía me parecen maravillosos. Esos relatos de Salgari sobre los “tigrecitos” de la Malasia, con Tremal Naik y Yáñez, bajo el mando de Sandokan, fueron también material de lectura predilecta y cautivante en mi infancia.

Fue entonces, en aquel barrio de suboficiales del ejército, cuando iniciaba la escuela primaria, que un ramalazo sacudió mi alma candorosa, mi corazón sensible, mi psique virginal: la muerte de Evita. 

Quedó grabado en mi memoria, como con el cincel de Miguel Ángel, el momento en el cual, en la cocina, mi madre y mi padre, nos entretenían jugando, cuando se interrumpió el programa radial (no teníamos tele ni sabíamos lo que era) y la voz masculina sumamente grave del locutor de Radio Nacional emergió como desde una catacumba: “Veinte y veinticinco, hora en que la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de los argentinos, ingresó en la inmortalidad”. Creo que se trató de un mensaje no del todo fácilmente comprensible para un niño de esa edad, pero vi que mi madre y mi padre se quedaron absolutamente estáticos, como una lápida, se demudaban y… 

Me acuerdo que al día siguiente le pedí a mi padre que comprara todos los diarios y así dediqué, no sé cuánto tiempo, a mirar, con una tristeza para mí hasta entonces desconocida, una y otra vez las fotos que reflejaban la despedida de Evita, de Evita la amada y odiada, la amada por una parte de mi familia y conocidos, la odiada por otra parte de mi familia y conocidos, la Evita que, según me contó mi padre ya él a su edad avanzada y yo a punto de ser abuelo, en una de las veces que visitó el barrio Sargento Cabral hizo que mi hermano y yo nos acercáramos a ella para  acariciar nuestras cabezas. La Evita que yo amé y que jamás dejé de amar. 

No se me escapa que hay algo de edípico según los simples términos freudianos en lo que supone Evita para mí. Quizá un anclaje se encuentre en que, salvando todas y cada una de las enormes diferencias entre la una y la otra, Evita y mi madre, en aquel mi lejano imaginario infantil se fundían: por empezar, había seis años de diferencia (mi madre era de menor edad) y, además, ambas eran intensamente pasionales. 

Obsequios y juguetes que la Fundación nos había hecho llegar habían iluminado nuestros primeros años; la Fundación lo seguiría haciendo luego.

Meses antes del deceso de Evita, jefes militares que respondían manifiestamente a los sectores más reaccionarios, se habían alzado contra Perón: setiembre de 1951. Recuerdo borrosamente que mi madre, mi hermano y yo nos refugiamos en la casa de una vecina y amiga con su pequeño hijo. Los maridos, mi padre y el de esa vecina, estaban acuartelados y, presumiblemente, combatiendo. 

Las noticias eran aterradoras: que bombardearían nuestro barrio, el de suboficiales, que había derramamiento de sangre, que había muertos y la más funesta para nosotros, según contaba mi madre: que habían matado a mi padre. Afortunadamente casi nada de eso sucedió y, mi padre, no estuvo en situación de riesgo severo: el enemigo, bastante rápidamente, se había rendido y había habido pocas bajas. Desde luego, mi padre, con sus compañeros suboficiales, había defendido al gobierno peronista.

Como en esos saltos en el relato que hacen la literatura y el cine, mi siguiente recuerdo es el de tipos rapados, muchos compañeros y amigos de mi padre, subiendo al tren, no recuerdo en qué estación (quizá Martín Coronado del ferrocarril Urquiza o Hurlingham del San Martín), castigados, enviados a Covunco, en Zapala. 

Con los años supe que Perón podría haber ordenado la pena de muerte, al menos, para los jefes del golpe: el ancestro Benjamín Menéndez, Agustín Lanusse, Julio Alsogaray, hermano de Álvaro, y Manuel Reimundes, entre otros. Curiosa y tristemente, un hijo de Julio, Juan Carlos, combatiente montonero, fue abatido en el marco del Operativo Independencia comandado por Bussi, en los montes tucumanos en 1976.

En el barrio, la muerte de Evita fue conmemorada durante un mes, según recuerdo: todos los días, a las veinte y veinticinco, se celebraba una misa y se rendía el tributo de silencio. Los participantes portaban velas encendidas en un entorno de total oscuridad. Para mi mirada de párvulo era impresionante, me compenetraba de un modo difuso con la muerte asociándola con la noche total. Me sentía entre curioso, apesadumbrado y diminuto entre tantas personas y velas, únicos destellos en medio de la oscuridad absoluta. 

El golpe del 51 y la conmemoración por la muerte de Evita fueron detonantes de peso para que mi madre impulsase a mi padre a pedir la baja. 

Así, en situación de precariedad económica, ya que mi viejo al solicitar la baja había renunciado de hecho a toda indemnización y salario, nos mudamos al PH que alquilaban mis abuelos maternos en la Capital, en el barrio de Villa Pueyrredón.

Allí, en ese pequeño departamento, que contaba con sólo una habitación en su planta baja y dos cuartos muy pequeños en una suerte de reducida planta alta nos hacinamos en uno solo de tales cuartos ínfimos, mi madre, mi padre, mi hermano y yo. Mi hermano y yo dormíamos juntos, en posiciones opuestas para caber, en un catre militar, sin colchón y con sólo una manta en invierno. El otro cuarto lo ocupaba el hermano menor de mi madre, mi tío Paco, con el cual nos unió siempre un cariño entrañable.

Conocimos los dulzores de la convivencia, con mi abuela, Manuela, y mi abuelo, también apodado Paco, los domingos de la familia extensa: también padecimos las penurias de ese convivir, los altercados de los que parece que no se vuelve nunca, con la consiguiente reclusión en el estrecho cuarto, del cual salíamos para ir a la escuela, la Álvarez Thomas, una muy digna escuela pública. 

Nuestra escuela pública fue siempre objeto de valoración, de alta estima, de admiración por parte de toda mi familia y, por supuesto, de mí mismo. 

Fui un buen alumno, llegué incluso a sobresalir terminando como abanderado, pero también conocí los rigores de la injusticia, el maltrato de una docente, el cual era compensado por la que recuerdo como mi mejor maestra, Marta Beovide, a quien rindo homenaje. 

Vivía como un chico pobre, era un chico pobre. La lectura compensaba mis frustraciones, todo indica. Mi abuelo era canillita, tenía su parada en la estación del Ferrocarril Urquiza, en Av. San Martín y Gutenberg. Gracias a ese trabajo de mi abuelo leía diarios y revistas infantiles y, también, seguía leyendo una y otra vez a Monteiro Lobato y también libros de mi padre, que, si bien eran para público adulto, yo me lanzaba sobre ellos. Recuerdo cuando, a mis once años, mi viejo me sorprendió leyendo “El retrato de Dorian Gray”, la novela de Oscar Wilde: enfurecido, me la quitó de mis manos, alegando que era una lectura inapropiada para mi edad. 

Mi padre tenía su biblioteca en una escalera de la vivienda de mis abuelos, en donde residíamos en ese cuarto minúsculo. Una escalera que llevaría a una terraza o a un altillo, nunca lo supe, pero por cierto lo más paupérrimo e inapropiado para contener libros. Una dolorosa experiencia fue la de ocuparme con mi hermano, a mis once años, por encargo de mi madre, de la venta de muchos de esos libros a un librero de usados del barrio, para hacernos con unos pesos para que pudiéramos comer. Jamás mi padre, por indicación enérgicamente expresa de mi madre, se enteró; daba pena verlo cada tanto buscar algunos de sus libros que se habían vuelto inhallables. 

La calle era una atracción irresistible. Nos escapábamos con mi hermano para juntarnos con los pibes del barrio a jugar a la pelota y también para otros entretenimientos. Desde luego, teníamos nuestras riñas callejeras, a menudo sumamente violentas e incluso con participación de padres maltratadores que nos amenazaban fieramente. 

Ya, con anterioridad, en el barrio Sargento Cabral pasábamos bastante tiempo en la calle y eso continuó cuando vivimos en casa de mis abuelos. Por lo tanto, la calle está metida en mis venas y también me costó, y aún me cuesta, comprender a los que les falta conocer el barro. 

En ese entonces, la calle donde vivíamos con mis abuelos era de tierra, así que lo del barro no es retórica; un tiempo después, aún con el peronismo en el gobierno, llegó el asfalto. 

Por otro lado, parte de las vacaciones las pasábamos en el pueblo natal de mi padre, en casa de mis abuelos paternos; las calles aún eran de tierra, y estando en ese pago, habituábamos vivir también en medio del campo, en un puesto de estancia a cargo de un tío, peón rural desde luego, o en una huerta precaria de unos tíos abuelos, uno de los cuales, Ernesto Mañana, contribuyó a mi formación política desde temprana edad. Este viejo había sido caudillo radical yrigoyenista, había enfrentado a los conservadores en la década infame, y fue de los primeros peronistas a partir de los 40. Él me introdujo en el revisionismo histórico, el cual hoy adopto relativamente, pero esa introducción fue también decisiva para que aprendiera a ver que el mundo no es lo que se cuenta.

Cuánto amor por la política, cuánto conocimiento personas como ese tío paterno o como mi abuelo materno, trabajador del campo uno y pintor de brocha gorda, inmigrante, devenido canillita, el segundo, tenían en su haber y cuánto compartían generosamente: de eso me nutrí. Por otro lado, también mi padre era muy informado; mi madre, contaba con una intuición, con una pasión y con una vocación por la justicia encomiables. Así que a Julia y Federico les debo mucho y, por cierto, que todavía los extraño.  

En esos primeros años, tres verdades peronistas se grabaron de modo indeleble en mi memoria: “la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”; “en la Nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños” y “la tierra es para quien la trabaja”. La segunda la recuerdo inscrita en las cercas de madera de la plaza del barrio y las otras en el libro de lectura escolar.

Otro golpe para mi imaginación infantil, para mi inocencia y para mi sensibilidad fue la ejecución de los Rosenberg, esposa y marido, en los EEUU de Washington. Seguí, a esa corta edad, junto con mi familia, por la radio y por los diarios, el juicio y la trágica culminación: la silla eléctrica. Para mi sensibilidad de niño era un crimen aberrante por parte de un estado, algo que asocio con crimen de lesa humanidad. Después sabría en detalle qué imperialista era ese país, quién fue McCarthy y qué fue el maccarthysmo, cuánto racismo anidaba en esa sociedad, cuánta injusticia la atravesaba y cuánta imponía en todo el planeta. 

Ya en esos tempranos años sentía que ese país nos odiaba, que nos quería someter. Jamás creí que los EEUU de Washington fuera una democracia, jamás. Si en algo las dos alas de mi familia acordaban totalmente, la peronista y la antiperonista, era que los EEUU de Washington y Gran Bretaña eran potencias imperialistas, que habían favorecido el triunfo del franquismo en España y que habían apañado inicialmente al fascismo y al nazismo, a lo cual de una manera o de otra se sumaban la URSS estalinista y la Francia claudicante. 

El asesinato de los Rosenberg repercutió fuertemente en mí, no sólo por la ejecución del matrimonio, sino por el desamparo en el que quedaban sus hijos: a mi manera, me ponía en el lugar de ellos, era como si sufriera con esos pibes.
Recuerdo cómo crecía la virulencia, el desafío, la hostilidad entre el gobierno peronista y su oposición. Recuerdo a gran parte de la iglesia católica manifestarse contra tal gobierno. Y sobre todo recuerdo la terrible jornada del 16 de junio del 55, sus bombardeos espeluznantes y letales. “¡Cuánto dolor, cuánto dolor!” (Rigoletto).  Recuerdo cómo se agudizaba el enfrentamiento en el seno de mi propia familia.

Cuando años más tarde, sobre todo gracias a mi militancia, tuve clara noción de lo que habían sido el fascismo, el nazismo y el falangismo, me pareció inaceptable que se asociara al peronismo con esas calamidades.

Mi abuelo proveía de los diarios a dos mujeres profesoras de piano, madre e hija, del conservatorio Williams, una de cuyas filiales funcionaba en la casa señorial de ellas, justamente frente a la parada de don Paco. Por cierta especial estima que tenían por mi abuelo, quizá influidas por el culto de la solidaridad con los que menos tienen, propio de las practicantes católicas, le propusieron tomarme como alumno, becado. 

Así, a mis seis años, comencé a estudiar ese instrumento fantástico con el rigor de ese conservatorio y, en particular, bajo la dura instrucción de la mayor, la madre, la anciana profesora. Me sentía sapo de otro pozo y, a menudo, me acometía un sentimiento amargo, que luego, años más tarde, pude identificar como el propio de la humillación. 

Para Platón, la música es una propedéutica del conocimiento de la filosofía, hoy diríamos de la ciencia. Sin duda, lejos estuve de ser un virtuoso, ni siquiera un pianista pasable, pero la música, aprendida a edad temprana, los acordes de Bach, Czerny, Beethoven y Chopin, el Hannon y lo creado por otros grandes compositores, ayudaron a preparar mi espíritu para una insaciable búsqueda de la armonía, no en el sentido ingenuo del término, sino en su acepción sintónica con la ciencia: vincular, articular, componer los datos, los interrogantes,  las ideas, los conceptos que inicialmente se nos muestran inconexos.

Estas profesoras eran recalcitrantemente antiperonistas y formaban parte de la crema de Villa Devoto: para ellas y para sus discípulas y discípulos, yo era el chico pobre, vulnerable, digno de compasión. En mis entrañas quedó fijado el desdén punzante de una compañera bonita por la que yo me derretía y ensoñaba.

Cuando cursaba el último grado de la escuela primaria, tuve mi bautismo de fuego en la lucha política: junto con mi familia en su totalidad, peronistas y antiperonistas, asumí activamente la defensa de la enseñanza pública, laica y gratuita, en contra de la iniciativa del gobierno de Frondizi; orgullosamente portaba en mi pecho la cinta morada. Del otro lado, los partidarios de la enseñanza “libre”, la privada, la confesional, la elitista, los que usaban la cinta verde. En ese conservatorio sólo yo llevaba la morada; todos los demás exhibían altivamente la verde. 

Un par de años antes, la resistencia peronista da una gran batalla con el general Valle a la cabeza. Derrotada por la dictadura cívico militar, encabezada en ese momento por los milicos Aramburu, el general, y Rojas, el almirante -quienes ya habían destronado a su par, Lonardi – ordenan los fusilamientos en masa del año 56. 
En distintos  puntos se produjeron esos actos de derramamiento de sangre digna: en la penitenciaría de Av. Las Heras - en donde hoy se encuentra el parque con esquina Salguero -, fusilaron a Valle junto a otros dos militares peronistas. En José León Suárez y en Lanús se fusilaron civiles y en predios castrenses a numerosos militares, muchos suboficiales de baja graduación. Sobre esto cuenta Rodolfo Walsh en su “Operación masacre”.

Esos crueles y penosos castigos irreversibles tuvieron gran repercusión en la población y también en mi familia, en su totalidad dolorida, incluyendo a los no peronistas o antiperonistas. Entre los fusilados había quienes fueron compañeros de mi viejo durante su vida militar, y a quienes mi madre conoció: nunca había visto llorar tanto a mi vieja. Mis familiares peronistas o se encerraban en su dolor o buscaban refugio o pasaban a la clandestinidad. Además, el coronel Cogorno, también fusilado, era vecino y compañero de tíos con los cuales manteníamos un vínculo muy cercano y cariñoso. 

Mientras tanto, los antiperonistas, especialmente los pitucos, los señores y los señoritos, así como las señoronas de andar altanero, celebraban. De nuevo, cuánto dolor. 

Es difícil de comprender por qué esas personas que aplaudieron bombardeos contra la población, fusilamientos sin juicio ninguno de militares y civiles jugados por la causa popular, repudiaron y repudian con tanta energía, por ejemplo, los ordenados por los revolucionarios cubanos o el justo castigo a quienes conspiran, de modo abiertamente ilegal, contra gobiernos populares. Algo no cierra. 

Ese levantamiento de 1956, casi inaugural de la resistencia peronista, no habría sido aprobado por Perón; distintas versiones circulan, pero entiendo que el “General”, exiliado, con escasa capacidad de maniobra, consideró la inoportunidad y el enorme riesgo de una derrota en manos de sanguinarios. Además, para Perón el éxito o la esperanza se cifró siempre en el Movimiento y en la más amplia movilización popular. 

Ya en el nefasto golpe del 55, los furibundos antiperonistas, de ambos géneros y distintas edades, habían salido a la calle a celebrar. Recuerdo que en Córdoba las damas salieron a la calle con escobas “para barrer a los peronistas”.

El peronismo fundacional, el movimiento creado por Perón, transformó a la Argentina. Perón tenía una conciencia nacional sin parangón y había entendido que los trabajadores, sobre todo sindicalizados, constituían una fuerza política irrefrenable que podía articularse con la nación.

Perón era conductor y estrategia, “aficionado a la política” según manifestó varias veces. Como tal definía objetivos, como la grandeza de la nación y la felicidad del pueblo, a los cuales hay que entender articulados: nación y pueblo están intrínsecamente unidos, constituyen una misma matriz. Las tres banderas, soberanía política, justicia social e independencia económica, se desprenden de tales objetivos. 

Sobre la base de la determinación de objetivos cobra existencia el enemigo: el peronismo no se identifica por el enemigo ya que éste es emergente de lo que el movimiento nacional y popular se propone. 

Las grandes potencias dominantes de entonces definen a Perón y el peronismo fundacional como enemigo: este punto es decisivo para entender a este movimiento. Ya Churchill había clamado para que la Argentina se mantuviera como país sometido y su hostilidad hacia el peronismo era de tal magnitud que celebró de viva voz en el Parlamento británico la caída de Perón en el 55.

El peronismo no sólo transformó en esos años, haciendo de la Argentina un país lanzado al desarrollo, con soberanía, justicia social, independencia económica, sino que también adoctrinó, inculcó la conciencia de los derechos en el pueblo, en cada trabajadora y en cada trabajador. Cuando Perón fue depuesto, teníamos definitiva y categóricamente un pueblo.

El tango, el folklore, la música clásica y la española me envolvían. El tango era el género predilecto de mis tíos maternos mientras que el folklore de mi padre y su familia de origen. La música popular española estaba muy presente por mis abuelos maternos y también mi madre, que disfrutaban de Lolita Torres, Lola Flores y Miguel de Molina. La música clásica era escuchada por mi padre y era materia obligada en el conservatorio, lugar en el cual se aborrecían los otros géneros que menciono, considerados “populacheros” y extraños al Parnaso.

En ésa, mi casa de la niñez, Gardel era idolatrado, se le rendía el culto que los creyentes tributan a los santos. También grandes directores, compositores y cantantes de tango eran admirados y escuchados; cito a algunos: Troilo, di Sarli, Canaro, De Ángelis, Azucena Maizani, Agustín Magaldi, el que fuera amigo de Evita justamente, Ignacio Corsini, Héctor Mauré, Cadícamo. A esa edad, penaba por no haber podido conocer a Gardel y ya de niño -y a lo largo de mi vida- vi sus películas, algunas varias veces. Aún hoy la voz de Gardel me conmueve hasta los tuétanos; mis tíos, especialmente Paco, tienen mucho que ver con ese sentimiento.

También algunos de mis tíos admiraban a Pugliese y se debatían entre tal admiración y su adhesión a Perón y el peronismo. Ese conflicto que sobrellevaban mis tíos, en lo personal e interpersonal, estaba originado    por ser Pugliese objeto de persecución del gobierno peronista, lo cual derivó en que varias veces el compositor y director de orquesta fuera encarcelado. Recuerdo aún pintadas en las que se pedía “libertad a Pugliese”. Cuento al pasar que, en su retorno, Perón compartió gustosamente, en 1973, una mesa con Pugliese y que aquél le pidió perdón a lo cual el músico respondió: “por favor, general, todo eso está ya olvidado”.

Como puede deducirse, según lo que comenté antes acerca de cómo eran considerados los distintos géneros en el conservatorio, de lejos viene una frontera insalvable, que de una manera o de otra se da en todos los continentes, entre las élites y lo popular; una divisoria de aguas entre quienes, aun cuando carezcan de blasones, buscan aproximarse a las primeras y quienes asumen dignamente su pertenencia. Este último es el lugar por el cual opté a lo largo de toda mi vida. 
Lo que aprendí en mi temprana edad es que cuando el desposeído se entrega al cielo de los poderosos no lo anima tanto llegar a ser como ellos sino que lo calma la seguridad de sentir que tiene un lugar prefijado y estable, el de esclavo.

También el fútbol penetraba mi vida cotidiana: desde el picadito en la lleca con la pelota de trapo hasta la escucha de las transmisiones radiales de los domingos. Entonces los partidos de la Primera División se jugaban sólo los domingos por la tarde. 
De nuevo, mi entorno familiar favorecía ese interés por este deporte. Para más, dos primas segundas de mi madre eran esposas de Pontoni y de Boyé, dos de los grandes futbolistas de entonces, con quienes nos encontrábamos muy ocasionalmente en alguna celebración familiar y, sobre todo, en velorios. 
Años después, mi padre me contó que justamente por esa vinculación, el incomparable José Manuel Moreno, el mejor del mundo entonces, había estado en su casamiento. Huelga decir que mi padre falleció, en 2011, considerándolo el mejor de todos los tiempos. 

El automovilismo deportivo también era pasión: Fangio, los hermanos Gálvez, Froilán González, Marimón - muerto en Nürburgring a los 30 años a bordo de una Maserati -.

Según mis recuerdos, Maserati y Mercedez Benz eran las grandes marcas de automovilismo deportivo F1 de entonces, así como Ford y Chevrolet las de uso masivo. Las dos primeras tenían sus fanáticos, enfrentados, del mismo modo que las dos segundas. 

Raramente íbamos al cine, el hace décadas inexistente cine “Devoto”, generalmente para ver películas argentinas, españolas y de los EEUU de Washington, con todas las cuales me aburría soberanamente. Afortunadamente, mi abuelo nos llevó a mi hermano y a mí un par de veces a ver a Chaplin; también el Gordo y el Flaco. Los dos actores ingleses, Chaplin y Laurel, sus personajes, me encantaban, me divertían y me conmovían.

En los años del peronismo fundacional se respiraba mucha vida, yo la respiraba al menos. Sentía la pujanza y también, a mi manera, el lugar de nuestro país en el mundo, en lo cual el deporte jugaba un rol decisivo. 

Recuerdo cuando desde Tokio, luego de derrotar al japonés Yoshio Shirai por la categoría mosca, Pascual Pérez dedicó el triunfo a Perón.

Cuando comencé este capítulo me referí a mí como incatalogable; creo que esa calificación bien puede atribuírsele también a la Argentina y al peronismo fundacional. Si es que tal categoría tiene sentido.

Antes de terminar la escuela primaria, mi abuelo materno, con quien convivíamos como ya conté, enfermó. Con la ayuda de mi hermanito, tuve que hacerme cargo de la parada de diarios y revistas. Todas las madrugadas, a eso de las tres y media de la mañana, esperábamos la llegada del picotero, nombre con el que se conocía entonces a quien llegaba en el camión con los paquetes de los diarios. Una vez en nuestras manos, los acomodábamos para salir a repartirlos de acuerdo a un itinerario fijo, dejándolos, por debajo de las puertas, en los domicilios de los clientes de mi abuelo. Según recuerdo, se trataba de alrededor de trescientos hogares, lo cual nos insumía cuatro o cinco horas por día, todos los días.

Desde entonces, jamás dejé de trabajar. 

Todavía hoy rememoro esas jornadas, del mismo modo que con tenacidad me invaden los recuerdos de momentos felices y de circunstancias dolorosas, entre las cuales las experiencias de humillación ocupan un lugar relevante. Sobre todo, me golpea haber presenciado en varias ocasiones cómo fue maltratado mi padre, aunque su fortaleza de ánimo parecían hacerlo invulnerable. Como una carambola, ese maltrato se volvía sobre nosotros, mi hermano y yo, en la forma de castigos excesivos. Esto no quita que por mi vieja y por mi viejo, a esta altura de mi vida, tenga únicamente sentimientos de enorme y profundo cariño e, incluso, admiración. También especial mención hago de mi hermano con quien tan intensamente compartí mi infancia y, por supuesto, después como ya iré narrando. 

No guardo rencor ni resentimiento, en absoluto, por nadie con quien haya interactuado o compartido.  Sólo cuento todo lo que cuento porque hace a la vida de uno y, de alguna manera, a la vida de otras y de otros, de cómo era entonces la sociedad y, en cierto modo, de cómo sigue siendo. En el balance, gana de lejos mi entusiasmo por vivir, mi satisfacción por lo que he vivido y mi reconocimiento por quienes amé y amo, por quienes me amaron. 

Lejos estoy de haber agotado en estas páginas mis recuerdos infantiles, muy lejos. Sólo conté lo que más fácilmente acudió a mi memoria y lo que quizá me parezca lo más relevante.

En la siguiente publicación de estos apuntes volveré sobre mi infancia y continuaré con el comienzo de mi adolescencia, el inicio de la enseñanza secundaria, mi vida laboral de entonces y, sobre todo, mi militancia que entiendo es lo más relevante y lo que puede ser de más interés.

Rubén Rojas Breu
Buenos Aires, setiembre 30 de 2019





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