Rubén
Rojas Breu
Apuntes
autobiográficos de un incatalogable
PRÓLOGO
Anhelo
testimoniar.
Anhelo
luchar.
Anhelo
seguir consagrando mi vida, hasta el último aliento, a la emancipación y a la realización
de mi patria, de mi pueblo, de los trabajadores, entre quienes me encuentro.
Este
último párrafo puede sonar pomposo, pero francamente no se me ocurre ninguno
mejor para expresar lo que contiene y tampoco quiero omitirlo sólo para
satisfacer el buen gusto o para acatar los preceptos de los manuales de estilo.
Esos
anhelos me impulsan a escribir las siguientes páginas.
Porque
quiero que este texto sea testimonio vivo, herramienta de lucha e inspiración y
estímulo para tal emancipación y tal realización.
No
se trata, entonces, de un relato que se circunscribe a lo autorreferencial.
Más
bien, mi intención es tomarme, a mí mismo, como el pretexto para hablar de un
tiempo, un tiempo que coincide con el de mi vida hasta hoy. Es historia viva y
vivida, que la relato basándome en mis memorias.
Aun
cuando esta fuente pueda parecer o ser a veces engañosa, lo cierto y lo que
quiero narrar está en cómo recuerdo lo que recuerdo.
Aunque
al contar sobre ese tiempo yo esté continuamente presente, mi sitio en este
documento es una combinación de protagonista inexorable (son apuntes
autobiográficos), actor de reparto y, también, observador participante.
Así,
habré de narrar en torno a lo vivido y a las vivencias, a lo que percibí acerca
de la vida de otras y otros, del comportamiento y decurso de grupos, de
organizaciones, de nuestro país, del continente, de la humanidad.
Personalizaré
o identificaré a personas cuando se den condiciones tales como las de que su
particular carácter de públicas torne inevitable mencionarlas o cuando les
quepa valoraciones encomiables o, al menos, benignas de mi parte.
No
soy conductista, de ninguna manera, como tampoco empirista. Pero, siguiendo a
Bleger, parto de las conductas que no son otra cosa que datos, para interpretar
y traer a la luz las determinaciones no conscientes de las mismas, basándome en
los cuerpos conceptuales que menciono en otros párrafos de este texto,
incluyendo mi producción, el Método Vincular.
Quiero
decir con esto que evito juzgar a las personas sobre la base de sus supuestos
atributos o considerándolas según sus intenciones explícitas o supuestas.
Sucede
que a lo largo de mi vida interactué y sigo interactuando -por mi militancia
política, por mis posiciones como dirigente, por mi labor profesional, por el
ejercicio de la docencia, por mi condición de científico de lo humano- con un
sinnúmero de personas que alcanzaron posiciones referenciales, altos cargos,
fama, difusión, presencia mediática; también, desde luego, con muchísimas más
que nunca salieron del anonimato o que fueron condenadas al mismo.
Muchas
de todas esas personas, conocidas públicamente o anónimas, ya no están y otras,
entre las afamadas, son hoy muy protagónicas; claro que, entiéndase, son
protagónicas en esta Argentina tendencialmente endogámica, postergada,
frustrada, que padece la decadencia. De tal modo su protagonismo quizá sea más
de lamentar que de valorar.
Tengo
la esperanza quizá desmesurada, inocente o megalómana, de que esta publicación
cuente con lectoras y lectores.
Por
lo tanto, esa es una razón para que me inhiba de hacer menciones de muchas y
muchos, particularmente porque quiero poner el acento en el drama y en la trama
más que en actrices, actores y personajes.
De
todos modos, si toman contacto con estos apuntes personas que hayan
interactuado conmigo como amigas o amigos, como compañeras o compañeros, como
condiscípulos, como colegas, como alumnas o alumnos, como clientes, como
consultantes, como pacientes, como adversarios o como circunstanciales
interlocutores, se reconocerán aun cuando no las nombre. Así que quizá
gratifique a algunas o algunos con mis opiniones, y sin duda disgustaré o
irritaré a otras y otros, sea de quienes me conocieron en mis primeros años, sea
con quienes me traté en los últimos lustros o sea con quienes compartí casi
toda la vida.
No
creo que quien intente ubicarme en alguna posición política o ideológica actual
lo consiga. Mi mirada sobre todas las cosas es de propio cuño, es singular; me
gustaría que pudiera ser considerada original pero no quiero incurrir en vanas
pretensiones.
Si
bien no es lo mío el chismorreo, puede suceder que alguna lectora o algún
lector encuentre en estos apuntes datos que los tome como chismes o como
palabras que se murmuran en la oreja.
Creo
que también una de las motivaciones que me impulsa a escribir estas páginas es,
no sólo el malestar que me produce la decadencia en la que cayó nuestro país
asociada a cierta generalización de la estupidez, sino la ingenuidad que campea
por acá y por allá.
A mí
no se me permitió la ingenuidad. Habiendo nacido en un hogar muy humilde,
habiendo conocido las privaciones desde mi niñez, habiendo empezado a trabajar
antes de terminar la escuela primaria, habiendo vivido tanto la calle, habiendo
comenzado mi militancia política cuando estaba aún en sexto grado y habiendo
estado en prisión como preso político siendo aún adolescente, me abrió los ojos
desde mis primeros años y de por vida.
A
eso hay que sumarle que egresé como licenciado en Psicología de la UBA, mi
conocimiento del psicoanálisis y de las teorías más probadas de la psicología
científica como así también de las Ciencias de lo Humano en general, mi
desempeño como investigador y científico social, mi interacción con todos los
ámbitos de todos los niveles que contiene la sociedad argentina e incluso de
otros países. Por cierto, que haber creado el Método Vincular, así como haber
desarrollado teorías de alta complejidad para aportar a las Ciencias de lo
Humano también ayudaron a que la inocencia me fuese ajena.
Infinidad
de veces afronté y afronto la situación, a diario diría, de tener que avivar a
alguien.
Para
más, estos últimos años pareciera que la ingenuidad hubiera ganado terreno de
modo avasallante, al punto de que gran parte de la población, empezando por la
que pasa por ser la más cultivada y “comprometida”, impresiona en mí como si
estuvieran viviendo en una película y no en la doliente y real Argentina.
Se
dice que el peronismo es nada más que una exitosa herramienta para conquistar y
acumular poder. Nada más inexacto ni injusto si tenemos en cuenta a Perón y al
peronismo fundacional, ya que esa conjunción tuvo por objetivo la emancipación
y la realización de nación-pueblo-trabajadores.
Pero
articulando con lo que venía exponiendo, debo sí afirmar con énfasis que Perón
y el peronismo fundacional educan en la develación, destierran y descalifican a
la ingenuidad. Lo mismo vale para el marxismo y el psicoanálisis, como para los
desarrollos que, sobre todo desde la política, contribuyeron a conocer lo
humano.
También
mi madre y mi padre, mi hermano, que nació sagaz, mi abuelo materno, un tío
abuelo paterno, tías y tíos, me incitaron intencional o inconscientemente a
estar siempre atento, a no incurrir en la credulidad, a ver el mundo de la
manera que no se cuenta en los ámbitos convencionales.
A
esta altura de la vida y desde hace mucho, también cumplen ese papel mis hijas;
asimismo, sus parejas y una amiga entrañable con las que nos conocemos desde
hace décadas.
Todo
lo que describí en estos párrafos, desde el que comienzo con el aserto “a mí no
se me permitió la ingenuidad” hasta este último, concurre en mí, me atraviesa,
me sostiene, me impulsa, me hace siempre percibir lo que para tantas y tantos
es inapreciable o indistinguible.
No
se piense que proclamo lo antedicho vanidosamente, ya que carecer de
ingenuidad, estar privado del dulce adormecer, estar desprovisto de todo velo,
implica sentir el rigor de la injusticia y de cada injusticia de una manera
estremecedora y penosa, supone permanecer despierto como si se viviera
sobresaltado aun en los momentos en que el sosiego envuelve.
Es
así que, desde niño, fui formado para desconfiar de lo que se publica, en
medios de comunicación masivas o por otras vías, a no tomar en serio fácilmente
las promesas, a recelar de la retórica vacua, a evitar la idolatría y todo
culto de personalidad.
Me abruma
y hasta me desalienta cuánta zoncería emerge entre quienes incurren en el culto
de personas de los más variados ámbitos, de acá y del planeta. También cuánta
estupidez prospera sobre la base de la creencia de que hay países y poblaciones
superiores, “países normales” o lugares edénicos.
No
puedo negar que siento pena y un sentimiento lacerante de injusticia y
maltrato, toda vez que, no cuento con esperables reconocimientos, que van desde
lo que he aportado a través de mi actividad militante y como dirigente hasta el
haber creado una ciencia, una ciencia que fundé por medio del Método Vincular.
Debo
ser el único argentino que creó una ciencia, al menos dentro del ámbito de las
Ciencias de lo Humano. Hay notorios expertos que me hicieron notar tal
realización, no se piense que peco por engreimiento. Al fin de cuentas, con
tanta pedantería reinante, obviamente viciosa e injustificada, por qué
renunciar yo al derecho de hacer saber mis logros y méritos, los cuales pueden
ser fácilmente verificados.
Mis
hijas y también sus compañeros, mis nietas y mis nietos me dan día a día la
fuerza y el entusiasmo del que un humano necesita como el alimento para seguir
brindando lo mejor de sí, aun cuando no llegue recompensa alguna.
Hago
un alto para hacer un homenaje a alguien que fue un gran amigo y hoy ya no
está: Luis Norberto Ivancich. Dejo sentado no sólo mi enorme afecto sino
también mi admiración por su valía como persona, por su trayectoria y por su
producción. La valoración que tuvo siempre por mí es uno de los alicientes para
animarme a escribir estas páginas, en las cuales él tendrá un lugar especial.
Tengo
infinita confianza en los pueblos y en las construcciones colectivas que los
expresan con el fin de transformar lo dado en aras de alcanzar la realización
en justicia, aspirando a la libertad entendida como un bien que se comparte,
aspirando a la independencia, aspirando a la soberanía plena, aspirando a la
integración entre naciones, especialmente las postergadas y las sometidas.
Tengo
enormes esperanzas de que el pueblo argentino se convierta, al decir de Perón,
en algún momento que quiero imaginar no lejano, en “artífice de su propio
destino”.
Transitando
esa circunstancia en la que quien desea divisa el umbral tras el cual el deseo
es negado, dedicaré tiempo, entonces, a bosquejar una suerte de autobiografía.
Será
repasar y revisar mi vida, contar sobre ella a sabiendas de que se trata, quizá,
de la existencia de un incatalogable: esta categorización de mí no es de mi
propio cuño. De palabra y de hecho, en ese supuesto no lugar soy
habitualmente ubicado por quienes me conocen, por quienes tuve o tengo vínculos
de amistad, de pareja, de compañerismo militante y también por colegas,
dirigentes, referentes, alumnos.
A
menudo se dice de mí que soy incatalogable, como una persona imposible de ser
categorizada por los demás, como desconcertante, tanto como puede serlo un
ejemplar único de una especie ignota.
Me
interrogo si hay alguien clasificable, sometido inexorablemente a una etiqueta
o, invirtiendo la pregunta, si todo humano no es incatalogable, si no es cada
uno un espécimen único. Si esto último es cierto, entonces es la mirada la que
clasifica, la que ubica a alguno, a mí en este caso como incatalogable, y a los
otros como miembros de genéricos identificables. Es cierto que tiende a preferirse
participar de un conjunto que mostrar de sí lo que distingue y especifica.
Expondré
de un modo ordenado (o desordenado) sui generis, mezclando datos - todos
verificables - con rememoraciones, reflexiones, logros, frustraciones,
esperanzas, temores, alborozos, sinsabores, asociaciones libres y razonamientos
articulados. Lo haré sin atarme a un orden rígidamente cronológico.
Me inquieta
incurrir en egocentrismo, pero me consuelo pensando que al escribir acerca de
mí, inexorablemente me referiré a otras y otros seguramente más interesantes
que yo, al menos por sus intervenciones, por sus virtudes y por sus
caracterizaciones.
Si
los humanos porque somos humanos nacemos en el entramado social y en la demora,
en la insatisfacción y en la incertidumbre, pasando de la inmortalidad a la
conciencia de la finitud de la vida, contar sobre uno es relatar sobre muchas y
muchos, muchas y muchos contemporáneas y contemporáneos y también de otros
tiempos, muchas y muchos que están y tantas y tantos que ya no.
Si
la esperanza y el desaliento, si el logro y la frustración nos sumergen en una
especie de enredadera que trepa por paredes sólidas y, a la vez, frágiles,
hablar de uno es un intento que tanto puede resultar exitoso como fracasado.
¿Con
qué fines este quizá insólito ensayo de autobiografía? No tengo una respuesta acabada,
menos aún taxativa, ni siquiera firme; por ahora, sólo lo que expuse ya en este
Prólogo, pero lo percibo insuficiente. ¡Siempre es tanto más de lo que uno cree
lo que lo motiva a emprender algo!
Como
ya anticipé, me anima el impulso a testimoniar un espacio y una época. En una
de ésas motive a algunos de mis coetáneos a la reflexión y a algunos de las
generaciones que me suceden a conocer sobre un tiempo singular y a encontrar
algunas respuestas sobre preguntas en las que puede anidar la curiosidad, el
desconcierto, la vocación, el interés y hasta la desesperación por
explicaciones acerca de por qué estamos hoy como estamos. La Argentina afronta
la decadencia y son muchos los interrogantes que circulan al respecto,
interrogantes que están frecuentemente más cerca de la desolación que de la
esperanza.
Daré
a conocer, brindaré respuestas en la medida que me resulte posible, formularé hipótesis
sobre el pasado que me tocó vivir, obviamente, desde mi perspectiva.
No
tengo la pretensión de oficiar de historiador, no lo soy; soy un testigo.
En
una época en que la política parece tener tanto de carrera burocrática y
escalafonaria en la que hay que contar con patrocinios para llegar a posiciones
dirigentes y de gobierno, en una época en la que muchas y muchos, más que en la
genuina militancia, se forjaron en el arribismo y el oportunismo, al punto que
asistimos a un festival de conversos, debería ser interesante que alguien hable
desde otro lugar. Desde otro lugar, el de este texto, en el que escribiré no
únicamente sobre política sino sobre la vida misma en general, sobre mi vida
misma.
A
continuación, como capítulo I, la primera entrega de estos apuntes
autobiográficos.
Capítulo
I
Mis
primeros recuerdos se remontan al preescolar, en el barrio Sargento Cabral de
Campo de Mayo, lugar en el que vivíamos con mi madre, Julia, mi padre, Federico
y mi hermano menor, Carlos, porque mi viejo era suboficial del ejército. Nací
cuando mi madre contaba 21 años y mi padre, 25. Vine al mundo en el Hospital
Militar Central, el de la Avenida Luis María Campos, en Palermo.
Mi
padre había inmigrado del campo, del interior profundo de Buenos Aires, y mi
abuelo y un jefe suyo, al terminar la colimba, se pusieron de acuerdo para
obligarlo a ingresar a la escuela de suboficiales y prestar servicio.
Su
vocación era el teatro y el modo de ganarse la vida era, y hubiera querido que
fuera, el de dependiente de un comercio, viviendo en su pueblito natal por el
cual hasta el último día de vida sintió un amor que podría considerarse candoroso.
Mi
madre, porteña, queriéndolo y como pudo, lo acompañó toda su vida. Nos crio,
indudablemente, con amor.
Mi
padre era una mezcla rara de socialista y peronista, con pasado radical
yrigoyenista, con familia de origen que participaba de las mismas ideas.
Particularmente se destacaba un tío de él, genuinamente peronista, que tuvo
mucha influencia sobre mí y mi hermano.
Mi
madre era abiertamente antiperonista y de tradición radical, hija de una
gallega prácticamente analfabeta y de un castellano republicano, ateo y
socialista, que también dejó su impronta en mí. Este castellano aborrecía al
“generalísimo” Franco, el gran déspota de la península ibérica, el mismo que
los fachos hispánicos de hoy quieren reivindicar y resucitar, el mismo que encabezó
la tiranía que sojuzgó a España durante treinta y nueve años. Con semejante
antecedente debo decir que me perturba que afamados españoles “progresistas” y
de los otros, habitantes de un reino, nos vengan a dar lecciones sobre cómo se
debe encarar la política, cómo gobernar, cómo educar, cómo pensar, cómo proceder.
En
mi casa, tanto en la de mi familia nuclear como en la de la extensa, la
política estaba continuamente presente. Y se discutía; se discutía con pasión
cruzándose simpatías y posturas, incluso fanáticamente compartidas, con la
hostilidad que cobijan los antagonismos irresolubles. En ese ambiente nos
criamos con mi hermano desde el momento mismo de nacer, y quizá de antes.
Cuando
con el tiempo conocí, en la escuela, en el colegio, en los lugares de trabajo,
en la universidad, a tantas personas desinteresadas de la política y también a
tantas conservadoras, me desconcerté, me descoloqué porque lo natural era para
mí la política; el “apoliticismo” y la indiferencia eran pura ajenidad.
La
segunda guerra mundial había concluido antes de mi nacimiento y la tristísima
evocación de sus penosos sucesos flotaban en mi casa, tanto más cuanto mi
abuelo materno sufría intensamente por su España sojuzgada por el franquismo.
Con
los años asocié que mi repulsa visceral hacia el nazismo y el fascismo debió
incubarse entonces, dado el rechazo de mi familia por esas monstruosidades, por
esas aberraciones genocidas.
Mi
padre, además, era admirador de Zhukov, el general soviético, a quien
consideraba el más grande estratega de la segunda guerra al mismo tiempo que
asignaba al Ejército Rojo el rol protagónico en la caída del nazismo. Más
adelante, ya políticamente comprometido y consciente, acompañaría yo esa
opinión, dándole un lugar también relevante a las Resistencias de los pueblos –
francesa, italiana, griega, yugoeslava, alemana, holandesa, checa, etc.-.
También luego me enteré del papel fundamental de la resistencia argelina y de
cómo Francia había traicionado a la digna Argelia al no cumplir su promesa de
otorgarle la independencia al cabo de la guerra.
Rememoro
el preescolar como un momento y lugar de ensueño y del mismo modo recuerdo el
barrio Sargento Cabral y la pequeña casa que habitábamos: fueron escasísimos
años, los únicos en los cuales viví en el seno de un cuento de hadas. En cuotas,
que finalmente no terminaron de abonar, mi vieja y mi viejo me compraron los
veintitrés tomos de Monteiro Lobato los cuales fueron la continuidad, ahora más
simbólica, del cuento de hadas. Si habré devorado una y otra vez esos libros
que todavía me parecen maravillosos. Esos relatos de Salgari sobre los “tigrecitos”
de la Malasia, con Tremal Naik y Yáñez, bajo el mando de Sandokan, fueron
también material de lectura predilecta y cautivante en mi infancia.
Fue
entonces, en aquel barrio de suboficiales del ejército, cuando iniciaba la
escuela primaria, que un ramalazo sacudió mi alma candorosa, mi corazón
sensible, mi psique virginal: la muerte de Evita.
Quedó
grabado en mi memoria, como con el cincel de Miguel Ángel, el momento en el
cual, en la cocina, mi madre y mi padre, nos entretenían jugando, cuando se
interrumpió el programa radial (no teníamos tele ni sabíamos lo que era) y la
voz masculina sumamente grave del locutor de Radio Nacional emergió como desde
una catacumba: “Veinte y veinticinco, hora en que la señora Eva Perón, Jefa
Espiritual de los argentinos, ingresó en la inmortalidad”. Creo que se trató de
un mensaje no del todo fácilmente comprensible para un niño de esa edad, pero
vi que mi madre y mi padre se quedaron absolutamente estáticos, como una
lápida, se demudaban y…
Me
acuerdo que al día siguiente le pedí a mi padre que comprara todos los diarios
y así dediqué, no sé cuánto tiempo, a mirar, con una tristeza para mí hasta
entonces desconocida, una y otra vez las fotos que reflejaban la despedida de
Evita, de Evita la amada y odiada, la amada por una parte de mi familia y
conocidos, la odiada por otra parte de mi familia y conocidos, la Evita que,
según me contó mi padre ya él a su edad avanzada y yo a punto de ser abuelo, en
una de las veces que visitó el barrio Sargento Cabral hizo que mi hermano y yo
nos acercáramos a ella para acariciar
nuestras cabezas. La Evita que yo amé y que jamás dejé de amar.
No se
me escapa que hay algo de edípico según los simples términos freudianos en lo
que supone Evita para mí. Quizá un anclaje se encuentre en que, salvando todas
y cada una de las enormes diferencias entre la una y la otra, Evita y mi madre,
en aquel mi lejano imaginario infantil se fundían: por empezar, había seis años
de diferencia (mi madre era de menor edad) y, además, ambas eran intensamente
pasionales.
Obsequios
y juguetes que la Fundación nos había hecho llegar habían iluminado nuestros
primeros años; la Fundación lo seguiría haciendo luego.
Meses
antes del deceso de Evita, jefes militares que respondían manifiestamente a los
sectores más reaccionarios, se habían alzado contra Perón: setiembre de 1951.
Recuerdo borrosamente que mi madre, mi hermano y yo nos refugiamos en la casa
de una vecina y amiga con su pequeño hijo. Los maridos, mi padre y el de esa
vecina, estaban acuartelados y, presumiblemente, combatiendo.
Las
noticias eran aterradoras: que bombardearían nuestro barrio, el de suboficiales,
que había derramamiento de sangre, que había muertos y la más funesta para
nosotros, según contaba mi madre: que habían matado a mi padre. Afortunadamente
casi nada de eso sucedió y, mi padre, no estuvo en situación de riesgo severo:
el enemigo, bastante rápidamente, se había rendido y había habido pocas bajas. Desde
luego, mi padre, con sus compañeros suboficiales, había defendido al gobierno
peronista.
Como
en esos saltos en el relato que hacen la literatura y el cine, mi siguiente
recuerdo es el de tipos rapados, muchos compañeros y amigos de mi padre,
subiendo al tren, no recuerdo en qué estación (quizá Martín Coronado del
ferrocarril Urquiza o Hurlingham del San Martín), castigados, enviados a
Covunco, en Zapala.
Con
los años supe que Perón podría haber ordenado la pena de muerte, al menos, para
los jefes del golpe: el ancestro Benjamín Menéndez, Agustín Lanusse, Julio
Alsogaray, hermano de Álvaro, y Manuel Reimundes, entre otros. Curiosa y tristemente,
un hijo de Julio, Juan Carlos, combatiente montonero, fue abatido en el marco
del Operativo Independencia comandado por Bussi, en los montes tucumanos en
1976.
En
el barrio, la muerte de Evita fue conmemorada durante un mes, según recuerdo:
todos los días, a las veinte y veinticinco, se celebraba una misa y se rendía
el tributo de silencio. Los participantes portaban velas encendidas en un
entorno de total oscuridad. Para mi mirada de párvulo era
impresionante, me compenetraba de un modo difuso con la muerte asociándola con
la noche total. Me sentía entre curioso, apesadumbrado y diminuto entre tantas
personas y velas, únicos destellos en medio de la oscuridad absoluta.
El
golpe del 51 y la conmemoración por la muerte de Evita fueron detonantes de
peso para que mi madre impulsase a mi padre a pedir la baja.
Así,
en situación de precariedad económica, ya que mi viejo al solicitar la baja
había renunciado de hecho a toda indemnización y salario, nos mudamos al PH que
alquilaban mis abuelos maternos en la Capital, en el barrio de Villa
Pueyrredón.
Allí,
en ese pequeño departamento, que contaba con sólo una habitación en su planta
baja y dos cuartos muy pequeños en una suerte de reducida planta alta nos
hacinamos en uno solo de tales cuartos ínfimos, mi madre, mi padre, mi hermano
y yo. Mi hermano y yo dormíamos juntos, en posiciones opuestas para caber, en
un catre militar, sin colchón y con sólo una manta en invierno. El otro cuarto
lo ocupaba el hermano menor de mi madre, mi tío Paco, con el cual nos unió
siempre un cariño entrañable.
Conocimos
los dulzores de la convivencia, con mi abuela, Manuela, y mi abuelo, también
apodado Paco, los domingos de la familia extensa: también padecimos las
penurias de ese convivir, los altercados de los que parece que no se vuelve
nunca, con la consiguiente reclusión en el estrecho cuarto, del cual salíamos
para ir a la escuela, la Álvarez Thomas, una muy digna escuela pública.
Nuestra
escuela pública fue siempre objeto de valoración, de alta estima, de admiración
por parte de toda mi familia y, por supuesto, de mí mismo.
Fui
un buen alumno, llegué incluso a sobresalir terminando como abanderado, pero
también conocí los rigores de la injusticia, el maltrato de una docente, el
cual era compensado por la que recuerdo como mi mejor maestra, Marta Beovide, a
quien rindo homenaje.
Vivía
como un chico pobre, era un chico pobre. La lectura compensaba mis
frustraciones, todo indica. Mi abuelo era canillita, tenía su parada en la
estación del Ferrocarril Urquiza, en Av. San Martín y Gutenberg. Gracias a ese
trabajo de mi abuelo leía diarios y revistas infantiles y, también, seguía
leyendo una y otra vez a Monteiro Lobato y también libros de mi padre, que, si
bien eran para público adulto, yo me lanzaba sobre ellos. Recuerdo cuando, a
mis once años, mi viejo me sorprendió leyendo “El retrato de Dorian Gray”, la
novela de Oscar Wilde: enfurecido, me la quitó de mis manos, alegando que era
una lectura inapropiada para mi edad.
Mi
padre tenía su biblioteca en una escalera de la vivienda de mis abuelos, en
donde residíamos en ese cuarto minúsculo. Una escalera que llevaría a una
terraza o a un altillo, nunca lo supe, pero por cierto lo más paupérrimo e
inapropiado para contener libros. Una dolorosa experiencia fue la de ocuparme
con mi hermano, a mis once años, por encargo de mi madre, de la venta de muchos
de esos libros a un librero de usados del barrio, para hacernos con unos pesos
para que pudiéramos comer. Jamás mi padre, por indicación enérgicamente expresa
de mi madre, se enteró; daba pena verlo cada tanto buscar algunos de sus libros
que se habían vuelto inhallables.
La
calle era una atracción irresistible. Nos escapábamos con mi hermano para
juntarnos con los pibes del barrio a jugar a la pelota y también para otros
entretenimientos. Desde luego, teníamos nuestras riñas callejeras, a menudo
sumamente violentas e incluso con participación de padres maltratadores que nos
amenazaban fieramente.
Ya,
con anterioridad, en el barrio Sargento Cabral pasábamos bastante tiempo en la
calle y eso continuó cuando vivimos en casa de mis abuelos. Por lo tanto, la
calle está metida en mis venas y también me costó, y aún me cuesta, comprender
a los que les falta conocer el barro.
En
ese entonces, la calle donde vivíamos con mis abuelos era de tierra, así que lo
del barro no es retórica; un tiempo después, aún con el peronismo en el
gobierno, llegó el asfalto.
Por
otro lado, parte de las vacaciones las pasábamos en el pueblo natal de mi
padre, en casa de mis abuelos paternos; las calles aún eran de tierra, y
estando en ese pago, habituábamos vivir también en medio del campo, en un
puesto de estancia a cargo de un tío, peón rural desde luego, o en una huerta
precaria de unos tíos abuelos, uno de los cuales, Ernesto Mañana, contribuyó a
mi formación política desde temprana edad. Este viejo había sido caudillo
radical yrigoyenista, había enfrentado a los conservadores en la década infame,
y fue de los primeros peronistas a partir de los 40. Él me introdujo en el
revisionismo histórico, el cual hoy adopto relativamente, pero esa introducción
fue también decisiva para que aprendiera a ver que el mundo no es lo que se
cuenta.
Cuánto
amor por la política, cuánto conocimiento personas como ese tío paterno o como
mi abuelo materno, trabajador del campo uno y pintor de brocha gorda,
inmigrante, devenido canillita, el segundo, tenían en su haber y cuánto
compartían generosamente: de eso me nutrí. Por otro lado, también mi padre era
muy informado; mi madre, contaba con una intuición, con una pasión y con una
vocación por la justicia encomiables. Así que a Julia y Federico les debo mucho
y, por cierto, que todavía los extraño.
En
esos primeros años, tres verdades peronistas se grabaron de modo indeleble en
mi memoria: “la verdadera democracia es
aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo
interés: el del pueblo”; “en la Nueva Argentina los únicos privilegiados son
los niños” y “la tierra es para quien la trabaja”. La segunda la recuerdo
inscrita en las cercas de madera de la plaza del barrio y las otras en el libro
de lectura escolar.
Otro
golpe para mi imaginación infantil, para mi inocencia y para mi sensibilidad
fue la ejecución de los Rosenberg, esposa y marido, en los EEUU de Washington.
Seguí, a esa corta edad, junto con mi familia, por la radio y por los diarios,
el juicio y la trágica culminación: la silla eléctrica. Para mi sensibilidad de
niño era un crimen aberrante por parte de un estado, algo que asocio con crimen
de lesa humanidad. Después sabría en detalle qué imperialista era ese país,
quién fue McCarthy y qué fue el maccarthysmo, cuánto racismo anidaba en esa
sociedad, cuánta injusticia la atravesaba y cuánta imponía en todo el planeta.
Ya
en esos tempranos años sentía que ese país nos odiaba, que nos quería someter.
Jamás creí que los EEUU de Washington fuera una democracia, jamás. Si en algo
las dos alas de mi familia acordaban totalmente, la peronista y la
antiperonista, era que los EEUU de Washington y Gran Bretaña eran potencias
imperialistas, que habían favorecido el triunfo del franquismo en España y que
habían apañado inicialmente al fascismo y al nazismo, a lo cual de una manera o
de otra se sumaban la URSS estalinista y la Francia claudicante.
El
asesinato de los Rosenberg repercutió fuertemente en mí, no sólo por la
ejecución del matrimonio, sino por el desamparo en el que quedaban sus hijos: a
mi manera, me ponía en el lugar de ellos, era como si sufriera con esos pibes.
Recuerdo
cómo crecía la virulencia, el desafío, la hostilidad entre el gobierno
peronista y su oposición. Recuerdo a gran parte de la iglesia católica
manifestarse contra tal gobierno. Y sobre todo recuerdo la terrible jornada del
16 de junio del 55, sus bombardeos espeluznantes y letales. “¡Cuánto dolor,
cuánto dolor!” (Rigoletto). Recuerdo
cómo se agudizaba el enfrentamiento en el seno de mi propia familia.
Cuando
años más tarde, sobre todo gracias a mi militancia, tuve clara noción de lo que
habían sido el fascismo, el nazismo y el falangismo, me pareció inaceptable que
se asociara al peronismo con esas calamidades.
Mi
abuelo proveía de los diarios a dos mujeres profesoras de piano, madre e hija, del
conservatorio Williams, una de cuyas filiales funcionaba en la casa señorial de
ellas, justamente frente a la parada de don Paco. Por cierta especial estima
que tenían por mi abuelo, quizá influidas por el culto de la solidaridad con
los que menos tienen, propio de las practicantes católicas, le propusieron
tomarme como alumno, becado.
Así,
a mis seis años, comencé a estudiar ese instrumento fantástico con el rigor de
ese conservatorio y, en particular, bajo la dura instrucción de la mayor, la
madre, la anciana profesora. Me sentía sapo de otro pozo y, a menudo, me
acometía un sentimiento amargo, que luego, años más tarde, pude identificar
como el propio de la humillación.
Para
Platón, la música es una propedéutica del conocimiento de la filosofía, hoy
diríamos de la ciencia. Sin duda, lejos estuve de ser un virtuoso, ni siquiera
un pianista pasable, pero la música, aprendida a edad temprana, los acordes de
Bach, Czerny, Beethoven y Chopin, el Hannon y lo creado por otros grandes
compositores, ayudaron a preparar mi espíritu para una insaciable búsqueda de
la armonía, no en el sentido ingenuo del término, sino en su acepción sintónica
con la ciencia: vincular, articular, componer los datos, los
interrogantes, las ideas, los conceptos
que inicialmente se nos muestran inconexos.
Estas
profesoras eran recalcitrantemente antiperonistas y formaban parte de la crema
de Villa Devoto: para ellas y para sus discípulas y discípulos, yo era el chico
pobre, vulnerable, digno de compasión. En mis entrañas quedó fijado el desdén
punzante de una compañera bonita por la que yo me derretía y ensoñaba.
Cuando
cursaba el último grado de la escuela primaria, tuve mi bautismo de fuego en la
lucha política: junto con mi familia en su totalidad, peronistas y
antiperonistas, asumí activamente la defensa de la enseñanza pública, laica y
gratuita, en contra de la iniciativa del gobierno de Frondizi; orgullosamente
portaba en mi pecho la cinta morada. Del otro lado, los partidarios de la
enseñanza “libre”, la privada, la confesional, la elitista, los que usaban la
cinta verde. En ese conservatorio sólo yo llevaba la morada; todos los demás
exhibían altivamente la verde.
Un
par de años antes, la resistencia peronista da una gran batalla con el general
Valle a la cabeza. Derrotada por la dictadura cívico militar, encabezada en ese
momento por los milicos Aramburu, el general, y Rojas, el almirante -quienes ya
habían destronado a su par, Lonardi – ordenan los fusilamientos en masa del año
56.
En distintos puntos se produjeron esos actos de derramamiento de sangre digna: en
la penitenciaría de Av. Las Heras - en donde hoy se encuentra el parque con
esquina Salguero -, fusilaron a Valle junto a otros dos militares peronistas.
En José León Suárez y en Lanús se fusilaron civiles y en predios castrenses a
numerosos militares, muchos suboficiales de baja graduación. Sobre esto cuenta Rodolfo
Walsh en su “Operación masacre”.
Esos
crueles y penosos castigos irreversibles tuvieron gran repercusión en la
población y también en mi familia, en su totalidad dolorida, incluyendo a los
no peronistas o antiperonistas. Entre los fusilados había quienes fueron
compañeros de mi viejo durante su vida militar, y a quienes mi madre conoció:
nunca había visto llorar tanto a mi vieja. Mis familiares peronistas o se
encerraban en su dolor o buscaban refugio o pasaban a la clandestinidad. Además,
el coronel Cogorno, también fusilado, era vecino y compañero de tíos con los
cuales manteníamos un vínculo muy cercano y cariñoso.
Mientras
tanto, los antiperonistas, especialmente los pitucos, los señores y los
señoritos, así como las señoronas de andar altanero, celebraban. De nuevo,
cuánto dolor.
Es
difícil de comprender por qué esas personas que aplaudieron bombardeos contra
la población, fusilamientos sin juicio ninguno de militares y civiles jugados
por la causa popular, repudiaron y repudian con tanta energía, por ejemplo, los
ordenados por los revolucionarios cubanos o el justo castigo a quienes
conspiran, de modo abiertamente ilegal, contra gobiernos populares. Algo no
cierra.
Ese
levantamiento de 1956, casi inaugural de la resistencia peronista, no habría
sido aprobado por Perón; distintas versiones circulan, pero entiendo que el
“General”, exiliado, con escasa capacidad de maniobra, consideró la
inoportunidad y el enorme riesgo de una derrota en manos de sanguinarios. Además,
para Perón el éxito o la esperanza se cifró siempre en el Movimiento y en la más
amplia movilización popular.
Ya
en el nefasto golpe del 55, los furibundos antiperonistas, de ambos géneros y
distintas edades, habían salido a la calle a celebrar. Recuerdo que en Córdoba
las damas salieron a la calle con escobas “para barrer a los peronistas”.
El
peronismo fundacional, el movimiento creado por Perón, transformó a la Argentina.
Perón tenía una conciencia nacional sin parangón y había entendido que los
trabajadores, sobre todo sindicalizados, constituían una fuerza política
irrefrenable que podía articularse con la nación.
Perón
era conductor y estrategia, “aficionado a la política” según manifestó varias
veces. Como tal definía objetivos, como la grandeza de la nación y la felicidad
del pueblo, a los cuales hay que entender articulados: nación y pueblo están
intrínsecamente unidos, constituyen una misma matriz. Las tres banderas,
soberanía política, justicia social e independencia económica, se desprenden de
tales objetivos.
Sobre
la base de la determinación de objetivos cobra existencia el enemigo: el
peronismo no se identifica por el enemigo ya que éste es emergente de lo que el
movimiento nacional y popular se propone.
Las
grandes potencias dominantes de entonces definen a Perón y el peronismo
fundacional como enemigo: este punto es decisivo para entender a este
movimiento. Ya Churchill había clamado para que la Argentina se mantuviera como
país sometido y su hostilidad hacia el peronismo era de tal magnitud que
celebró de viva voz en el Parlamento británico la caída de Perón en el 55.
El
peronismo no sólo transformó en esos años, haciendo de la Argentina un país
lanzado al desarrollo, con soberanía, justicia social, independencia económica,
sino que también adoctrinó, inculcó la conciencia de los derechos en el pueblo,
en cada trabajadora y en cada trabajador. Cuando Perón fue depuesto, teníamos
definitiva y categóricamente un pueblo.
El
tango, el folklore, la música clásica y la española me envolvían. El tango era
el género predilecto de mis tíos maternos mientras que el folklore de mi padre
y su familia de origen. La música popular española estaba muy presente por mis
abuelos maternos y también mi madre, que disfrutaban de Lolita Torres, Lola
Flores y Miguel de Molina. La música clásica era escuchada por mi padre y era
materia obligada en el conservatorio, lugar en el cual se aborrecían los otros
géneros que menciono, considerados “populacheros” y extraños al Parnaso.
En ésa,
mi casa de la niñez, Gardel era idolatrado, se le rendía el culto que los
creyentes tributan a los santos. También grandes directores, compositores y
cantantes de tango eran admirados y escuchados; cito a algunos: Troilo, di
Sarli, Canaro, De Ángelis, Azucena Maizani, Agustín Magaldi, el que fuera amigo
de Evita justamente, Ignacio Corsini, Héctor Mauré, Cadícamo. A esa edad,
penaba por no haber podido conocer a Gardel y ya de niño -y a lo largo de mi
vida- vi sus películas, algunas varias veces. Aún hoy la voz de Gardel me
conmueve hasta los tuétanos; mis tíos, especialmente Paco, tienen mucho que ver
con ese sentimiento.
También
algunos de mis tíos admiraban a Pugliese y se debatían entre tal admiración y
su adhesión a Perón y el peronismo. Ese conflicto que sobrellevaban mis tíos,
en lo personal e interpersonal, estaba originado por ser Pugliese objeto de persecución del
gobierno peronista, lo cual derivó en que varias veces el compositor y director
de orquesta fuera encarcelado. Recuerdo aún pintadas en las que se pedía
“libertad a Pugliese”. Cuento al pasar que, en su retorno, Perón compartió
gustosamente, en 1973, una mesa con Pugliese y que aquél le pidió perdón a lo
cual el músico respondió: “por favor, general, todo eso está ya olvidado”.
Como
puede deducirse, según lo que comenté antes acerca de cómo eran considerados
los distintos géneros en el conservatorio, de lejos viene una frontera
insalvable, que de una manera o de otra se da en todos los continentes, entre
las élites y lo popular; una divisoria de aguas entre quienes, aun cuando
carezcan de blasones, buscan aproximarse a las primeras y quienes asumen
dignamente su pertenencia. Este último es el lugar por el cual opté a lo largo
de toda mi vida.
Lo que aprendí en mi temprana edad es que cuando el desposeído
se entrega al cielo de los poderosos no lo anima tanto llegar a ser como ellos
sino que lo calma la seguridad de sentir que tiene un lugar prefijado y estable,
el de esclavo.
También
el fútbol penetraba mi vida cotidiana: desde el picadito en la lleca con la
pelota de trapo hasta la escucha de las transmisiones radiales de los domingos.
Entonces los partidos de la Primera División se jugaban sólo los domingos por
la tarde.
De nuevo, mi entorno familiar favorecía ese interés por este deporte.
Para más, dos primas segundas de mi madre eran esposas de Pontoni y de Boyé,
dos de los grandes futbolistas de entonces, con quienes nos encontrábamos muy
ocasionalmente en alguna celebración familiar y, sobre todo, en velorios.
Años
después, mi padre me contó que justamente por esa vinculación, el incomparable
José Manuel Moreno, el mejor del mundo entonces, había estado en su casamiento.
Huelga decir que mi padre falleció, en 2011, considerándolo el mejor de todos
los tiempos.
El automovilismo
deportivo también era pasión: Fangio, los hermanos Gálvez, Froilán González,
Marimón - muerto en Nürburgring a los 30 años a bordo de una Maserati -.
Según
mis recuerdos, Maserati y Mercedez Benz eran las grandes marcas de
automovilismo deportivo F1 de entonces, así como Ford y Chevrolet las de uso
masivo. Las dos primeras tenían sus fanáticos, enfrentados, del mismo modo que
las dos segundas.
Raramente
íbamos al cine, el hace décadas inexistente cine “Devoto”, generalmente para
ver películas argentinas, españolas y de los EEUU de Washington, con todas las
cuales me aburría soberanamente. Afortunadamente, mi abuelo nos llevó a mi
hermano y a mí un par de veces a ver a Chaplin; también el Gordo y el Flaco.
Los dos actores ingleses, Chaplin y Laurel, sus personajes, me encantaban, me
divertían y me conmovían.
En
los años del peronismo fundacional se respiraba mucha vida, yo la respiraba al
menos. Sentía la pujanza y también, a mi manera, el lugar de nuestro país en el
mundo, en lo cual el deporte jugaba un rol decisivo.
Recuerdo
cuando desde Tokio, luego de derrotar al japonés Yoshio Shirai por la categoría
mosca, Pascual Pérez dedicó el triunfo a Perón.
Cuando
comencé este capítulo me referí a mí como incatalogable; creo que esa
calificación bien puede atribuírsele también a la Argentina y al peronismo
fundacional. Si es que tal categoría tiene sentido.
Antes
de terminar la escuela primaria, mi abuelo materno, con quien convivíamos como
ya conté, enfermó. Con la ayuda de mi hermanito, tuve que hacerme cargo de la
parada de diarios y revistas. Todas las madrugadas, a eso de las tres y media
de la mañana, esperábamos la llegada del picotero, nombre con el que se conocía
entonces a quien llegaba en el camión con los paquetes de los diarios. Una vez
en nuestras manos, los acomodábamos para salir a repartirlos de acuerdo a un itinerario
fijo, dejándolos, por debajo de las puertas, en los domicilios de los clientes
de mi abuelo. Según recuerdo, se trataba de alrededor de trescientos hogares,
lo cual nos insumía cuatro o cinco horas por día, todos los días.
Desde
entonces, jamás dejé de trabajar.
Todavía
hoy rememoro esas jornadas, del mismo modo que con tenacidad me invaden los
recuerdos de momentos felices y de circunstancias dolorosas, entre las cuales
las experiencias de humillación ocupan un lugar relevante. Sobre todo, me
golpea haber presenciado en varias ocasiones cómo fue maltratado mi padre,
aunque su fortaleza de ánimo parecían hacerlo invulnerable. Como una carambola,
ese maltrato se volvía sobre nosotros, mi hermano y yo, en la forma de castigos
excesivos. Esto no quita que por mi vieja y por mi viejo, a esta altura de mi
vida, tenga únicamente sentimientos de enorme y profundo cariño e, incluso,
admiración. También especial mención hago de mi hermano con quien tan intensamente
compartí mi infancia y, por supuesto, después como ya iré narrando.
No
guardo rencor ni resentimiento, en absoluto, por nadie con quien haya interactuado
o compartido. Sólo cuento todo lo que
cuento porque hace a la vida de uno y, de alguna manera, a la vida de otras y
de otros, de cómo era entonces la sociedad y, en cierto modo, de cómo sigue
siendo. En el balance, gana de lejos mi entusiasmo por vivir, mi satisfacción
por lo que he vivido y mi reconocimiento por quienes amé y amo, por quienes me
amaron.
Lejos
estoy de haber agotado en estas páginas mis recuerdos infantiles, muy lejos.
Sólo conté lo que más fácilmente acudió a mi memoria y lo que quizá me parezca
lo más relevante.
En
la siguiente publicación de estos apuntes volveré sobre mi infancia y continuaré
con el comienzo de mi adolescencia, el inicio de la enseñanza secundaria, mi
vida laboral de entonces y, sobre todo, mi militancia que entiendo es lo más
relevante y lo que puede ser de más interés.
Rubén
Rojas Breu
Buenos
Aires, setiembre 30 de 2019
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