martes, 4 de febrero de 2020

MI DETENCIÓN, PROCESAMIENTO Y PRISIÓN COMO MILITANTE POLÍTICOS A MIS 19 AÑOS






Rubén Rojas Breu
 

MI DETENCIÓN, PROCESAMIENTO Y 
 
PRISIÓN COMO MILITANTE POLÍTICO A 
 
MIS 19 AÑOS

                                                        “El sueño es la libertad del preso”
                                                   Dicho canero 
 
 
SOMERA INTRODUCCIÓN SOBRE LA SITUACIÓN QUE AFRONTO HOY
 
 

SOLICITUD SIN RESPUESTA DEL MINISTERIO DE JUSTICIA DE LA NACIÓN POR BENEFICIOS QUE ME CORRESPONDEN POR LEY POR MI INJUSTIFICADO ENCARCELAMIENTO POR MI MILITANCIA ESTUDIANTIL AÑO 1966

 

El 8 de setiembre de 2014 ingresé, como corresponde, por ANSES, la solicitud de beneficios que me otorgan las leyes reparatorias 26.913 y 26.564.

Se trata de indemnización por todo el período que estuve injustificadamente preso y de pensión graciable. Estas leyes rigen desde hace mas de siete años votadas por el Congreso de la Nación.

De tal manera, hace SEIS AÑOS y medio que inicié el trámite y hasta el momento el Ministerio de Justicia de la Nación NO se expidió, negándome así un derecho que me asiste inexorablemente.

Desde que presenté la solicitud presenté todas las pruebas, muchas más que las que se requieren para el trámite.

Presenté:

-         - Declaración jurada

-         -- Testimonios

-         - Copia del expediente judicial que estuvo a cargo del Juzgado Federal de la Nación nº 4, entonces a cargo de Miguel Ángel Inchausti en donde constan los motivos políticos por los cuales fui procesado.

-         - Certificación de mi encarcelamiento expedida por el juzgado Federal Nº 4 hoy a cargo del juez Ariel Lijo,

-         - Copias certificadas por la Hemeroteca de la Legislatura de CABA de las crónicas sobre mi detención y procesamiento publicadas por Clarín, La Nación y el hoy inexistente diario La Razón.

-  Mi defensa estuvo a cargo de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre por medio de los abogados Alejandro Teitelbaum y Nelly Minyerski, coordinados por el Dr. Alberto Pedroncini.

Además, me asiste el derecho a reclamar por haber sido víctima de apremios ilegales y tormentos.

 

Actualmente, desde hace más de un año, se encuentra a la firma de un juez de la Nación, fuero Seguridad Social, un amparo para que el Ministerio se expida. Este amparo se demora a causa de la feria judicial determinada por la pandemia.

 

A continuación mi descripción acerca del título de este artículo, o sea mi detención, procesamiento y encarcelamiento por mi militancia política estudiantil.

 


¿Por qué ahora escribo sobre este tema?

El disparador de esta publicación consiste en que los diez rugbistas acusados por el homicidio de Fernando Báez Sosa fueron alojados en el Penal de Dolores lo cual dio lugar un descomunal despliegue mediático sobre las razones y condiciones de detención de estos integrantes de una patota en el citado lugar.

Creo oportuno contar mi experiencia como preso estudiantil político.

“No tiene nombre transitar por un penal para ver a un hijo” declaró el padre de uno de los rugbistas acusados de asesinar a Fernando Báez Sosa, Marcial Thomsen, sin caer este señor en la cuenta que lo que no tiene nombre es asesinar con el único propósito de hacer valer la arrogancia y la fuerza, con el formato de la manada, sobre la dignidad y la indefensión de un buen chico.

Me viene a la memoria lo que mi vieja, mi viejo, mi hermano y otras personas, familiares, compañeros y amigos, penaron por mi encarcelamiento dictado por la más encomiable, la más ensalzable de las razones: el compromiso con la lucha política al servicio de la causa nacional, popular y de los trabajadores. 

Enunciado el disparador, les cuento a la lectora y el lector, que los motivos principales para escribir esto son:


  • contribuir a la verdad histórica sobre un período de nuestra historia relativamente reciente, concretamente los 60,

  • hacer saber sobre cómo es, o cómo era entonces, la vida de un preso político en un penal, sobre lo cual no se habla, más allá de comentarios sobre la exterioridad de un acontecimiento de tal índole.

Es decir, yo fui preso por mi militancia, preso por una causa digna, la más digna y honrosa, una causa que contrasta de punta a punta con el comportamiento criminal de quienes cometieron el asesinato de un chico, un muy buen chico, en Villa Gesell. 

Estos rugbistas tienen entre 18 y 20 años. Justamente yo tenía 19 años cuando fui encarcelado, siendo el preso político más joven del país. 

Era militante de la Fede (FJC) y del Movimiento Reformista en la Facultad de Medicina de la UBA.

Me parece que para la lectora y el lector que se interesen en este artículo quizá les sirva para saber cómo fue la vida en la cárcel de un chico de 19 años hace ya más de cinco décadas. 

Fue en el año 1966.

Estos jóvenes rugbistas están encarcelados en el Penal de Dolores, ingresados en un pabellón destinado sólo a ellos.

Yo fui encarcelado en el viejo Penal de la Avenida Caseros, barrio de Parque Patricios, de la ciudad de Buenos Aires. De ese penal quedan hoy solamente las ruinas, ya que fue desalojado hace años; existe el plan de demolerlo.

Estoy escribiendo una suerte de autobiografía con el título “APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS DE UN INCATALOGABLE”. 

Publiqué en este mismo blog hasta el capítulo IV que concluye con el término de mi ciclo secundario en el Bachillerato en Sanidad.

Estoy ahora empezando a escribir el capítulo V, por lo cual mi prisión sería tema del VI o VII. 


Quiero dejar muy en claro que lo que padecí con mi encarcelamiento y todo lo que vino después es infinitamente menor que lo sufrido por tantas y tantos compañeras y compañeros secuestrados, desaparecidos y/o asesinados por las dictaduras, incluida la peor de todas, la dictadura cívico militar terrorista de estado y genocida. Lo mío tampoco se equivale, en lo más mínimo, con los padecimientos de las víctimas del holocausto del nazismo, los presos de Guantánamo y de tantas y tantos que desde del comienzo de la historia de la humanidad han sido víctimas de tanta crueldad, incluyendo a nuestros pueblos originarios con la conquista europea.

Así que no mi victimizo. Al contrario, ya que yo puedo contar. 

Y lo hago como testimonio histórico, como aporte a la verdad histórica, como relato que permita atisbar en algo lo que habrán sufrido aquellas y aquellos compañeras y compañeros. Este, mi relato, lo siento también como un homenaje, minúsculo homenaje, a ellas y a ellos. 

Paso a contar.


Historia personal previa a mi detención

Como dije, ya escribí cuatro capítulos de mis “Apuntes autobiográficos”.

Allí destaco que comencé mi militancia política en el último grado de la primaria, con motivo de la lucha por la enseñanza laica, pública y gratuita. Desde entonces, desde mis doce años, jamás dejé de militar. Tampoco dejé nunca de trabajar, ya que, siendo de familia humilde, comencé a laburar a los once años.

Me afiliaron a la Fede en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde comencé con mi activismo, y seguí mi militancia en el Bachillerato en Sanidad (BES).

En ese período, mi adolescencia, fui responsable político del círculo del BES, fundador y presidente del Centro de Estudiantes, fundador de ligas estudiantiles y centros de estudiantes en la provincia de Buenos Aires, finalmente miembro del Comité Provincial de la Fede y vicepresidente de la Federación de Estudiantes Secundarios de Buenos Aires (FESBA). 

Vale aclarar que en todo ese período y durante años después, se militaba en la clandestinidad, la persecución policial era de práctica, el riesgo de caer preso o de ser muerto era alto. 

En 1965 ingreso en la Facultad de Medicina y me integro a la Fede de dicha facultad y, por supuesto, al Movimiento Reformista.

Rápidamente soy incorporado al área de Autodefensa de la Fede, lo cual me hacía militar en la clandestinidad dentro de la clandestinidad. Quiero decir que sólo los compañeros que compartían conmigo esa función sabían de mi condición; por lo tanto, el resto de las compañeras y compañeros no sabían que yo cumplía con esas tareas como militante, además de las que eran de carácter más público.

Reemplacé el trabajo que tenía hasta entonces por el de parrillero en el Centro de Estudiantes de Medicina (CEM).

Cada jornada, agotadora, estudiaba, cursaba el primer año de la carrera de Medicina, trabajaba y militaba. 

Estudiaba, trabajaba y militaba de lunes a lunes, no tenía descansos, salvo las noches en las que salíamos a bailar, a tener nuestros encuentros de pareja o ratos de fines de semana para jugar fútbol o ir a la cancha. 

En resumen, la militancia era para mí un compromiso pleno.

La tarea como compañero a cargo de la autodefensa incluía:


  • el cuidado de reuniones y asambleas dentro de la facultad, especialmente por el riesgo de ataques de las hordas nazifascistas,

  • la protección de las movilizaciones y los enfrentamientos con las fuerzas represivas, generalmente la Policía Federal,

  • el cuidado de locales del Partido, previniendo agresiones de fachos o de agentes de los servicios,

  • ejecución y protección en acciones callejeras diversas, incluyendo pintadas,

  • preservación de actividades políticas y asambleas en otras facultades, especialmente en Filosofía y Letras, además por supuesto de Medicina,

  • acto de repulsa al yanqui Walt Rostow, ferviente anticomunista, ferviente partidario del capitalismo acérrimo y funcionario del gobierno de Lyndon Johnson, en ocasión de que el mismo intentara dar una conferencia en la Facultad de Ciencias Económicas, lo cual fue impedido por un grupo de compañeros que yo encabezaba, circunstancia en la que logramos expulsarlo de un ámbito que debía ser respetado en su condición soberana,

  • acciones de inteligencia, de agitación y de fuerza sobre blancos enemigos, particularmente de propiedad o jurisdicción de los yanquis, tanto por la intromisión de éstos en nuestros asuntos internos, como por sus intervenciones en otros países sometidos, sobre todo de América Latina, por sus invasiones militares y por la guerra de Vietnam.

Muchas y muchos compañeras y compañeros de entonces, hoy no están. No están porque la casi totalidad de ellas y de ellos fueron desaparecidos y/o asesinados por la represión, particularmente por la dictadura genocida encabezada por Videla, Massera, Agosti y Martínez de Hoz e integrada y apoyada por quienes ya se sabe, por quienes son de público conocimiento.

Cuento ahora una información personal de interés para comprender qué sucede encarcelado, qué alteraciones se producen en uno, sobre lo cual me referiré más adelante: había concluido con una pareja, estábamos medio metidos con una compañera de curso y estaba por iniciar una nueva relación de pareja, muy en serio, muy enamorado. Veremos, entonces, más adelante qué pasa con esto.


Contexto histórico y político del momento de mi detención

Gobernaba el Partido Radical y el presidente era Arturo Illia.

Si bien es un gobierno que goza de buena prensa y propaganda actualmente, lo cierto es que se trató de un gobierno francamente antidemocrático y represor:


  • accede con sólo el 23% de los votos, ya que la mayoría peronista había votado en blanco,

  • el peronismo y la izquierda estaban proscriptos, no podían realizar actividad política ni presentarse a elecciones,

  • el gobierno de Illia mantuvo las proscripciones y la persecución,

  • la Resistencia Peronista y la militancia de izquierda eran muy activas a pesar de la represión,

  • impide el primer retorno de Perón, en el año 1964, quien queda varado con su vuelo en el Galeao de Brasil y forzado a regresar a España,

  • la generalidad de las movilizaciones obreras y estudiantiles eran reprimidas,

  • se vivía por debajo del bienestar que se había conocido con el peronismo,

  • este gobierno, el de Illia, resuelve apoyar con tropas la invasión yanqui contra Santo Domingo, para deponer a su presidente, el coronel Caamaño, quien se declaraba peronista y estaba a cargo de un gobierno popular democráticamente elegido,

  • el rechazo popular y, en especial, las numerosas movilizaciones de los estudiantes,  movilizaciones que me tenían como uno de sus adalides, obligó al Parlamento a desautorizar al gobierno de Illia a enviar tropas,

  • en la movilización estudiantil, de la cual yo formaba parte como miembro de la Autodefensa de la Fede, frente al Congreso de la Nación, una patota fascista asesina a nuestro compañero Daniel Grinbank, quien cae a mi lado.

Paro acá para no agotar a la lectora y al lector en la confianza de que lo descrito alcanza para hacerse una idea, aunque sea somera, de cuál era el contexto histórico y político, entre los años 63 y 66, años que fueron continuidad de lo que se daba desde el golpe fusilador de 1955 que derroca al gobierno popular y antiimperialista de Perón.

A todo esto, el mundo estuvo y estaba convulsionado.

Destaco:


  • la invasión con el aval del gobierno del dictador global Kennedy a Cuba, Bahía de los Cochinos, en la cual el gobierno y pueblo cubanos se alzan con la victoria,

  • la llamada “guerra de los misiles”, momento álgido de la guerra fría, cuyo escenario también fue la revolucionaria Cuba y que se dirimía entre los EEUU de Washington, con el dictador global Kennedy, y la Unión Soviética, encabezada por el post-estalinista Kruschov,

  • el enfrentamiento creciente entre la Unión Soviética y la República Popular China, presidida por Mao Tze Dung,

  • la invasión a Vietnam ordenada por Kennedy con la guerra consiguiente que se extendió unos doce años y culminó con la derrota humillante de los yanquis, quienes jamás ganaron una guerra aunque participan de todas e inician muchas invasiones bélicas.


A todo esto, la economía argentina empeoraba y, muy especialmente, se dio una situación dramática en Tucumán, provincia que ya en 1966 pasaba por una hambruna. 

Como datos de interés agrego que Palmero era el ministro de Interior, Zavala Ortiz era ministro de Relaciones Exteriores y que un joven Raúl Alfonsín adhería incondicionalmente al gobierno.

Por otro lado, Illia fue candidato de la UCR porque el presidente del partido, Ricardo Balbín, desistió de postularse por temor a perder ante una eventual fórmula rival que Perón apoyara, como ya había sucedido en 1958, año en que Frondizi-Gómez, de la UCRI, ganan las elecciones por el apoyo del “General”.

Subrayo que fui detenido, procesado y encarcelado por el gobierno radical encabezado por Arturo Illia.

Subrayo el dato porque a ese gobierno se lo elogia también porque durante su mandato no habría habido presos políticos, una mentira flagrante.

Yo fui preso político de ese gobierno, junto con el compañero que detuvieron conmigo, más otros dos compañeros que detuvieron a la semana siguiente más un sinnúmero de militantes políticos peronistas y de izquierda con quienes compartí la cárcel como contaré en siguientes puntos.

Así que afirmo de viva voz: el gobierno civil, radical, de Arturo Illia reprimió, torturó y encarceló a militantes políticos, trabajadores y estudiantes.

Es muy lacerante, muy lesivo para la psique y el espíritu haber sido preso político y que quienes disponen de poder lo nieguen y que a éstos se sumen el periodismo, dirigentes y ciudadanos en general, sea maliciosamente, sea ingenuamente, sea estúpidamente. Ese dolor se agrava cuando ese negacionismo es vehiculizado por quienes fueron en ese entonces compañeros de militancia y amigos (o supuestamente amigos).

Finalizo esta contextualización histórico-política destacando que se gestaba, bajo ese gobierno, un nuevo golpe cívico-militar, el que se concretaría en junio de 1966. Cómo se produjo ese golpe, encabezado por Onganía y que se autodenominara, pomposa y mentirosamente, Revolución Argentina, merece un análisis complejo, pormenorizado y en profundidad que todavía la Argentina se debe para entender, sobre todo, lo que vino después y que aún hoy nos condiciona.



Mi detención

El Centro de Estudiantes de Medicina tenía su sede principal en el interior de la facultad, una sede amplia a la que dábamos vida y uso intenso.

Como dije, además de ser uno de los ámbitos en los que militaba entonces, también era mi lugar de trabajo como parrillero, empleo por el cual percibía mi ingreso, importante no sólo para solventarme sino para contribuir también con la economía familiar.

El Centro tenía una dependencia en el subsuelo cuya entrada se ubicaba exactamente en la ochava de la esquina de Paraguay y Uriburu.

A poco de comenzado el año 1966, salimos de allí una noche junto con una compañera y un compañero para concurrir a un acto que se realizó en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales UBA encabezado por el decano de esta facultad, el Dr. Rolando García. Dicha facultad tenía entonces su sede en la Manzana de las Luces, sobre la calle Alsina, sede aledaña a la iglesia de San Ignacio y al Colegio Nacional de Buenos Aires.

El acto tenía por fines:


  • reivindicar la Reforma del 18, especialmente la autonomía universitaria, ya que se temía el advenimiento de un golpe,que acabaría con dicha autonomía, lo cual finalmente aconteció,

  • contribuir a que se frenara tal golpe cívico militar en marcha,

  • exigir al gobierno la ayuda de emergencia a la provincia de Tucumán, acuciada por el hambre, con la consigna “trigo para Tucumán”,

  • el repudio a la invasión yanqui a la heroica Vietnam.


Al descender las escaleras de la estación “Facultad de Medicina” de la línea D del subte, tipos de civil,  con armas en la mano, encañonándonos nos dan la voz de alto, esgrimiendo la condición de policías, pero sin exhibir ninguna identificación.
Los tres nos detuvimos, levantamos los brazos según sus indicaciones, y paso seguido nos esposaron a mi compañero y a mí. Uno de los policías, el que me esposó, tomó férreamente de la mano a nuestra compañera. 

A paso apresurado nos llevaron por la calle Uriburu a la esquina de la que habíamos partido y allí comenzamos a pedir auxilio. Téngase en cuenta que estábamos siendo detenidos por civiles no identificados. 

Acudieron compañeros que todavía no habían salido hacia el acto y comienza una pelea, en la que yo me trenzo fieramente con el policía que me tenía esposado, facilitando así la huida de nuestra compañera.

Rápidamente llegan al lugar patrulleros y el número de policías obliga a nuestros compañeros a buscar refugio en la facultad, vedada al acceso de la fuerza de seguridad; con mi compañero fuimos trasladados, violentamente tratados, a la comisaría 19, ubicada en la calle Charcas. 

Allí somos ingresados a los golpes al mismo tiempo que nos separan, por lo cual yo no volvería a ver por algunos días a mi compañero.

A mí, rodeado de policías, me hace un primer interrogatorio alguien trajeado (luego me enteraría que se trataba del comisario) el cual me grita, golpea reiteradamente y me vitupera en todas las formas, con insultos y por supuesto gritándome “comunista de mierda”, “subversivo hijo de puta” y todo el rosario que el lector y la lectora puedan imaginar. 

Subrepticiamente, extrae, en apariencia de mis ropas, una pistola calibre 45 que de ninguna manera yo portaba, lo cual quedará claro en la tramitación de la causa. Es decir, me fue plantada; así que la policía, tal como se la conoce hoy, no inventó nada.

El siguiente paso fue tirarme en una celda, toda de cemento y oscura, totalmente oscura, sin luz. Me arrojan al piso y ahí me dejan.

A cada rato vienen distintos policías para llevarme a alguna dependencia de la seccional para interrogarme, negándome a dar respuesta, tal como había sido aconsejado cuando fui instruido por compañeros para el caso de que fuera alguna vez detenido. 

Cada uno de esos interrogatorios era súbito, imprevisto, en horas del día o de la noche. Yo había sido despojado de reloj y de toda pertenencia. No tenía idea, a partir de cierto momento, en qué comisaría estaba, ni qué día era ni la hora. Si me dormía, me despertaban para llevarme a un nuevo interrogatorio.

En cada interrogatorio me golpeaban, uno o más agentes, al mismo tiempo que me insultaban. Me negaron el derecho a tomar contacto con abogado y por supuesto me tenían absolutamente incomunicado.

Les recuerdo: esto sucedía bajo el gobierno del “honesto y democrático médico de pueblo” Arturo Illia, idolatrado ya entonces por Raúl Alfonsín y detestado por su jefe político Ricardo Balbín, internas radicales que le dicen. 

Desde luego, yo estaba preocupado por mi madre, por mi padre, mi hermano, mi hermana, amigos y compañeros, mis abuelos y otros familiares. No podía saber nada de ellos y me inquietaba cómo estarían de preocupados por mí.

Días después, un domingo, en un auto sin identificación, “totalmente civil”, nos trasladan conjuntamente con mi compañero, esposados, tres canas impasibles, con cara de ogros y mostrando toda su hostilidad hacia nosotros. Mi compañero tenía 22 años y yo, les recuerdo, 19.

Fuimos a parar a lo que entonces se conocía como Coordinación Federal y, dentro de ese edificio, a la Dirección de Informaciones Policiales Antidemocráticas, la tristemente célebre DIPA: redundo, gobierno de Arturo Illia. 

Coordinación Federal y, por lo tanto, DIPA se ubicaban en la calle Moreno exactamente enfrente del Departamento Central de Policía (lo supe después ya que nunca me dejaron ver por dónde transitábamos).

Allí somos enjaulados en celdas de unos dos metros cuadrados, totalmente despojadas. Acostado en el piso, yo entraba a presión, con lo justo; el ancho del calabozo no llegaba a duplicar mi propio ancho de cuerpo. 

En el mismo sector había otros militantes estudiantiles, cada uno en su calabozo, todos de la facultad de Derecho.

Curiosamente, recalco “curiosamente”, ellos son dejados en libertad a las pocas horas, habiendo participado del mismo acto al que estábamos concurriendo nosotros. Es decir, por el mismo motivo por el cual fueron casi de inmediato liberados, nosotros quedamos presos todo ese año, todo ese largo año.

Me sigo alegrando por su suerte, pero no dejo de preguntarme sobre el porqué del trato diferenciado.

En DIPA, era sustraído con frecuencia del calabozo, sin tener noción de día ni hora.

Me llevaban a una sala en la cual era interrogado por cuatro o cinco energúmenos; casi todos ellos, me gritaban, insultaban, me preguntaban con tono perentorio y a los gritos. También me golpeaban, hasta caer al piso con silla y todo. Se valían del reflector sobre mis ojos, el cual lo prolongaban por no sé cuánto tiempo, hasta que quedaba casi sin visión.

Y la típica: se intercalaba el que hacía de “bueno”, el que me pedía que declarase por mi bien, por mi familia. El que jugaba ese rol adoptaba una voz meliflua, me hablaba de cerca o al oído, me advertía que si él no los frenaba los otros me picanearían hasta darme muerte, etc. Agregaba a veces que ellos respondían directamente al Comando en Jefe de la Marina. 

El elenco de esos cuatro o cinco bestias cambiaba en cada interrogatorio. Por supuesto, no recuerdo ninguna cara, pero sí sus cuerpos, algunos corpulentos, otros casi esmirriados, todos brutales. 

En una ocasión, uno de los carceleros, de la Federal, uniformado, ingresó en mi estrecho calabozo y me molió a golpes con el machete, el famoso “palo”, el que, según Mafalda, se usa para “abollar ideologías”. Quedé como Don Quijote después de ser golpeado por los brutos de la posada. 

En todos los interrogatorios me mantuve en silencio, no canté nada de nada y, eventualmente, respondía con preguntas tal como había sido instruido. La que recuerdo es que cuando me preguntaban por cuál era mi lugar en el partido, yo contestaba “¿qué partido?”.

Finalmente, días después fuimos trasladados en un camión celular a Tribunales, calle Lavalle, entre Uruguay y Talcahuano si recuerdo bien. No veía exteriores.

A partir de entonces los traslados en camiones celulares pasaron a ser una rutina. Eran traslados terribles: uno viajaba necesariamente de pie de un habitáculo y con el temor de que el vehículo podría volcar en cada momento, sobre todo cuando percibía que giraba. Daba para entrar en pánico. 

Fuimos a la alcaldía de Tribunales, lugar, allí me enteré, al que llamaban la “leonera” porque es una suerte de jaulón en donde juntan, hacinan, decenas de presos de toda índole, durante horas, hasta ser llevados ante el juez o el que estuviera a cargo en el juzgado. 

Luego me trasladaron a un calabozo, también puro cemento, con el piso para dormir. 

Ni me acuerdo si comí o qué comí durante todos esos días.

Una vez en el juzgado negué todo lo que se me imputaba: “intimidación pública”, “portación de armas de guerra”, “actividad subversiva”. De golpe me acusaban de comunista, de golpe de trotskista. Me hacían ver panfletos que no eran míos para atribuírmelos, fotos de supuestas armas que yo portaba. 

Negué una y otra vez. En cada oportunidad, me mandaban de vuelta al calabozo. 

Finalmente, transcurridas dos semanas, me pusieron en contacto con un abogado. En esas dos semanas, para mi familia, amigos y compañeros yo era un desaparecido y el recuerdo del muy querido Felipe Vallesse estaba muy fresco

Se trataba de Alejandro Teitelbaum, integrante de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH). Con él me enteré que llevaba detenido e incomunicado quince días, ya que el juez se había tomado todas las licencias para tenerme en esa condición y que, incluso, se había excedido. El juez era Miguel Ángel Inchausti, del juzgado federal nº 4. Como se ve, la ligazón entre ciertos jueces, servicios, fuerzas armadas y de seguridad, gobernantes y dirigentes no tiene nada de novedoso. Por supuesto las embajadas de los países dominantes tenían su influencia y, sobre todo, desmedida y desfachatadamente la embajada yanqui.

Me informó mi flamante que se hacía cargo de la defensa en forma conjunta con Nelly Minyersky y que el responsable del equipo de abogados de mi defensa era Alberto Pedroncini.

Por primera vez tengo noticias de mi familia, para la cual yo había estado desaparecido porque durante ese tiempo no fueron mi madre, mi padre ni nadie cercano de mí informados de nuestro paradero. Sólo sabían que estábamos detenidos.

Luego me fui enterando de las repercusiones de nuestra detención. 

Los medios, con Clarín, La Nación, La Prensa y La Razón a la cabeza, nos acusaban de subversivos, de violentos que habíamos iniciado la guerra de guerrillas urbana, que merecíamos severo castigo, que éramos peligrosos para la estabilidad de la república. En la hemeroteca de la Legislatura de la CABA se pueden consultar los diarios y acceder a esas crónicas y notas. De todos modos, advierto que las notas y las crónicas están plagadas de errores, de mentiras que se caen por lo burdas y  desbordan de prejuicios a rolete. 

Es hasta humorístico leer en esas páginas que Alfonsín declaraba que “la democracia había llegado para quedarse”. En junio, el golpe. 

Alfonsín omitía que su gobierno era resultado del fraude y la proscripción, sobre todo del peronismo y de Perón, al mismo tiempo que vivía en una nube, ya que el golpe estaba a la vuelta de la esquina. 

Caemos, como ya dije,  bajo competencia del Juzgado Federal nº 4, a cargo de Miguel Ángel Inchausti, un radical muy conservador, sumamente gorila y también muy hipócrita. Recibió a mi padre y lo convenció de que él pensaba que yo era un buen chico y de que todo tendría un pronto final feliz. Ese pronto final feliz duró un año. Y qué año, cómo y dónde.

Mi abogado me informa que me procesan finalmente por “intimidación pública y resistencia a la autoridad”.

Se inicia el proceso judicial con todo su vigor.  

Desde el penal soy llevado con frecuencia para ser interrogado, para declarar, para carearme con los policías que me detuvieron, para ser reconocido por falsos testigos. 

Me atuve siempre a lo que me indicaba el abogado, sustancialmente negar toda acusación, lo cual no era más que atenerme a la verdad. No había delito, desde luego. Seguía sin ver a nadie de mi familia.

En el calvario tuve durante todo el tiempo el acompañamiento incondicional de mi madre, de mi padre, de mi hermano y de un gran compañero y amigo. 

La Fede, debo decirlo, nos dejó librados a nuestra suerte. No acompañaron a mi familia ni la ayudaron económicamente, sabiendo que eran carenciados y mi ingreso era importante para su economía. Mi hermana aún estaba en su más temprana infancia, me quería y me extrañaba.

También un tío, una tía peronista y mi abuelo materno, español, republicano socialista y ateo, mi mejor amigo, estuvieron pendientes de mí y acompañando a mi vieja y mi viejo, mi hermano y mi hermanita. 

El abandono, la falta de reconocimiento, aún hoy, por parte de quienes tendrían que haberse solidarizado deben ser expuestos por mí. También fue muy ingrato soportar reproches y hasta agravios, descalificaciones de familiares. 

La Fede, en particular la de la UBA, funcionaba como una casta y con mi detención y encarcelamiento eso quedó por completo a la luz. 

Por casta me refiero a que en la Fede en general y, muy especialmente en la UBA, se privilegiaba la portación de apellido, el parentesco con dirigentes del partido, la pertenencia a la clase media alta, los provenientes de hogares de profesionales, la vinculación familiar con referentes de diversa índole. Para alguien perteneciente a una familia humilde, sin pasado comunista, y que venía de militar en la provincia de Buenos Aires, en el conurbano peronista, el destino era de carne de cañón, aun cuando, como en mi caso, había llegado a dirigente provincial tal como conté. 

Yo era de origen peronista, por familia; eventualmente, yrigoyenista. Me había afiliado a la Fede como canal a mano en el secundario para mi vocación política de compromiso con mi patria, con América Latina, con mi pueblo, con los trabajadores. Yo ya era un trabajador y desde hacía años, desde todavía nene. 

A todo esto, mi madre y mi padre eran hospitalarios y solidarios. Hospedaban a compañeras y compañeros que buscaban refugio. Algunas y algunos hoy forman parte de los desaparecidos. Otras y otros se borraron, jamás demostraron genuina gratitud a mi vieja y mi viejo, que se habían expuesto tanto. 

Me entero luego, cuando me permiten comunicarme, que el decano de Medicina de entonces, el prestigioso Dr. Fustinoni exigía vivamente nuestra libertad. También el CEM cumplió, como rutina, con ese reclamo.

Volviendo: me entero que nuestro procesamiento fue solicitado por el ministro de Interior, Palmero (así que el gobierno “democrático” de Illia metido hasta el cuadril). 

El juez, de confianza de ellos, años después integrante de la Comisión de Homenaje a Mor Roig, nos dicta la prisión preventiva. 

Sobre este juez hay publicadas versiones francamente ficticias, inventadas, que lo ensalzan; incluso se lo menciona como un magistrado que se destacaba por otorgar habeas corpus a presos políticos. Cuánta mentira. 

No me hablen del “lawfare” como si fuera un invento reciente. La complicidad entre gobiernos, jueces, medios y factores de poder múltiples es más antigua que las pinturas rupestres. 

Ese juez, con el dictado de la prisión preventiva, nos envía al antiguo penal de Caseros de jurisdicción del Servicio Penitenciario Federal, un penal que había sido inaugurado en 1898. Por lo tanto, tenía una edad cercana a los setenta años y se encontraba en las condiciones originales, cuando había sido creado para “reformatorio de menores”. 


La cárcel

En el pabellón de ingresos, el 23

De nuevo trasladados en camión celular vamos a parar al antiguo penal de la Avenida Caseros, “la cárcel de Caseros”, en Parque Patricios.

Nos depositan en el pabellón 23, el pabellón de los internos que son ingresados.
Debo aclarar que desde la llegada al penal y hasta el último día en el mismo, el personal del Servicio Penitenciario Federal nos trató con duplicidad: respeto por un lado y, según las guardias, hasta con amabilidad; por otro lado, con extrema severidad y con algunos jefes que ejercían la amenaza y el tormento.

El colomo de lo último estuvo a cargo de un jefe de guardia que terminó tomándome como objeto de su hostilidad a partir de un suceso que se dio en el segundo pabellón, al cual fuimos a parar, el 17, suceso que describo en el punto en el que relato acerca de nuestra estadía en ese pabellón.

Convivimos allí, en el pabellón de ingresos, el 23, durante unos días con delincuentes comunes, los cuales nos trataron con recelo o con abierta hostilidad. Para ellos representábamos la ajenidad odiosa, los “estudiantes” y para peor, “de los que se meten en política”. 

Es decir, al menos entonces, no había separación física, el tipo de separación con el que preservan a los acusados de asesinar a Fernando Báez Sosa.

Tuvimos que hacer un curso acelerado de las normas y códigos de los delincuentes comunes. Recuerdo que de entrada fui reprendido por dirigirme a uno de ellos diciéndole “señor”, lo cual era considerado un insulto, ya que tal apelativo se aplica, para el delincuente, sólo a la policía, guardias penitenciarios, jueces, “la gilada”, etc. 

Pronto aprendimos también que el mundo, según los delincuentes, se estructura en “ellos, los muchachos buenos”, el aparato represivo, sobre todo la policía, y el resto de la población, “la gilada”, a la que se desprecia por no entender nada y por apoyar a jueces y policías y por creerle a los medios.

Un preso mayor, experimentado, de esos que viven más tiempo en cana que libres, conmovido de alguna manera, medio nos adopta y eso nos da protección. Es el tipo de adopción paternalista, por el cual su condición de preso experto y curtido, le permitía mostrarnos su superioridad. Nos hace oyentes de sus relatos, vaya a saber cuánto tenían de cierto. 

Las condiciones eran precarias por las características del lugar, camastros cercanos al baño para nosotros dos, comidas apenas pasables (y lo digo pese a haber conocido el hambre y tener paladar rústico) y una atención oscilante entre distante y hostil por parte del personal. 

Días después, casi al mes de separación, recibo la visita de mi madre, acompañada de mi hermanita.

Las visitas se realizaban en el patio de la cárcel, a la luz del día, en horas tempranas de la tarde. Recuerdo las emociones del reencuentro, y como dice el tango, “pobre mi madre querida, cuántos disgustos le daba”. Si escribiera sobre papel, se desteñiría “por los lagrimones que se me piantan” (Gardel).

No recuerdo el diálogo con mi vieja. Sí me viene a la memoria que ella me pregunta “¿por qué? ¿qué hiciste?”, a lo cual yo con el candor medio tonto de esa edad le respondo: “bueno, mamá, vos sabés que soy un revolucionario”. Mientras tanto mi hermanita corría por ese patio como si se tratara de una plaza, jugando con nenas y nenes de otros presos visitados. 

Días después, nos destinan al pabellón definitivo, definitivo en ese momento, ya que termina siendo provisorio.



Quinta vigilancia, pabellón 17

Nos depositan en un pabellón, el 17, de delincuentes comunes jóvenes.

Es decir, el gobierno radical y su juez, nos niegan la condición de presos políticos, todo con el fin de proteger la imagen de que en su gestión “no había detenidos políticos”. Aclaro que existía el pabellón siete en el que estaban alojados presos políticos; ése debería haber sido nuestro destino de entrada.

La cárcel estaba organizada, institucional o formalmente, por sectores cada uno de los cuales se denominaba “vigilancia”. Había cinco o seis vigilancias (o sectores). Por lo que recuerdo, las variables que definían una vigilancia eran la edad, el tipo de delitos y la condición social. Nosotros estábamos en una vigilancia que correspondía a delincuentes comunes jóvenes.

En otras vigilancias estaban delincuentes mayores de “guante blanco”, había pabellones para los de clase alta, como los hermanos Todres, para los más pesados o “gratas” como el célebre Villarino, el más famoso de los criminales de entonces (su equivalente actual es el “gordo Valor”).

Villarino era conocido como “el rey de las fugas” por la cantidad de veces que escapó de penales, como un asaltante corajudo, capaz de enfrentarse con toda patrulla policial que se le pusiera enfrente y, también, por ser considerado el ladrón más veloz de automóviles del planeta (robo de automóviles destinados a sus operativos ilícitos). Es un “histórico” cuya biografía se puede leer navegadores mediante. 

El pabellón siete, en la segunda vigilancia, estaban alojados los presos políticos y también se incluían delincuentes comunes de “guante blanco”, algo así como Rocamboles criollos (estafadores muy refinados, embaucadores sumamente entrenados, etc.). 

Con esa organización institucional, coexistía otra, tanto o más determinante según las ocasiones: la que conformaban los propios presos,  los delincuentes comunes.

En esa organización, a nivel macro, de toda la cárcel, se daba una suerte de esquema piramidal en cuya cúspide se ubicaban los “gratas” de mayor prestigio canero. 

“Grata” era un delincuente pesado, capaz de los mayores delitos, admirado por los demás quienes los tomaban como modelo a seguir. 

Esos “gratas”, junto con los de “guante blanco” de clases sociales altas, como los Todres, tenían privilegios y tratos diferenciados con el personal y con la dirección del penal, a cargo entonces del prefecto Roberto Amalric. 

El grata por excelencia era precisamente Villarino, idolatrado por toda la población del penal y respetado por el personal.

Cuando se daban eventos para los internos en el patio, Villarino era el último en llegar, a la manera de “Su Majestad” acompañado por su séquito, el cual le abría paso, desalojando a internos que pudieran ocupar un lugar que sus secuaces consideraban era el de su preferencia. 

Esta organización macro, la de todo el penal, comandada por Villarino, se replicaba en el nivel micro, en cada pabellón.

Cada pabellón tenía su propio grata, sus segundos o lugartenientes y su tropa.
Cada pabellón estaba conformado por “ranchos” o ranchadas, grupos de internos que compartían un área, mesa, comidas. A nosotros, los mismos internos nos indicaron cuál era nuestro rancho, lugar en el cual inicialmente fuimos bien recibidos.

Como recién llegados, nos tocó dormir en el piso, sobre tablas en las que se colocaban colchonetas y cobijas. 

Nuestros camastros precarios estaban ubicados abarcando parte del pasillo y parte del piso del baño, en la “frontera”, por lo tanto, próximos a mingitorios y reservados. Lugar menos hospitalario y más antihigiénico y asqueroso imposible imaginar. 

Rápidamente nos adaptamos, nos resignamos.

Nos adecuamos a los códigos, las normas fijadas por los propios internos, normas ancestrales evidentemente. Teníamos algunas funciones de “valerios”, o sea de forzados servidores de los presos más antiguos, como por ejemplo limpieza, lavado de vajillas, preparación de lo necesario para las comidas, las cuales eran provistas por el penal. 

También fuimos aprendiendo la jerga canera: el baño era el “biorse”, “otear el espejaime” significaba mirar panorámicamente, campanear, observar por ejemplo el lugar en el que se va a delinquir o, dentro del penal, por dónde andan los “vigilantes”. 

La vajilla consistía en cacharros, platos de hojalata deteriorados por el uso y el tiempo, cubiertos toscos, sobre todo los cuchillos hechos de latón y casi sin filo, totalmente “artesanales” o sea, fabricados por los propios presos. 

También teníamos que respetar las jerarquías de hecho entre los internos, saber cómo, cuándo, a quién dirigir la palabra. Había internos a los cuales no les podíamos hablar si no lo hacían ellos, si no iniciaban ellos la conversación con nosotros. 

Teníamos que respetar rigurosamente los momentos en que dormían, a cualquier hora del día. 

Decían que “el sueño es la libertad del preso”. 

Dormir es el único momento en el que, suspendida la conciencia, sustraídos de la vigilia, no se sentían presos, no se percibían en ese estado. Respetar rigurosamente significaba que teníamos que hablar en voz muy baja o hacer silencio. Tampoco podíamos leer, porque entre esos presos estaba mal visto. Desde ya que no existía la televisión, ni siquiera la radio. 

Todas las mañanas, a las siete en punto, había que formar delante de los camastros para que la guardia, con sus comportamientos hostiles y sus rostros adustos, nos supervisara. 

Vuelta a vuelta, dos o más veces por semana, de modo súbito, a cualquier hora del día o de la noche, las guardias nos requisaban: ingresaban intempestivamente al pabellón, nos hacían formar y miraban hasta el último rincón, en busca de drogas, de elementos que pudieran ser usados como armas, de cualquier cosa que fuera motivo de alguna sospecha.

El régimen de visitas era semanal, alternándose entre sábados y domingos. Una semana en sábado, la siguiente en domingo.

Las mujeres tenían una visita más, quincenal.

Las visitas de las mujeres, en mi caso mi vieja y mi hermanita, para mi compañero de causa su madre y novia, eran de dos horas por la tarde temprano.

Mi padre y mi hermano me veían o sábado o domingo una hora por la mañana.
El tiempo neto era siempre menor porque desde que accedían al penal hasta que ingresaban, requisas incluidas, se reducía bastante.

Mi hermano, enormemente solidario, enormemente fraterno, hacía a lo largo de la noche anterior la cola para que mi viejo a la mañana y mi vieja a la tarde ingresaran lo antes posible. Lo acompañaba un compañero realmente amigazo, el mejor que tenía yo al momento de caer. Se bancaban toda la noche. 

Mi viejo entraba en primer lugar, demorándose el ingreso de mi hermano.

Mi viejo se comportaba como si yo estuviese por unos días en un lugar recreativo, en un retiro; pobre, negaba la situación, monologaba, impedía de hecho, sin mala voluntad de su parte, que mi hermano y yo pudiéramos hablar. Como podía mi hermano me comentaba sobre lo que sucedía afuera y me dejaba mensajes de amigos, amigas, compañeras, compañeros, de la situación en mi casa, el resto de la familia, etc. 

Con mi viejo y mi hermano nos encontrábamos de pie, separados por una reja, y casi hacinados, ellos con otros visitantes, yo con otros presos. 

También me venían a ver con alguna frecuencia los abogados, sobre 
todo Alejandro Teitelbaum y. más raramente, Nelly Minyerski. Me ponían al tanto de la tramitación de la causa, en general con noticias desalentadoras, aunque hacían el esfuerzo de esperanzarme. 

Con Alejandro, y lo mismo hacía mi compañero de causa con sus abogados, también por supuesto de la LADH, hablábamos sobre la posibilidad de ser trasladados al pabellón siete. Les pedíamos que hicieran la gestión en el juzgado, pero nada pasaba. 

Una o dos veces por la semana salíamos de “recreo” al patio. 

De modo tal, que casi todas las horas del día, y por supuesto la noche, la pasábamos en el pabellón. Hablábamos mucho con mi compañero de causa y también con otros presos.

Como yo tenía mucha calle desde muy chico, provenía de un hogar humilde, estaba a esa altura muy curtido, tenía mi habilidad para congeniar. Además, en mis barrios de la infancia, había conocido chorros, malvivientes de toda índole, hasta tenía familiares que vuelta a vuelta iban a parar por unas horas a alguna taquería, etc. 

De todos modos, eso no me preservó de lo que voy a relatar y analizar seguidamente.



Yo, el “guachito lindo”

Yo era el más joven, para ellos un “guachito”, “un lindo guachito” decían a mis espaldas según me enteré luego. 

Recién llegados y, sobre todo, la condición de presos políticos eran motivos de cierto recelo o de desvalorización para los internos delincuentes comunes. 

Para ellos, así nos lo decían, era una estupidez perder la libertad o arriesgar la vida por los demás, por la sociedad o lo que fuera. 

Vivían como muy honroso ser ladrones, usar armas para asaltar y ni qué hablar de la admiración que despertaban los gratas que se fugaban de las cárceles, que se habían enfrentado a tiros con la yuta o que, más aún, habían bajado a algún cana. Para ellos eran héroes. Villarino era lo más.

De modo que la condición de preso político era objeto de sutil o manifiesto vilipendio.

El asunto se agravaba por nuestra otra condición vituperable: la de estudiantes.
Como militantes políticos, éramos vistos como tontos que se arriesgaban por lo que no valía la pena; como estudiantes, éramos considerados no sólo como presumidos -aunque nos mostrásemos muy amigables o respetuosos- sino, peor aún, como totalmente adaptados, giles.

De modo que éramos algo así como “oxímoron ambulantes”: al mismo tiempo enemigos del sistema (inútiles enemigos) y adaptados al mismo. 

Eso contribuía a que fuésemos tratados con cierto rigor, a veces ostensible, a veces disimulado. 

Como ya conté, nos mandaron a dormir prácticamente al baño, nos consideraban bastante a su servicio. 

Cuando salíamos al patio por algún evento, como por ejemplo para ver un partido de fútbol, nos desalojaban del lugar que habíamos elegido para ubicarnos y ni qué decir si asistían Villarino y otros gratas, como ya algo conté: teníamos que abrirles paso, bajar la vista, retirarnos de su cercanía, arrinconarnos. 

Cierto día, el grata del pabellón en determinado momento comienza a dirigirme la palabra y finalmente entabla conversación conmigo. 

Obviamente no me quedaba otra que acceder a conversar con él. 

Recuerdo que me contó sobre su infancia, su adolescencia y, sobre todo, sobre sus valientes acciones como ladrón, acciones de las que se sentía sumamente orgulloso. 

Concluimos la conversación a la hora de cenar. 

Luego con el “toque de queda” del penal, todos a dormir.

Completamente dormido, sobre mi camastro en el piso a medias instalado en el baño, siento que algo me roza y, semiconsciente, me despierto. 

El grata me estaba manoseando, desde la cama de un compañero mío de ranchada, ladrón por supuesto. 

Me mira sonriente y con voz muy baja me propone dejarme coger. Así nomás, intento de violación. 

Yo, entrenado por la calle y la militancia, atino a agarrar una faca (ese cuchillo de latón), lo esgrimo y desafiante se lo coloco en el cuello: el tipo arrugó, se levantó despaciosamente y se retiró a su cama, casi en la otra punta del pabellón.

Cuento de paso que en cada pabellón habría entre 80 y 100 internos, las camas adosadas. Las medidas del lugar eran de alrededor de 60 o 70 metros de largo por unos seis o siete de ancho, no recuerdo bien. Los baños ocuparían unos 25 m². Así que, dedúzcase que estábamos bastante encimados. 

A la mañana, luego de contarle a mi compañero de causa, ambos “pedimos rejas”: en el lenguaje canero significa llamar a la guardia pidiendo auxilio. 

Nos hicieron comparecer ante el jefe de guardia, y luego de una charla muy lesiva que incluía aprietes de toda índole,  ante nuestra enérgica insistencia y afirmándonos en nuestra condición de estudiantes y militantes, accedió a cambiarnos de pabellón y, así, de esa manera tan tortuosa, pudimos lograr el alojamiento en el pabellón siete, el de los presos políticos.

En todas mis lecturas de Foucault, como también de otros autores, especialistas del derecho, colegas de la Psicología, del Psicoanálisis y de las Ciencias Sociales no encontré nada que ilustre sobre esto que voy a formular, que se basa en mi experiencia carcelaria y es de mi total autoría:

Los internos, delincuentes comunes, en su mayoría, forman parte, para el preso político, del aparato represivo estatal, aparato en última instancia al servicio del orden establecido y de los concentradores de poder. En el "18 Brumario" Marx denuncia enfáticamente cómo el lumpenaje sirvió a las fuerzas represivas para acabar con las luchas obreras, con el famoso levantamiento proletario de la Comuna de París.

No tuve clara conciencia en aquel momento de esto, ni tampoco durante mucho tiempo después.

Y digo “en su mayoría” porque también he comprobado excepciones; además, estoy convencido de que políticas de rehabilitación destinadas a la reinserción social podrían facilitar la adopción de comportamientos constructivos.

Fue ya con mi nutrida experiencia como científico e investigador social, como creador del Método Vincular y de otros cuerpos conceptuales, que llegué a esa conclusión.

Al mismo tiempo, eso indica que en un penal coexisten, al menos, dos organizaciones: la institucional o formal (la del penal propiamente dicho) y la de los internos (en rubenrojasbreu.blogspot.com se pueden consultar mis textos Concepto de organización y El contexto organizacional). 

Todo ese pabellón, en particular ese grata y mis supuestos compañeros de ranchada, me tendieron “una cama” retórica y literalmente dicho. 

Así que, digo con dolor y desazón, que los intelectuales, incluso los más renombrados, más allá de eventuales aportes interesantes, se pierden muchas veces, como Álvar Fáñez, en los cerros de Úbeda.

En el pabellón siete las cosas fueron distintas.

Mi vieja y mi viejo jamás se enteraron de que pasé por esas terribles experiencias. 

Sí lo supieron mi hermano y mi gran amigo, el que más nos acompañaba.

No puedo menos que conmoverme y mucho, por mi vieja y mi viejo, lógicamente ya fallecidos, y por mi hermano, menor que yo, también ya muerto, prematuramente.

El jefe de guardia, es decir el que, ante nuestra insistencia enérgica, ordenó nuestro traslado al pabellón 7, me tomó a partir de entonces de punto, como ya se verá en lo que narro más adelante. Fue la  autoridad carcelaria que tuvo  hacia mí el trato más hostil, extorsivo, torturante.



Segunda vigilancia, pabellón 7

Aclaración al paso

Mi doble apellido resulta de la combinación del de mi padre y el de mi madre. Para mi vieja el apellido “Rojas” era bastante común, y siendo nosotros pertenecientes a una familia pobre, temía, desde que éramos chicos, que alguna vez cayéramos mi hermano o yo en la gayola por confusión con algún homónimo. Por eso decidió registrarnos con el Breu, cuando de niños el documento que se tramitaba era la cédula de identidad otorgada por la Policía Federal. 

Tenía su razón la vieja. En el penal, un delincuente común joven, se llamaba “Rubén Horacio Rojas”, exactamente igual que yo. Cuando tramité la libreta de enrolamiento me inscribí por propia decisión con el apellido “Rojas” únicamente, así que tenía cédula con doble apellido y libreta de enrolamiento (antecedente del DNI) con el simple. 

Cuando salí en libertad me quedó como única opción el doble apellido, ya que renovar la cédula significaba un riesgo serio de volver en cana, “por averiguación de antecedentes” o lo que la yuta quisiera fabricarme como causa para sacar de las calles a un “subversivo de mierda”.

En la calle, uno vivía siempre sobre ascuas, siempre había que mirar para todos lados, siempre había que mantenerse en la clandestinidad o en la semiclandestinidad. 

Ese modo de vida durante décadas, desde mi pubertad hasta bastante después de acabada la dictadura genocida, condicionó mucho mi vida.


El pabellón 7

En este pabellón convivían presos políticos y delincuentes comunes cultos o muy respetuosos, lo cual aseguraba una coexistencia amable. 

Los presos políticos eran peronistas y comunistas; también había, algunos de Tacuara, pero ya en el momento de tránsito a la izquierda, ya habían abandonado su adhesión al fascismo y su antisemitismo. Entre los más famosos de la época se encontraban los que habían realizado el asalto al camión de caudales del Policlínico Bancario, asalto que habían consumado para la obtención de recursos para la lucha guerrillera. 

Se encontraba también, como un extraño espécimen, un facho declarado, ferviente anticomunista, pero sin dudar un agente de los servicios camuflado. 

Nuestra vida varió sustancialmente porque confraternizábamos, el trato entre quienes convivíamos en el pabellón era amigable y solidario, se fue haciendo estrecho con el tiempo, al punto que uno siente que conocía a esas personas de toda la vida. 

La política era un tema constante, así como otras cuestiones que tenían que ver con la vida tal como uno la enfocaba. Se daban las confidencias que iban desde cuáles fueron las circunstancias de detención de cada uno hasta las relaciones de pareja, la vida familiar, etc. 

Con los presos comunes, todos de “guante blanco”, también el vínculo era fluido y diversos tópicos tales como el arte, también las confidencias, eran materia cotidiana. 

Además, había homosexuales que se manifestaban con recato, por supuesto, (estábamos hacinados y bajo pleno estado de represión), pero con bastante libertad. 

Aun cuando estoy refiriéndome a un tiempo muy lejano, hace más de cinco décadas, entre quienes vivíamos en el pabellón 7 no había prejuicios de ninguna índole con respecto a la orientación sexual.

Por otra parte, como ya comenté en los capítulos escritos de mis “Apuntes autobiográficos”, la homosexualidad comienza en mi generación a ser aceptada y los grupos de pertenencia de cada uno de nosotros incluían naturalmente a los homosexuales. Por supuesto que había sectores de la sociedad, como sigue habiendo, con los prejuicios de los que bien sabemos, pero el gran salto, el deseable salto, se había dado.

Justamente, aledaño a nuestro pabellón, el 6, estaba destinado exclusivamente a homosexuales, muchos de los cuales interactuaban con muchos de nosotros en recreos o en espacios comunes. 

Nunca observé tampoco que el personal del Servicio Penitenciario mostrase particular animosidad hacia los homosexuales; no puedo aseverar al respecto, sólo digo que yo nunca lo percibí. 

En una ocasión en ese pabellón se produjo un incendio, provocado por uno de los internos, según se dijo, arrebatado por los celos. Nos evacuaron, el humo hacía invivible el lugar, un desastre.

También, otro día, en un pabellón los internos causaron un incendio, lo cual lograban prendiendo fuego algún colchón. En este caso, eran jóvenes que reclamaban por mejores condiciones. 

Téngase en cuenta que trato, con objetividad, de relatar una de las experiencias más duras para una persona. Fuimos maltratados por el gobierno nacional presidido por Illia, por el juzgado federal de Inchausti y por la Policía Federal y también por una parte del SPF como tal.

Por supuesto, el régimen de visitas era el mismo: sábados o domingos por la tarde, según la semana, veía a mi vieja con mi hermanita en el patio y, también, a madres, esposas y novias de mis compañeros de pabellón y sábados o domingos por la mañana, durante menos de una hora, a mi viejo y mi hermano, reja de por medio, de pie, en un corredor.

Una vez al mes, tenía una visita de mi vieja los jueves, por la tarde.

Decidí aprender el lenguaje Braille con el cual traduje un sinnúmero de libros. Como recompensa por tal actividad, recibí un diploma que en algún lado conservo y una visita adicional por mes de mi madre, visita en la cual podía traerme media docena de huevos (todo un manjar).

Compartí esa etapa en el Pabellón 7 con compañeros que ya no están: varios de ellos, fueron secuestrados y desaparecidos por la última dictadura, otros murieron en combate integrando las formaciones especiales (u organizaciones guerrilleras del peronismo de fines de los 60 y durante los 70) y otros murieron por causas más naturales.

Compartíamos libros y lecturas, charlas amenas. Caminábamos largos ratos por el estrecho corredor del pabellón, para mantener hasta cierto punto el estado físico. Algunos hacíamos un rato de gimnasia, la posible en ese estrecho lugar.

La distribución de las tareas era igualitaria, sin jerarquías ni sometimientos a la condición de “valerios” como habíamos soportado en los pabellones de los delincuentes comunes.

En una ocasión, el facho o agente de los servicios, sin razón a la vista, me atacó con una trompada imprevista que me noqueó, quedé inconsciente tirado en el piso. Me auxiliaron los compañeros, pero uno de los guardias observó la escena: muy amablemente, nos llamó a la reja para reconvenirnos asegurándonos que no daría parte, pero solicitándonos no reiterar lo mismo en lo sucesivo. No había advertido que yo fui víctima de un ataque súbito, no partícipe, pero su punto de observación justificaba su confusión y tampoco yo quise buchonear. 

Por otro lado, el jefe de guardia que había ordenado el traslado nuestro, después del intento de violación de mí, empezó a pasarme factura por habernos hecho esa “concesión”. Me llamaba cada tanto a su oficina para que le contara sobre cómo se conducían los demás presos políticos, de qué hablaban, si planeaban algo, etc. 

Yo siempre me negué a darle información, le aseguraba que no tenía nada para informar. En consecuencia, me castigaba con calabozo, lo que ellos llaman “celda de aislamiento”, un lugar puro cemento, en el que dormía en el piso y totalmente separado del resto, sin ver durante días una cara ni escuchar una voz. Y quedándome sin visitas también. 

En total, eso me pasó cinco veces, lo cual significó treinta días de calabozo en el penal, los cuales se suman a los quince que ya había pasado incomunicado a partir del momento de mi detención.

Esa vida en el calabozo me curtió, más de lo que ya estaba, me dio también confianza en mí mismo, ya que jamás canté, jamás buchoneé y también aumentó el respeto y solidaridad de los compañeros conmigo.

Además de la factura que ese jefe me pasaba, hay que tener en cuenta que yo era el más chico, por lo tanto, supuestamente, el más vulnerable.

Una de las veces que me mandó al calabozo, diez días seguidos en total (dos semanas sin ver a mi vieja, mi viejo, mi hermano y mi hermanita, dos semanas sin ver a otro humano, encerrado en dos metros cuadrados de cemento casi negro, durmiendo lo más posible para acortar el tiempo, pensando y pensando), una de las veces ese jefe me llamó al día siguiente del 17 de octubre porque los compañeros peronistas habían cantado la marcha “Los muchachos peronistas”: me intimó a que le diera los nombres de todos los que habían participado de ese conmovedor acto. No le di ningún nombre, por supuesto; así que, a la “celda de aislamiento”.

Téngase en cuenta que, en cada una de esas ocasiones, en los días correspondientes, mi vieja, mi viejo, mi hermano y mi hermanita iban a visitarme, mi hermano hacía las colas toda la noche con mi gran amigo y recién al momento de ingresar se enteraban de que no podían verme. 

Con el golpe del 28 de junio, encabezado por el “azul” Onganía, el supuesto general “nacionalista”, corrió el rumor en el penal de que a la madrugada seríamos fusilados en el patio. 

Así que esa noche nos preparamos para lo peor; como no pasó nada, seguimos esperando que fuera alguna de las madrugadas siguientes. Bueno, estoy acá escribiendo esto. Fueron puras amenazas, fue aplicación de tormento nomás. 

Una circunstancia que tengo que comentar tiene que ver con el amor. Cuento esto para mostrar en toda su crudeza cuánto altera la psique de uno la vida en la cárcel.

Al momento de caer en cana estábamos en proceso de iniciar una relación de pareja con una compañera con la cual estábamos muy enamorados. Días y noches el recuerdo de ella y la esperanza de reencontrarnos en algún momento ocupaban mi cabeza.

No podía visitarme, tampoco ninguna otra compañera: no quise de ninguna manera por temor a que quedaran registradas, a que sus datos constaran en la Federal y en los servicios. 

Un día mi vieja me trae una carta de ella, una carta que leí con avidez, impacientemente, tan metejoneado estaba. Al promediar la carta, me hundí en la depresión porque ella me contaba, inocente y honestamente, que había salido a pasear con un compañero, en tren de amigos estrictamente, pero yo fui invadido despiadadamente por los celos. Lo hablé con mi compañero de causa y también con algún otro, quienes trataron de calmarme, de aclararme las ideas, de aliviarme, de desterrar los temores y los celos. No hubo caso, no pude superarlo y, como por obra de un conjuro nefasto, me desenamoré súbitamente.
Cuando salí en libertad, ella me esperaba ansiosa y enamoradísima. 

Soy breve: le dije que no sentía ya nada por ella, sin darle razones porque me producía intensa vergüenza hacerlo, una parte interna mía tenía clara noción de que lo que me pasaba era absurdamente pueril. Quedó desgarrada.

Meses después, nuevamente enamorado, corrí a buscarla, pero ya estaba en pareja con otro chico. Ni me animé a hablarle.

Con frecuencia éramos llevados a Tribunales y también con frecuencia recibíamos la visita de los abogados, pero la causa avanzaba mal, con cambios de carátula, careos con los policías (desde el comisario hasta los que nos detuvieron), malos tratos del secretario del juez y de los empleados del juzgado, etc.

Con la dictadura cívico militar encabezada por Onganía, comienzan a ingresar presos políticos que son alojados en el pabellón 7.

Uno de ellos era de la conducción de la Fede, conocido de nosotros: con mi compañero de causa lo recibimos con los brazos abiertos y le brindamos toda la hospitalidad y solidaridad de anfitriones de hecho como éramos a esa altura. 

Nos respondió con frialdad, suficiencia y hasta desprecio. De nuevo se hacía evidente el comportamiento de casta al que ya me referí.

Estuvo solamente unos días, rápidamente lo excarcelaron. Curioso: lo que con el gobierno civil nuestros abogados no habían conseguido, con la dictadura militar sí fue posible para este “compañero”.

La “noche de los bastones largos” la vivimos, según precarias noticias que nos llegaban, con amargura. 

Numerosas compañeras y numerosos compañeros fueron detenidos por las fuerzas represivas de la dictadura, pero eran liberadas y liberados en horas, por la orden de jueces que a nosotros nos tenían en gayola sin justificación, sin pruebas, sin información veraz acerca de cuál sería nuestro destino. 

También ingresó Héctor Villalón, delegado personal de Perón. Tan pronto descendió del avión en Ezeiza, lo detuvieron, lo pusieron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y fue encarcelado. 

Con él sí entablamos una relación sumamente cordial, incluso afectuosa. Personalmente, tuve con él conversaciones a diario, del mayor interés para mí por su conocimiento de la política y su experiencia de mundo.

Además de delegado personal de Perón en ese momento, había fundado el Movimiento Revolucionario Peronista (MRP), el cual tenía gran predicamento e influencia dentro del peronismo. 

Fruto de esas conversaciones, mi posición política empezó a variar. Sentí que me reencontraba con mis raíces, con lo que había mamado en mi familia peronista, con mi vocación por lo nacional y lo popular. 

Al concluir mi encarcelamiento, yo ya no era el mismo y el intercambio cotidiano con Villalón fue un factor. A las pocas semanas, fue liberado y así perdí uno de los mejores vínculos que pude tener en prisión, aunque a la vez era una buena y alentadora circunstancia la de su liberación. Luego, con los años, me enteré que había decepcionado a muchos compañeros peronistas, de la Resistencia, quienes habían llegado a desconfiar de él: además, Perón finalmente lo alejó. Nunca se supo nada más de Villalón.

Ya a fin de año, como algo caído del cielo, nos llega la notificación de que quedábamos en libertad y nos dieron un tiempo relativamente breve para prepararnos para salir.

Empacamos lo que poco de que disponíamos, sobre todo libros. Yo había estado estudiando Histología, materia de primer año de medicina que aún debía. 

La despedida de los compañeros fue todo lo conmovedora que se pueda imaginar, todo lo fraterna que se pueda suponer. 

La ambivalencia me golpeaba de lleno en el rostro y en el cuore: la felicidad por salir de la cárcel y el dolor por dejar en ella a quienes a esa altura eran entrañables amigos y compañeros incondicionales e inclaudicables.

El SPF, de acuerdo a los procedimientos normados, nos entrega a la Policía Federal. Nuevamente en un bamboleante camión celular somos trasladados al Departamento Central de Policía, donde nos juntan en un salón ante agentes vestidos de civil, sumamente hostiles, con delincuentes comunes. 

Durante horas nos tienen de acá para allá, nos provocan, nos hostigan, nos dan algunos golpes, todo con la aviesa intención de que respondiéramos de alguna manera que justificara retenernos, abrirnos alguna nueva causa, etc. 

Mantuvimos el aplomo, nos encerramos en el silencio y, finalmente, con otro agente, también de civil y también sumamente hostil, somos llevados a la puerta del Departamento, la de la calle Moreno.

Allí estaban mi vieja y mi hermano, la madre y la novia de mi compañero de causa. 

La lectora y el lector quizá imaginen lo que fue ese reencuentro tan esperado, tan soñado. 

De todos modos, nos apresuramos para alejarnos del lugar, no va a ser cosa de que…

Al llegar a casa, me esperaban mi viejo, que había anticipado su salida del trabajo, un primo que se hospedaba en casa. Al rato, llegó mi mejor amigo, sin tener idea, todo así dispuesto para darle la sorpresa: el abrazo fue interminable, las lágrimas nos brotaban a ambos.

Al día siguiente, también sin saber todavía, llegó un tío materno, que me encontró dormido y me abrazó, incluso grandote como ya era yo a esa altura, me alzó en brazos llorando. Fue el tío que estuvo todos los días acompañando a mi vieja durante mi ausencia. 

Con los días, los mejores compañeros y amigos se fueron sumando a los reencuentros y viví por algún tiempo una de las etapas más felices; había regresado de la reclusión. 

Mi compañero de causa desapareció de mi vida, vaya a saber por qué, pese a que luego me sucedió lo que voy a contar, ya que mi calvario no había concluido.

Días después, se celebró en mi casa un almuerzo familiar del que participaron muchos parientes. Una prima, apoyada por sus padres, me agredió por “comunista” y se generó una pelotera de aquéllas, sobre todo porque yo me alteré muchísimo. 

Así que no todo fueron claveles y rosas. Para nada.

Ser militante en aquellos tiempos se pagaba caro; por supuesto, mucho más caro se pagó después, bajo la represión sistemática e inclemente de la funesta AAA y, sobre todo, con la dictadura genocida que nos dejó sin 30.000 compañeras y compañeros, amigas y amigos. 

A todo esto, mientras me hallaba en prisión, el PC y la Fede se dividieron, se produjo una ruptura de enormes alcances, resultante de la cual de un lado quedó el PC y la Fede oficiales, burocráticos y estalinistas, y del otro el PC Revolucionario (PCR) con la Fede correspondiente.

Me encontré, entonces, con compañeras y compañeros que estaban de un lado y del otro, así como los que aún no habían tomado posición.

Finalmente, yo empezaría una nueva etapa de mi vida en general y también mi militancia política: poco después fundaría y encabezaría una agrupación estudiantil universitaria y, luego, me sumaría al peronismo, para siempre. Había encontrado mi nuevo rumbo en política. 

Con respecto al proceso judicial, el juez había dictado nuestra absolución (no el sobreseimiento como hubiera correspondido) dejándonos de hecho en una situación dudosa.

La fiscalía apela la decisión del juez Inchausti y la Cámara de Apelaciones nos condena, con prisión cumplida, con lo cual quedamos para siempre como ex presos que habían delinquido, prontuariados y con antecedentes registrados, con todo lo que eso significa para la vida en las distintas áreas: personal, familiar, social y, sobre todo, laboral y profesional. 

Esa Cámara de Apelaciones, que funcionaba durante la dictadura de Onganía, estaba integrada por Ramos Mejía, Romero Carranza y Juárez Peñalva.



Mi expulsión de la UBA

En la “noche de los bastones largos”, el 29 de julio de 1966, la dictadura había acabado con la autonomía universitaria, conquista de la Reforma del 18. Se había terminado la ilusión de las universidades estatales como “islas democráticas”.

La universidad es intervenida, con Luis Botet como rector y como decano de Medicina es designado un tal Santas.

O sea, cuando meses después salí en libertad, me encontré con la UBA y la facultad bajo control de la dictadura.

El decano Santas decide iniciar un sumario en mi contra con el fin de expulsarme.

Téngase en cuenta que en la misma situación que yo, como preso político, habían estado mi compañero de causa y otros compañeros de militancia a los cuales yo me referí, todos estudiantes de Medicina.

El decano Santas resuelve expulsarme únicamente a mí

Recuerdo cómo mi viejo se hizo cargo de la situación logrando entrevistas con el decano que resultaron infructuosas. Pobre viejo y como dice el tango “pobre mi madre querida”. Ellos soñaban, así como mi abuelo materno, con que yo fuera el médico de la familia. No se les dio. 

Esa expulsión era de la UBA, no solamente de la Facultad.

Mi mejor amigo, el mismo que acompañaba estoicamente a mi hermano durante largas noches en las afueras del penal para que pudiera yo recibir las visitas, me convenció de estudiar Psicología.

Como estaba expulsado de la UBA, tenía mis dudas. Pero la burocracia, sin saberlo, me hizo un favor. Ni la facultad de Medicina ni el rectorado de la UBA informaron nunca a la Facultad de Filosofía y Letras (donde se cursaba Psicología entonces) de mi expulsión. 

Así continuó mi vida como estudiante, hasta egresar, en 1973, con el mejor promedio de mi promoción, con el título de Licenciado en Psicología.


Consecuencias y ulteriores

1.    En 1976 fue una patota de la Federal al domicilio que tenían registrado de mí, que era el de la fecha de la detención. Era la casa de mis abuelos maternos, ya muy ancianos, y les dijeron luego de interrogarlos largo rato (por suerte mi abuela ya estaba con demencia senil y no entendía nada) que me buscaban por “subversivo comunista”.
Yo ya tenía mi propia familia, la cual quedó también en situación de riesgo. A la vida en semiclandestinidad que afrontábamos, tuvimos que agregar excepcionales medidas de preservación, buscando apenas la solidaridad de los muy pocos compañeros con los que podíamos contar entonces, ya que gran parte también estaban perseguidos o ya chupados o exiliados. Fueron meses, y años, de un vivir sobre ascuas francamente desgastante, patogénico.

2.  Más acá en el tiempo, gracias a mis conocimientos profesionales, detecté que fui afectado por el que se conoce como Trastorno por estrés postraumático.

3.    Al intentar ingresar a distintas empresas para emplearme, a laboratorios líderes como visitador médico, etc., me rechazan por “antecedentes policiales y judiciales”, a pesar de haber respondido satisfactoriamente las evaluaciones de pre-ingreso.
Por supuesto, a poco de salir en libertad, conseguí empleo, pero lejos de las condiciones ideales, lejos de las posibilidades con que contaba cualquier ciudadano “normal”.

4.    En 1969 trabajando como empleado en la empresa Noel, soy despedido por liderar, con otros, una huelga en adhesión a la convocada por la CGT en mayo de ese año. Sólo me despiden a mí esgrimiendo mis “antecedentes” policiales y judiciales, los cuales fueron solicitados por la dirección de la empresa ante la inminencia de la huelga. La dirigencia obrera burocrática ignoró olímpicamente mi despido, pese al reclamo de compañeros buscando su apoyo.

5.    No pude tramitar el pasaporte hasta contar con la seguridad de la estabilidad de los gobiernos civiles y haber sobrepasado largamente el período de 20 años que establece la ley para la vigencia de los efectos de una condena. De todos modos, al momento de entregármelo, durante el gobierno de Menem, fui el único de la cola en Policía Federal que demoraron y se acercó un oficial a preguntarme si yo era yo. A mí me acompañaba una abogada amiga.


Desde ya que se alteró mi vida en todos los planos, como ya referí y como puede deducirse. 

Entre mi militancia de toda esa época, en gran medida en la clandestinidad o bajo persecución, y la prisión, mi vida estuvo siempre marcada por el recelo, la inseguridad y la incertidumbre, todo lo cual afectó también a tantas compañeras y compañeros que pudimos sobrevivir.

Durante décadas, tuve una vida disociada: una vida pública y una vida – y una historia – en las sombras. 

Al mismo tiempo afirmo orgullosamente, con toda la dignidad en alto, que jamás me doblegué, que jamás abandoné la lucha, que jamás renuncié a mi posición en favor de mi patria, de mi pueblo, de los trabajadores, de la integración latinoamericana y de los pueblos oprimidos del planeta. Jamás cedí un milímetro en mi resistencia tenaz contra la intromisión extranjera y la penetración cultural, política y económica.



Sobre los medios de comunicación masiva

Como ya comenté, los medios de comunicación masiva, entre los cuales incluyo a Clarín y La Nación entre los que aún existen y La Prensa y La Razón entre los que dejaron de editarse, jugaron un rol repudiable. 

Se pueden consultar ejemplares de la época en los cuales se narra nuestra detención con especial ensañamiento, incluyendo mentiras, distorsiones, presión sobre la Policía y el Poder Judicial para usarnos como instrumentos de advertencia, de escarmiento y de despiadado castigo así como contribuir a generar clima de caos, debilitar el gobierno civil de entonces (el cual había nacido débil y hacía todo para debilitarse más), un gobierno francamente antipopular y antinacional aunque la historia oficial maliciosa lo lave y lo juzgue con una intolerable benignidad. 

Es interesante consultar los medios de la época, no sólo para interiorizarse acerca de cómo trataron nuestra detención, procesamiento y encarcelamiento, sino también para profundizar en torno a cómo despotricaban contra las fuerzas populares, especialmente contra el peronismo y la izquierda, contra el movimiento obrero combativo y contra el movimiento estudiantil; también en favor de los intereses antinacionales, del alineamiento incondicional con las potencias occidentales, especialmente con los EEUU de Washington al mismo tiempo que contra la Revolución Cubana y los gobiernos populares del Tercer Mundo más lo que consideraban “el peligro rojo”.



Algunas reflexiones y conclusiones

No escribí este texto por catarsis ni para generar ninguna especial simpatía, ni para victimizarme ni para pretender que ninguna lectora o ningún lector sienta ningún tipo de compromiso con “mi causa”.

Lo escribí para:


  • contribuir a la verdad histórica, ya que hay tantas distorsiones, ocultamientos y mentiras sobre nuestro pasado reciente y, en especial, sobre las décadas de los 60 y los 70,



  • que se sepa cómo era la vida de los presos políticos en los penales y hasta qué punto fueron objeto de flagrante injusticia,



  • dar a conocer algo sobre lo que no se publica, justamente acerca de cómo la pasan los presos políticos, un tema sobre el que intelectuales, sociólogos, psicólogos, psiquiatras, especialistas del derecho, etc. no parecen prestar mucha atención más allá de la exterioridad de la cuestión, de la superficie.


Ciertamente para el preso político hay un antes y un después de la cárcel, un antes y un después que afecta su vida entera.

Para muchos, es mi caso, la afecta alterándolo de un modo no muy deseable, pero también fortalece, afirma en las propias convicciones, genera un sentimiento de honra y de genuino orgullo que ningún homenaje, medallero, premio Nobel o encumbramiento de la índole que sea puede otorgar.

Quizá por eso mismo, paradójicamente, más allá de la solidaridad eventual que vale resaltar, uno recibe incomprensión, agravios y hasta es objeto de odio y de envidia por parte de variadas personas, incluso de muchas que se exhiben como militantes. 
Pareciera que les gustaría tener todos los supuestos beneficios simbólicos, políticos y de toda índole de haber pasado por la prisión, pero sin los costos de sufrir ésta.

No hay duda que entre quienes sufrimos la prisión (ni qué hablar de quienes fueron víctima de desaparición forzada, hayan o no sobrevivido) y quienes no conocieron esos penares, hay un foso, una frontera insalvable que condiciona y hasta determina valores, comportamientos, ideas, juicios sobre la realidad, grado de compromiso político, conocimiento de la vida, etc.

En particular, llamo la atención sobre la tendencia observable en jóvenes a idealizar nuestra “heroica” militancia de los 60 y los 70, idealización que merece ser puesta en caja con una revisión a fondo de lo que fue ese período de nuestra historia y del rol que quienes entonces éramos jóvenes tuvimos.

Esa idealización impulsa a muchas y muchos a la “película”: a querer recrear la intensa dramática de aquellos tiempos inventándose una épica, creyendo que participan hoy de una epopeya de gran trascendencia histórica sin ver que hay mucho más humo que fuego.

Aquéllos fueron años de fuego, en todo el sentido de la palabra, para intentar una revolución aún irrealizada. Esos años de fuego deberían servir como inspiración y como experiencia para proponerse un proyecto de transformación de cuajo de nuestro país que articule teoría y acción, inteligencia y construcción de poder, aspiraciones de la mayor envergadura con el conocimiento para concretarlas.
La Argentina, su pueblo y sus trabajadores, merecen un destino de óptimo bienestar, de justicia en todos los órdenes de la vida, de reconocimiento de nuestras capacidades y de gran proyección a nivel internacional.
No podemos resignarnos a la mediocridad, a dejar que el tiempo pase ni mucho menos a que los grandes concentradores de poder locales y globales ni los estados dominantes del planeta nos subyuguen.
Haber pasado por la cárcel me demostró que los humanos tenemos capacidades insospechadas, una potencia inestimable y que, los argentinos, estamos en condiciones de reencontrarnos con lo mejor de nuestra historia y de plasmar lo auténticamente nuevo, despojándonos del lastre del conservadorismo, del despotismo, de lo sembrado por las dictaduras, de la penetración cultural y política.


Reconocimientos y agradecimientos

Empezando por casa, tanto mi reconocimiento y mi agradecimiento, en relación con el tiempo que pasé en la cárcel a:


  • Mi vieja, Julia, que no sólo estuvo con su pensamiento en mí día y noche, sino que también organizó movilizaciones de mujeres para exigir nuestra libertad,

  • Mi viejo, Federico, que estuvo tan presente y que dio su pelea en cada lugar, ante el juez, ante el decano Santas y donde correspondiera,

  • Mi hermano Carlos, incondicional, abnegado, que aún adolescente, tanto hizo para que mi vida en la cárcel fuera lo menos dura posible, y que tanto hizo también después,

  • Mi abuelo materno Paco, que contribuyó a mi crianza y que estuvo, ya añoso, activo y preocupado por mi suerte y que al momento de mi liberación me recibió con los brazos bien abiertos,

  • A mi tío Antonio que acompañó tanto a mi vieja, mi viejo, mi hermano y mi hermanita en todo ese tiempo,

  • A mi tía Negra, esposa de este último, que también acompañó y que cuando fui objeto de agravios por parte de parientes, me apoyó y se puso incondicionalmente de mi parte, ella, toda una peronista,

  • A mi gran amigo de entonces Juan Carlos, que estuvo día tras día con en mi casa asistiendo a mi familia y acompañando en las largas noches de espera a mi hermano en las afueras del penal,

  • A otras y otros compañeras y compañeros, amigas y amigos, que también se solidarizaron y ayudaron que a mi salida de la cárcel mi vida se encauzara rápidamente.

Reitero que mi vieja, mi viejo y mi hermano, en esa época, conmigo encerrado, estuvieron hospitalarios y solidarios con compañeras y compañeros, incluso con muchas y muchos que se hospedaron en mi casa. Así que mucho se arriesgaron mi madre, padre y hermano, también quien por entonces era mi hermanita y no tenía completa noción de todo lo que sucedía. 
La serie colombiana La niña resonó fuerte en mi cuore y en mi bocho porque lo que relata guarda parecidos con lo que viví al salir de la gayola y durante muchos años después. Todavía hoy me golpea tanto comportamiento egocéntrico, tanto desconocimiento, tanto ninguneo y también tanta exaltación de quienes ocupan lugares referenciales sin haber arriesgado jamás nada; hasta hay quienes se inventan un pasado personal de compromiso y lucha y con ese verso llegan a ocupar posiciones políticamente privilegiadas.

Ya se fueron para siempre mi vieja y mi viejo, mi hermano prematuramente. 

Así que estas palabras son para quienes puedan recibirlas de tal manera que mi madre, mi padre y mi hermano recobren vida a través de ellas y de ellos. 

Quiero sumar en mis reconocimientos a:


  • Luis Norberto Ivancich, mi gran amigo, quien hasta el último día de su vida bregó para que se me reconozca plenamente, con todo lo que me corresponde, como ex preso político,

  • A Marisa Timor, también mi gran amiga, que tanto se solidariza conmigo y que me estimuló a que escriba estas páginas por su convicción de que se trata de comunicar una experiencia vivida y vívida que habla de mí y, sobre todo, trae a la luz una temática bastante negada.

  • A Luciano González Etkin, el abogado que está llevando a cabo las gestiones judiciales para que el Ministerio de Justicia de la Nación me otorgue el beneficio que por ley me corresponde indiscutiblemente.

Mi especial reconocimiento a la maravillosa familia que contribuí a generar por su infinito amor, su infinita comprensión y su infinita disposición a acompañarme y apoyarme.


A la espera

Por mi condición de ex preso político me corresponde resarcimiento de acuerdo a las leyes 26.913 y 26.564, resarcimiento que empecé a tramitar hace  seis años y medio y que, injustificadamente, duerme por ahora en el Ministerio de Justicia de la Nación. 

Comencé a tramitar, vía la ANSES, tal resarcimiento en setiembre de 2014.
Aporté a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y, a su través, al Ministerio de Justicia, de la totalidad de las pruebas, tarea por cierto esforzada y fatigosa. 

Dichas pruebas son:


  • La declaración jurada testimonial, los hechos por mí mismo descritos,

  • La copia del expediente completo debidamente certificada por el juez Lijo, actualmente a cargo del juzgado federal nº 4 y por su secretaría,

  • Las fotocopias certificadas por la hemeroteca de la Legislatura de la CABA,

  • Testimonios y nombres de testigos a los cuales el Ministerio de Justicia puede recurrir.

Comento que el expediente es muy explícito acerca de la arbitrariedad por la cual fui detenido, encarcelado y condenado. Es muy explícito también acerca de hasta qué punto fui detenido como militante político y de cómo “se armó” la causa. 

Hasta el día de hoy no tengo respuesta con relación al reconocimiento que me corresponde según las leyes reparatorias, luego de cinco años y medio.

En este momento, se encuentra a la espera de la firma de un juez del fuero de la Seguridad Social, la intimación para que el Ministerio de Justicia se expida. Este trámite se está llevando a cabo con posterioridad a reiterados pedidos de pronto despacho presentados oportunamente por mí, así como una previa intimación del juez. 

Cabe suponer que el Ministerio no sólo está en evidente e injustificada mora, sino que todo indica que sabe que el beneficio me corresponde inexorablemente; de lo contrario, ya habría emitido dictamen. 

Mientras se produce esta dilación para mí implica más persecución, más represión, más tormento.

Fue gravísimo haber sufrido injustamente prisión por mi militancia política, También es gravísimo que no se conceda la reparación en tiempo y forma. 

Es sumar injusticia a la injusticia.


Rubén Rojas Breu
Buenos Aires, febrero 3 de 2020, actualizado en marzo 9 de 2021























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