Rubén
Rojas Breu
MI
DETENCIÓN, PROCESAMIENTO Y
PRISIÓN COMO MILITANTE POLÍTICO A
MIS 19 AÑOS
“El sueño es la libertad
del preso”
Dicho canero
SOMERA INTRODUCCIÓN SOBRE LA SITUACIÓN QUE AFRONTO HOY
SOLICITUD
SIN RESPUESTA DEL MINISTERIO DE JUSTICIA DE LA NACIÓN POR BENEFICIOS QUE ME CORRESPONDEN POR LEY POR MI INJUSTIFICADO
ENCARCELAMIENTO POR MI MILITANCIA ESTUDIANTIL AÑO 1966
El 8
de setiembre de 2014 ingresé, como corresponde, por ANSES, la solicitud de beneficios
que me otorgan las leyes reparatorias 26.913 y 26.564.
Se
trata de indemnización por todo el período que estuve injustificadamente preso
y de pensión graciable. Estas leyes rigen desde hace mas de siete años votadas por el
Congreso de la Nación.
De
tal manera, hace SEIS AÑOS y medio que inicié el trámite y hasta el momento el
Ministerio de Justicia de la Nación NO se expidió, negándome así un derecho que
me asiste inexorablemente.
Desde
que presenté la solicitud presenté todas las pruebas, muchas más que las que se
requieren para el trámite.
Presenté:
- - Declaración jurada
- -- Testimonios
-
- Copia del expediente judicial que estuvo a
cargo del Juzgado Federal de la Nación nº 4, entonces a cargo de Miguel Ángel Inchausti
en donde constan los motivos políticos por los cuales fui procesado.
-
- Certificación de mi encarcelamiento expedida
por el juzgado Federal Nº 4 hoy a cargo del juez Ariel Lijo,
-
- Copias certificadas por la Hemeroteca de la
Legislatura de CABA de las crónicas sobre mi detención y procesamiento
publicadas por Clarín, La Nación y el hoy inexistente diario La Razón.
- Mi defensa estuvo a cargo de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre por medio de los abogados Alejandro Teitelbaum y Nelly Minyerski, coordinados por el Dr. Alberto Pedroncini.
Además, me asiste el derecho a reclamar
por haber sido víctima de apremios ilegales y tormentos.
Actualmente, desde hace más de un año, se
encuentra a la firma de un juez de la Nación, fuero Seguridad Social, un amparo
para que el Ministerio se expida. Este amparo se demora a causa de la feria
judicial determinada por la pandemia.
A continuación mi descripción acerca del título de este artículo, o sea mi detención, procesamiento y encarcelamiento por mi militancia política estudiantil.
¿Por qué ahora escribo sobre
este tema?
El disparador
de esta publicación consiste en que los diez rugbistas acusados por el
homicidio de Fernando Báez Sosa fueron alojados en el Penal de Dolores lo cual
dio lugar un descomunal despliegue mediático sobre las razones y condiciones de
detención de estos integrantes de una patota en el citado lugar.
Creo
oportuno contar mi experiencia como preso estudiantil político.
“No
tiene nombre transitar por un penal para ver a un hijo” declaró el padre de uno
de los rugbistas acusados de asesinar a Fernando Báez Sosa, Marcial Thomsen,
sin caer este señor en la cuenta que lo que no tiene nombre es asesinar con el
único propósito de hacer valer la arrogancia y la fuerza, con el formato de la
manada, sobre la dignidad y la indefensión de un buen chico.
Me
viene a la memoria lo que mi vieja, mi viejo, mi hermano y otras personas,
familiares, compañeros y amigos, penaron por mi encarcelamiento dictado por la
más encomiable, la más ensalzable de las razones: el compromiso con la lucha
política al servicio de la causa nacional, popular y de los trabajadores.
Enunciado
el disparador, les cuento a la lectora y el lector, que los motivos
principales para escribir esto son:
- contribuir
a la verdad histórica sobre un período de nuestra historia relativamente reciente,
concretamente los 60,
- hacer
saber sobre cómo es, o cómo era entonces, la vida de un preso político en un
penal, sobre lo cual no se habla, más allá de comentarios sobre la exterioridad
de un acontecimiento de tal índole.
Es
decir, yo fui preso por mi militancia, preso por una causa digna, la más digna
y honrosa, una causa que contrasta de punta a punta con el comportamiento
criminal de quienes cometieron el asesinato de un chico, un muy buen chico, en
Villa Gesell.
Estos
rugbistas tienen entre 18 y 20 años. Justamente yo tenía 19 años cuando fui
encarcelado, siendo el preso político más joven del país.
Era
militante de la Fede (FJC) y del Movimiento Reformista en la Facultad de
Medicina de la UBA.
Me
parece que para la lectora y el lector que se interesen en este artículo quizá
les sirva para saber cómo fue la vida en la cárcel de un chico de 19 años hace
ya más de cinco décadas.
Fue
en el año 1966.
Estos
jóvenes rugbistas están encarcelados en el Penal de Dolores, ingresados en un pabellón
destinado sólo a ellos.
Yo fui
encarcelado en el viejo Penal de la Avenida Caseros, barrio de Parque
Patricios, de la ciudad de Buenos Aires. De ese penal quedan hoy solamente las
ruinas, ya que fue desalojado hace años; existe el plan de demolerlo.
Estoy
escribiendo una suerte de autobiografía con el título “APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS
DE UN INCATALOGABLE”.
Publiqué
en este mismo blog hasta el capítulo IV que concluye con el término de mi ciclo
secundario en el Bachillerato en Sanidad.
Estoy
ahora empezando a escribir el capítulo V, por lo cual mi prisión sería tema del
VI o VII.
Quiero
dejar muy en claro que lo que padecí con mi
encarcelamiento y todo lo que vino después es infinitamente menor
que lo sufrido por tantas y tantos compañeras y compañeros secuestrados,
desaparecidos y/o asesinados por las dictaduras, incluida la peor de todas, la
dictadura cívico militar terrorista de estado y genocida. Lo mío tampoco se
equivale, en lo más mínimo, con los padecimientos de las víctimas del
holocausto del nazismo, los presos de Guantánamo y de tantas y tantos que desde
del comienzo de la historia de la humanidad han sido víctimas de tanta crueldad,
incluyendo a nuestros pueblos originarios con la conquista europea.
Así
que no mi victimizo. Al contrario, ya que yo puedo contar.
Y lo
hago como testimonio histórico, como aporte a la verdad histórica, como relato
que permita atisbar en algo lo que habrán sufrido aquellas y aquellos
compañeras y compañeros. Este, mi relato, lo siento también como un homenaje,
minúsculo homenaje, a ellas y a ellos.
Paso
a contar.
Historia
personal previa a mi detención
Como
dije, ya escribí cuatro capítulos de mis “Apuntes autobiográficos”.
Allí
destaco que comencé mi militancia política en el último grado de la primaria,
con motivo de la lucha por la enseñanza laica, pública y gratuita. Desde
entonces, desde mis doce años, jamás dejé de militar. Tampoco dejé nunca de
trabajar, ya que, siendo de familia humilde, comencé a laburar a los once años.
Me
afiliaron a la Fede en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde comencé con
mi activismo, y seguí mi militancia en el Bachillerato en Sanidad (BES).
En
ese período, mi adolescencia, fui responsable político del círculo del BES,
fundador y presidente del Centro de Estudiantes, fundador de ligas
estudiantiles y centros de estudiantes en la provincia de Buenos Aires,
finalmente miembro del Comité Provincial de la Fede y vicepresidente de la
Federación de Estudiantes Secundarios de Buenos Aires (FESBA).
Vale
aclarar que en todo ese período y durante años después, se militaba en la
clandestinidad, la persecución policial era de práctica, el riesgo de caer
preso o de ser muerto era alto.
En
1965 ingreso en la Facultad de Medicina y me integro a la Fede de dicha
facultad y, por supuesto, al Movimiento Reformista.
Rápidamente
soy incorporado al área de Autodefensa de la Fede, lo cual me hacía militar en
la clandestinidad dentro de la clandestinidad. Quiero decir que sólo los
compañeros que compartían conmigo esa función sabían de mi condición; por lo
tanto, el resto de las compañeras y compañeros no sabían que yo cumplía con
esas tareas como militante, además de las que eran de carácter más público.
Reemplacé
el trabajo que tenía hasta entonces por el de parrillero en el Centro de
Estudiantes de Medicina (CEM).
Cada
jornada, agotadora, estudiaba, cursaba el primer año de la carrera de Medicina,
trabajaba y militaba.
Estudiaba,
trabajaba y militaba de lunes a lunes, no tenía descansos, salvo las noches en
las que salíamos a bailar, a tener nuestros encuentros de pareja o ratos de
fines de semana para jugar fútbol o ir a la cancha.
En
resumen, la militancia era para mí un compromiso pleno.
La
tarea como compañero a cargo de la autodefensa incluía:
- el
cuidado de reuniones y asambleas dentro de la facultad, especialmente por el
riesgo de ataques de las hordas nazifascistas,
- la
protección de las movilizaciones y los enfrentamientos con las fuerzas
represivas, generalmente la Policía Federal,
- el
cuidado de locales del Partido, previniendo agresiones de fachos o de agentes
de los servicios,
- ejecución
y protección en acciones callejeras diversas, incluyendo pintadas,
- preservación
de actividades políticas y asambleas en otras facultades, especialmente en
Filosofía y Letras, además por supuesto de Medicina,
- acto
de repulsa al yanqui Walt Rostow, ferviente anticomunista, ferviente partidario
del capitalismo acérrimo y funcionario del gobierno de Lyndon Johnson, en
ocasión de que el mismo intentara dar una conferencia en la Facultad de
Ciencias Económicas, lo cual fue impedido por un grupo de compañeros que yo
encabezaba, circunstancia en la que logramos expulsarlo de un ámbito que debía
ser respetado en su condición soberana,
- acciones
de inteligencia, de agitación y de fuerza sobre blancos enemigos, particularmente
de propiedad o jurisdicción de los yanquis, tanto por la intromisión de éstos
en nuestros asuntos internos, como por sus intervenciones en otros países
sometidos, sobre todo de América Latina, por sus invasiones militares y por la
guerra de Vietnam.
Muchas
y muchos compañeras y compañeros de entonces, hoy no están. No están porque la
casi totalidad de ellas y de ellos fueron desaparecidos y/o asesinados por la
represión, particularmente por la dictadura genocida encabezada por Videla,
Massera, Agosti y Martínez de Hoz e integrada y apoyada por quienes ya se sabe,
por quienes son de público conocimiento.
Cuento
ahora una información personal de interés para comprender qué sucede
encarcelado, qué alteraciones se producen en uno, sobre lo cual me referiré más
adelante: había concluido con una pareja, estábamos medio metidos con una
compañera de curso y estaba por iniciar una nueva relación de pareja, muy en
serio, muy enamorado. Veremos, entonces, más adelante qué pasa con esto.
Contexto
histórico y político del momento de mi detención
Gobernaba
el Partido Radical y el presidente era Arturo Illia.
Si
bien es un gobierno que goza de buena prensa y propaganda actualmente, lo
cierto es que se trató de un gobierno francamente antidemocrático y represor:
- accede
con sólo el 23% de los votos, ya que la mayoría peronista había votado en blanco,
- el
peronismo y la izquierda estaban proscriptos, no podían realizar actividad
política ni presentarse a elecciones,
- el
gobierno de Illia mantuvo las proscripciones y la persecución,
- la
Resistencia Peronista y la militancia de izquierda eran muy activas a pesar de
la represión,
- impide
el primer retorno de Perón, en el año 1964, quien queda varado con su vuelo en
el Galeao de Brasil y forzado a regresar a España,
- la
generalidad de las movilizaciones obreras y estudiantiles eran reprimidas,
- se
vivía por debajo del bienestar que se había conocido con el peronismo,
- este
gobierno, el de Illia, resuelve apoyar con tropas la invasión yanqui contra
Santo Domingo, para deponer a su presidente, el coronel Caamaño, quien se
declaraba peronista y estaba a cargo de un gobierno popular democráticamente
elegido,
- el
rechazo popular y, en especial, las numerosas movilizaciones de los
estudiantes, movilizaciones que me tenían como uno de sus adalides, obligó al Parlamento a desautorizar al gobierno de Illia a enviar
tropas,
- en
la movilización estudiantil, de la cual yo formaba parte como miembro de la
Autodefensa de la Fede, frente al Congreso de la Nación, una patota fascista
asesina a nuestro compañero Daniel Grinbank, quien cae a mi lado.
Paro
acá para no agotar a la lectora y al lector en la confianza de que lo descrito
alcanza para hacerse una idea, aunque sea somera, de cuál era el contexto
histórico y político, entre los años 63 y 66, años que fueron continuidad de lo
que se daba desde el golpe fusilador de 1955 que derroca al gobierno popular y
antiimperialista de Perón.
A
todo esto, el mundo estuvo y estaba convulsionado.
Destaco:
- la
invasión con el aval del gobierno del dictador global Kennedy a Cuba, Bahía de
los Cochinos, en la cual el gobierno y pueblo cubanos se alzan con la victoria,
- la
llamada “guerra de los misiles”, momento álgido de la guerra fría, cuyo
escenario también fue la revolucionaria Cuba y que se dirimía entre los EEUU de
Washington, con el dictador global Kennedy, y la Unión Soviética, encabezada
por el post-estalinista Kruschov,
- el
enfrentamiento creciente entre la Unión Soviética y la República Popular China,
presidida por Mao Tze Dung,
- la
invasión a Vietnam ordenada por Kennedy con la guerra consiguiente que se
extendió unos doce años y culminó con la derrota humillante de los yanquis, quienes jamás ganaron una guerra aunque participan de todas e inician muchas invasiones bélicas.
A
todo esto, la economía argentina empeoraba y, muy especialmente, se dio una
situación dramática en Tucumán, provincia que ya en 1966 pasaba por una
hambruna.
Como
datos de interés agrego que Palmero era el ministro de Interior, Zavala Ortiz
era ministro de Relaciones Exteriores y que un joven Raúl Alfonsín adhería incondicionalmente
al gobierno.
Por
otro lado, Illia fue candidato de la UCR porque el presidente del partido,
Ricardo Balbín, desistió de postularse por temor a perder ante una eventual
fórmula rival que Perón apoyara, como ya había sucedido en 1958, año en que
Frondizi-Gómez, de la UCRI, ganan las elecciones por el apoyo del “General”.
Subrayo
que fui detenido, procesado y encarcelado por el gobierno radical encabezado
por Arturo Illia.
Subrayo
el dato porque a ese gobierno se lo elogia también porque durante su mandato no habría habido presos políticos, una mentira flagrante.
Yo
fui preso político de ese gobierno, junto con el compañero que detuvieron
conmigo, más otros dos compañeros que detuvieron a la semana siguiente más un
sinnúmero de militantes políticos peronistas y de izquierda con quienes compartí
la cárcel como contaré en siguientes puntos.
Así
que afirmo de viva voz: el gobierno civil, radical, de Arturo Illia reprimió,
torturó y encarceló a militantes políticos, trabajadores y estudiantes.
Es
muy lacerante, muy lesivo para la psique y el espíritu haber sido preso
político y que quienes disponen de poder lo nieguen y que a éstos se sumen el
periodismo, dirigentes y ciudadanos en general, sea maliciosamente, sea
ingenuamente, sea estúpidamente. Ese dolor se agrava cuando ese negacionismo es vehiculizado por quienes fueron en ese entonces compañeros de militancia y amigos (o supuestamente amigos).
Finalizo
esta contextualización histórico-política destacando que se gestaba, bajo ese
gobierno, un nuevo golpe cívico-militar, el que se concretaría en junio de
1966. Cómo se produjo ese golpe, encabezado por Onganía y que se
autodenominara, pomposa y mentirosamente, Revolución Argentina, merece un análisis
complejo, pormenorizado y en profundidad que todavía la Argentina se debe para
entender, sobre todo, lo que vino después y que aún hoy nos condiciona.
Mi
detención
El
Centro de Estudiantes de Medicina tenía su sede principal en el interior de la facultad,
una sede amplia a la que dábamos vida y uso intenso.
Como
dije, además de ser uno de los ámbitos en los que militaba entonces, también
era mi lugar de trabajo como parrillero, empleo por el cual percibía mi
ingreso, importante no sólo para solventarme sino para contribuir también con
la economía familiar.
El
Centro tenía una dependencia en el subsuelo cuya entrada se ubicaba exactamente
en la ochava de la esquina de Paraguay y Uriburu.
A
poco de comenzado el año 1966, salimos de allí una noche junto con una
compañera y un compañero para concurrir a un acto que se realizó en la Facultad
de Ciencias Exactas y Naturales UBA encabezado por el decano de esta facultad,
el Dr. Rolando García. Dicha facultad tenía entonces su sede en la Manzana de
las Luces, sobre la calle Alsina, sede aledaña a la iglesia de San Ignacio y al
Colegio Nacional de Buenos Aires.
El
acto tenía por fines:
- reivindicar
la Reforma del 18, especialmente la autonomía universitaria, ya que se temía el
advenimiento de un golpe,que acabaría con dicha autonomía, lo cual finalmente aconteció,
- contribuir
a que se frenara tal golpe cívico militar en marcha,
- exigir
al gobierno la ayuda de emergencia a la provincia de Tucumán, acuciada por el
hambre, con la consigna “trigo para Tucumán”,
- el
repudio a la invasión yanqui a la heroica Vietnam.
Al descender
las escaleras de la estación “Facultad de Medicina” de la línea D del subte, tipos
de civil, con armas en la mano,
encañonándonos nos dan la voz de alto, esgrimiendo la condición de policías,
pero sin exhibir ninguna identificación.
Los
tres nos detuvimos, levantamos los brazos según sus indicaciones, y paso
seguido nos esposaron a mi compañero y a mí. Uno de los policías, el que me
esposó, tomó férreamente de la mano a nuestra compañera.
A
paso apresurado nos llevaron por la calle Uriburu a la esquina de la que
habíamos partido y allí comenzamos a pedir auxilio. Téngase en cuenta que
estábamos siendo detenidos por civiles no identificados.
Acudieron
compañeros que todavía no habían salido hacia el acto y comienza una pelea, en
la que yo me trenzo fieramente con el policía que me tenía esposado,
facilitando así la huida de nuestra compañera.
Rápidamente
llegan al lugar patrulleros y el número de policías obliga a nuestros
compañeros a buscar refugio en la facultad, vedada al acceso de la fuerza de
seguridad; con mi compañero fuimos trasladados, violentamente tratados, a la
comisaría 19, ubicada en la calle Charcas.
Allí
somos ingresados a los golpes al mismo tiempo que nos separan, por lo cual yo
no volvería a ver por algunos días a mi compañero.
A
mí, rodeado de policías, me hace un primer interrogatorio alguien trajeado
(luego me enteraría que se trataba del comisario) el cual me grita, golpea
reiteradamente y me vitupera en todas las formas, con insultos y por supuesto
gritándome “comunista de mierda”, “subversivo hijo de puta” y todo el rosario
que el lector y la lectora puedan imaginar.
Subrepticiamente,
extrae, en apariencia de mis ropas, una pistola calibre 45 que de ninguna
manera yo portaba, lo cual quedará claro en la tramitación de la causa. Es
decir, me fue plantada; así que la policía, tal como se la conoce hoy, no
inventó nada.
El
siguiente paso fue tirarme en una celda, toda de cemento y oscura, totalmente
oscura, sin luz. Me arrojan al piso y ahí me dejan.
A
cada rato vienen distintos policías para llevarme a alguna dependencia de la
seccional para interrogarme, negándome a dar respuesta, tal como había sido
aconsejado cuando fui instruido por compañeros para el caso de que
fuera alguna vez detenido.
Cada
uno de esos interrogatorios era súbito, imprevisto, en horas del día o de la
noche. Yo había sido despojado de reloj y de toda pertenencia. No tenía idea, a
partir de cierto momento, en qué comisaría estaba, ni qué día era ni la hora.
Si me dormía, me despertaban para llevarme a un nuevo interrogatorio.
En
cada interrogatorio me golpeaban, uno o más agentes, al mismo tiempo que me
insultaban. Me negaron el derecho a tomar contacto con abogado y por supuesto
me tenían absolutamente incomunicado.
Les
recuerdo: esto sucedía bajo el gobierno del “honesto y democrático médico de
pueblo” Arturo Illia, idolatrado ya entonces por Raúl Alfonsín y detestado por su jefe político
Ricardo Balbín, internas radicales que le dicen.
Desde
luego, yo estaba preocupado por mi madre, por mi padre, mi hermano, mi hermana,
amigos y compañeros, mis abuelos y otros familiares. No podía saber nada de
ellos y me inquietaba cómo estarían de preocupados por mí.
Días
después, un domingo, en un auto sin identificación, “totalmente civil”, nos
trasladan conjuntamente con mi compañero, esposados, tres canas impasibles, con
cara de ogros y mostrando toda su hostilidad hacia nosotros. Mi compañero tenía
22 años y yo, les recuerdo, 19.
Fuimos
a parar a lo que entonces se conocía como Coordinación Federal y, dentro de ese
edificio, a la Dirección de Informaciones Policiales Antidemocráticas, la
tristemente célebre DIPA: redundo, gobierno de Arturo Illia.
Coordinación
Federal y, por lo tanto, DIPA se ubicaban en la calle Moreno exactamente enfrente
del Departamento Central de Policía (lo supe después ya que nunca me dejaron
ver por dónde transitábamos).
Allí
somos enjaulados en celdas de unos dos metros cuadrados, totalmente
despojadas. Acostado en el piso, yo entraba a presión, con lo justo; el ancho
del calabozo no llegaba a duplicar mi propio ancho de cuerpo.
En
el mismo sector había otros militantes estudiantiles, cada uno en su calabozo,
todos de la facultad de Derecho.
Curiosamente,
recalco “curiosamente”, ellos son dejados en libertad a las pocas horas,
habiendo participado del mismo acto al que estábamos concurriendo nosotros. Es
decir, por el mismo motivo por el cual fueron casi de inmediato liberados,
nosotros quedamos presos todo ese año, todo ese largo año.
Me
sigo alegrando por su suerte, pero no dejo de preguntarme sobre el porqué del
trato diferenciado.
En
DIPA, era sustraído con frecuencia del calabozo, sin tener noción de día ni
hora.
Me
llevaban a una sala en la cual era interrogado por cuatro o cinco energúmenos;
casi todos ellos, me gritaban, insultaban, me preguntaban con tono perentorio y
a los gritos. También me golpeaban, hasta caer al piso con silla y todo. Se
valían del reflector sobre mis ojos, el cual lo prolongaban por no sé cuánto
tiempo, hasta que quedaba casi sin visión.
Y la
típica: se intercalaba el que hacía de “bueno”, el que me pedía que declarase
por mi bien, por mi familia. El que jugaba ese rol adoptaba una voz meliflua,
me hablaba de cerca o al oído, me advertía que si él no los frenaba los otros me
picanearían hasta darme muerte, etc. Agregaba a veces que ellos respondían
directamente al Comando en Jefe de la Marina.
El
elenco de esos cuatro o cinco bestias cambiaba en cada interrogatorio. Por
supuesto, no recuerdo ninguna cara, pero sí sus cuerpos, algunos corpulentos,
otros casi esmirriados, todos brutales.
En
una ocasión, uno de los carceleros, de la Federal, uniformado, ingresó en mi
estrecho calabozo y me molió a golpes con el machete, el famoso “palo”, el que,
según Mafalda, se usa para “abollar ideologías”. Quedé como Don Quijote después
de ser golpeado por los brutos de la posada.
En
todos los interrogatorios me mantuve en silencio, no canté nada de nada y,
eventualmente, respondía con preguntas tal como había sido instruido. La que
recuerdo es que cuando me preguntaban por cuál era mi lugar en el partido, yo
contestaba “¿qué partido?”.
Finalmente,
días después fuimos trasladados en un camión celular a Tribunales, calle
Lavalle, entre Uruguay y Talcahuano si recuerdo bien. No veía exteriores.
A
partir de entonces los traslados en camiones celulares pasaron a ser una
rutina. Eran traslados terribles: uno viajaba necesariamente de pie de un
habitáculo y con el temor de que el vehículo podría volcar en cada momento,
sobre todo cuando percibía que giraba. Daba para entrar en pánico.
Fuimos
a la alcaldía de Tribunales, lugar, allí me enteré, al que llamaban la
“leonera” porque es una suerte de jaulón en donde juntan, hacinan, decenas de
presos de toda índole, durante horas, hasta ser llevados ante el juez o el que
estuviera a cargo en el juzgado.
Luego
me trasladaron a un calabozo, también puro cemento, con el piso para dormir.
Ni
me acuerdo si comí o qué comí durante todos esos días.
Una
vez en el juzgado negué todo lo que se me imputaba: “intimidación pública”,
“portación de armas de guerra”, “actividad subversiva”. De golpe me acusaban de
comunista, de golpe de trotskista. Me hacían ver panfletos que no eran míos
para atribuírmelos, fotos de supuestas armas que yo portaba.
Negué
una y otra vez. En cada oportunidad, me mandaban de vuelta al calabozo.
Finalmente, transcurridas dos semanas, me pusieron en contacto con un abogado. En esas dos semanas, para mi familia, amigos y compañeros yo era un desaparecido y el recuerdo del muy querido Felipe Vallesse estaba muy fresco
Se
trataba de Alejandro Teitelbaum, integrante de la Liga Argentina por los
Derechos del Hombre (LADH). Con él me enteré que llevaba detenido e incomunicado
quince días, ya que el juez se había tomado todas las licencias para tenerme en
esa condición y que, incluso, se había excedido. El juez era Miguel Ángel Inchausti, del juzgado federal nº 4. Como se ve, la ligazón entre ciertos jueces, servicios, fuerzas armadas y de seguridad, gobernantes y dirigentes no tiene nada de novedoso. Por supuesto las embajadas de los países dominantes tenían su influencia y, sobre todo, desmedida y desfachatadamente la embajada yanqui.
Me
informó mi flamante que se hacía cargo de la defensa en forma conjunta con Nelly Minyersky
y que el responsable del equipo de abogados de mi defensa era Alberto
Pedroncini.
Por
primera vez tengo noticias de mi familia, para la cual yo había estado
desaparecido porque durante ese tiempo no fueron mi madre, mi padre ni nadie
cercano de mí informados de nuestro paradero. Sólo sabían que estábamos
detenidos.
Luego
me fui enterando de las repercusiones de nuestra detención.
Los
medios, con Clarín, La Nación, La Prensa y La Razón a la cabeza, nos acusaban
de subversivos, de violentos que habíamos iniciado la guerra de guerrillas
urbana, que merecíamos severo castigo, que éramos peligrosos para la
estabilidad de la república. En la hemeroteca de la Legislatura de la CABA se
pueden consultar los diarios y acceder a esas crónicas y notas. De todos modos,
advierto que las notas y las crónicas están plagadas de errores, de mentiras
que se caen por lo burdas y desbordan de prejuicios a rolete.
Es
hasta humorístico leer en esas páginas que Alfonsín declaraba que “la
democracia había llegado para quedarse”. En junio, el golpe.
Alfonsín
omitía que su gobierno era resultado del fraude y la proscripción, sobre todo
del peronismo y de Perón, al mismo tiempo que vivía en una nube, ya que el
golpe estaba a la vuelta de la esquina.
Caemos, como ya dije,
bajo competencia del Juzgado Federal nº 4, a cargo de Miguel Ángel Inchausti,
un radical muy conservador, sumamente gorila y también muy hipócrita. Recibió a
mi padre y lo convenció de que él pensaba que yo era un buen chico y de que
todo tendría un pronto final feliz. Ese pronto final feliz duró un año. Y qué
año, cómo y dónde.
Mi
abogado me informa que me procesan finalmente por “intimidación pública y
resistencia a la autoridad”.
Se
inicia el proceso judicial con todo su vigor.
Desde
el penal soy llevado con frecuencia para ser interrogado, para declarar, para
carearme con los policías que me detuvieron, para ser reconocido por falsos
testigos.
Me
atuve siempre a lo que me indicaba el abogado, sustancialmente negar toda
acusación, lo cual no era más que atenerme a la verdad. No había delito, desde
luego. Seguía sin ver a nadie de mi familia.
En
el calvario tuve durante todo el tiempo el acompañamiento incondicional de mi
madre, de mi padre, de mi hermano y de un gran compañero y amigo.
La
Fede, debo decirlo, nos dejó librados a nuestra suerte. No acompañaron a mi
familia ni la ayudaron económicamente, sabiendo que eran carenciados y mi
ingreso era importante para su economía. Mi hermana aún estaba en su más temprana
infancia, me quería y me extrañaba.
También
un tío, una tía peronista y mi abuelo materno, español, republicano socialista
y ateo, mi mejor amigo, estuvieron pendientes de mí y acompañando a mi vieja y
mi viejo, mi hermano y mi hermanita.
El
abandono, la falta de reconocimiento, aún hoy, por parte de quienes tendrían
que haberse solidarizado deben ser expuestos por mí. También fue muy ingrato
soportar reproches y hasta agravios, descalificaciones de familiares.
La
Fede, en particular la de la UBA, funcionaba como una casta y con mi detención
y encarcelamiento eso quedó por completo a la luz.
Por
casta me refiero a que en la Fede en general y, muy especialmente en la UBA, se
privilegiaba la portación de apellido, el parentesco con dirigentes del
partido, la pertenencia a la clase media alta, los provenientes de hogares de
profesionales, la vinculación familiar con referentes de diversa índole. Para
alguien perteneciente a una familia humilde, sin pasado comunista, y que venía
de militar en la provincia de Buenos Aires, en el conurbano peronista, el
destino era de carne de cañón, aun cuando, como en mi caso, había llegado a
dirigente provincial tal como conté.
Yo
era de origen peronista, por familia; eventualmente, yrigoyenista. Me había
afiliado a la Fede como canal a mano en el secundario para mi vocación política
de compromiso con mi patria, con América Latina, con mi pueblo, con los
trabajadores. Yo ya era un trabajador y desde hacía años, desde todavía nene.
A
todo esto, mi madre y mi padre eran hospitalarios y solidarios. Hospedaban a
compañeras y compañeros que buscaban refugio. Algunas y algunos hoy forman
parte de los desaparecidos. Otras y otros se borraron, jamás demostraron genuina
gratitud a mi vieja y mi viejo, que se habían expuesto tanto.
Me
entero luego, cuando me permiten comunicarme, que el decano de Medicina de entonces,
el prestigioso Dr. Fustinoni exigía vivamente nuestra libertad. También el CEM
cumplió, como rutina, con ese reclamo.
Volviendo:
me entero que nuestro procesamiento fue solicitado por el ministro de Interior,
Palmero (así que el gobierno “democrático” de Illia metido hasta el cuadril).
El
juez, de confianza de ellos, años después integrante de la Comisión de Homenaje
a Mor Roig, nos dicta la prisión preventiva.
Sobre
este juez hay publicadas versiones francamente ficticias, inventadas, que lo
ensalzan; incluso se lo menciona como un magistrado que se destacaba por
otorgar habeas corpus a presos políticos. Cuánta mentira.
No
me hablen del “lawfare” como si fuera un invento reciente. La complicidad entre
gobiernos, jueces, medios y factores de poder múltiples es más antigua que las
pinturas rupestres.
Ese
juez, con el dictado de la prisión preventiva, nos envía al antiguo penal de
Caseros de jurisdicción del Servicio Penitenciario Federal, un penal que había
sido inaugurado en 1898. Por lo tanto, tenía una edad cercana a los setenta
años y se encontraba en las condiciones originales, cuando había sido creado
para “reformatorio de menores”.
La
cárcel
En
el pabellón de ingresos, el 23
De
nuevo trasladados en camión celular vamos a parar al antiguo penal de la Avenida
Caseros, “la cárcel de Caseros”, en Parque Patricios.
Nos
depositan en el pabellón 23, el pabellón de los internos que son ingresados.
Debo
aclarar que desde la llegada al penal y hasta el último día en el mismo, el
personal del Servicio Penitenciario Federal nos trató con duplicidad: respeto por un lado y, según las
guardias, hasta con amabilidad; por otro lado, con extrema severidad y con algunos jefes que ejercían la amenaza y el tormento.
El colomo de lo último estuvo a cargo de un jefe de guardia que terminó tomándome como objeto de
su hostilidad a partir de un suceso que se dio en el segundo pabellón, al cual
fuimos a parar, el 17, suceso que describo en el punto en el que relato acerca
de nuestra estadía en ese pabellón.
Convivimos
allí, en el pabellón de ingresos, el 23, durante unos días con delincuentes
comunes, los cuales nos trataron con recelo o con abierta hostilidad. Para
ellos representábamos la ajenidad odiosa, los “estudiantes” y para peor, “de
los que se meten en política”.
Es
decir, al menos entonces, no había separación física, el tipo de separación con
el que preservan a los acusados de asesinar a Fernando Báez Sosa.
Tuvimos
que hacer un curso acelerado de las normas y códigos de los delincuentes
comunes. Recuerdo que de entrada fui reprendido por dirigirme a uno de ellos
diciéndole “señor”, lo cual era considerado un insulto, ya que tal apelativo se
aplica, para el delincuente, sólo a la policía, guardias penitenciarios,
jueces, “la gilada”, etc.
Pronto
aprendimos también que el mundo, según los delincuentes, se estructura en
“ellos, los muchachos buenos”, el aparato represivo, sobre todo la policía, y
el resto de la población, “la gilada”, a la que se desprecia por no entender
nada y por apoyar a jueces y policías y por creerle a los medios.
Un
preso mayor, experimentado, de esos que viven más tiempo en cana que libres,
conmovido de alguna manera, medio nos adopta y eso nos da protección. Es el
tipo de adopción paternalista, por el cual su condición de preso experto y
curtido, le permitía mostrarnos su superioridad. Nos hace oyentes de sus
relatos, vaya a saber cuánto tenían de cierto.
Las
condiciones eran precarias por las características del lugar, camastros
cercanos al baño para nosotros dos, comidas apenas pasables (y lo digo pese a
haber conocido el hambre y tener paladar rústico) y una atención oscilante entre distante y hostil por parte del personal.
Días
después, casi al mes de separación, recibo la visita de mi
madre, acompañada de mi hermanita.
Las
visitas se realizaban en el patio de la cárcel, a la luz del día, en horas
tempranas de la tarde. Recuerdo las emociones del reencuentro, y como dice el
tango, “pobre mi madre querida, cuántos disgustos le daba”. Si escribiera sobre
papel, se desteñiría “por los lagrimones que se me piantan” (Gardel).
No
recuerdo el diálogo con mi vieja. Sí me viene a la memoria que ella me pregunta
“¿por qué? ¿qué hiciste?”, a lo cual yo con el candor medio tonto de esa edad
le respondo: “bueno, mamá, vos sabés que soy un revolucionario”. Mientras tanto
mi hermanita corría por ese patio como si se tratara de una plaza, jugando con
nenas y nenes de otros presos visitados.
Días
después, nos destinan al pabellón definitivo, definitivo en ese momento, ya que
termina siendo provisorio.
Quinta
vigilancia, pabellón 17
Nos
depositan en un pabellón, el 17, de delincuentes comunes jóvenes.
Es
decir, el gobierno radical y su juez, nos niegan la condición de presos
políticos, todo con el fin de proteger la imagen de que en su gestión “no había
detenidos políticos”. Aclaro que existía el pabellón siete en el que estaban
alojados presos políticos; ése debería haber sido nuestro destino de entrada.
La
cárcel estaba organizada, institucional o formalmente, por sectores cada uno de
los cuales se denominaba “vigilancia”. Había cinco o seis vigilancias (o
sectores). Por lo que recuerdo, las variables que definían una vigilancia eran
la edad, el tipo de delitos y la condición social. Nosotros estábamos en una
vigilancia que correspondía a delincuentes comunes jóvenes.
En
otras vigilancias estaban delincuentes mayores de “guante blanco”, había
pabellones para los de clase alta, como los hermanos Todres, para los más
pesados o “gratas” como el célebre Villarino, el más famoso de los criminales
de entonces (su equivalente actual es el “gordo Valor”).
Villarino
era conocido como “el rey de las fugas” por la cantidad de veces que escapó de
penales, como un asaltante corajudo, capaz de enfrentarse con toda patrulla
policial que se le pusiera enfrente y, también, por ser considerado el ladrón
más veloz de automóviles del planeta (robo de automóviles destinados a sus
operativos ilícitos). Es un “histórico” cuya biografía se puede leer navegadores
mediante.
El
pabellón siete, en la segunda vigilancia, estaban alojados los presos políticos
y también se incluían delincuentes comunes de “guante blanco”, algo así como
Rocamboles criollos (estafadores muy refinados, embaucadores sumamente
entrenados, etc.).
Con
esa organización institucional, coexistía otra, tanto o más determinante según
las ocasiones: la que conformaban los propios presos, los delincuentes comunes.
En
esa organización, a nivel macro, de toda la cárcel, se daba una suerte de
esquema piramidal en cuya cúspide se ubicaban los “gratas” de mayor prestigio
canero.
“Grata”
era un delincuente pesado, capaz de los mayores delitos, admirado por los demás
quienes los tomaban como modelo a seguir.
Esos
“gratas”, junto con los de “guante blanco” de clases sociales altas, como los
Todres, tenían privilegios y tratos diferenciados con el personal y con la
dirección del penal, a cargo entonces del prefecto Roberto Amalric.
El
grata por excelencia era precisamente Villarino, idolatrado por toda la
población del penal y respetado por el personal.
Cuando
se daban eventos para los internos en el patio, Villarino era el último en
llegar, a la manera de “Su Majestad” acompañado por su séquito, el cual le
abría paso, desalojando a internos que pudieran ocupar un lugar que sus secuaces
consideraban era el de su preferencia.
Esta
organización macro, la de todo el penal, comandada por Villarino, se replicaba
en el nivel micro, en cada pabellón.
Cada
pabellón tenía su propio grata, sus segundos o lugartenientes y su tropa.
Cada
pabellón estaba conformado por “ranchos” o ranchadas, grupos de internos que
compartían un área, mesa, comidas. A nosotros, los mismos internos nos
indicaron cuál era nuestro rancho, lugar en el cual inicialmente fuimos bien
recibidos.
Como
recién llegados, nos tocó dormir en el piso, sobre tablas en las que se
colocaban colchonetas y cobijas.
Nuestros
camastros precarios estaban ubicados abarcando parte del pasillo y parte del
piso del baño, en la “frontera”, por lo tanto, próximos a mingitorios y
reservados. Lugar menos hospitalario y más antihigiénico y asqueroso imposible
imaginar.
Rápidamente
nos adaptamos, nos resignamos.
Nos
adecuamos a los códigos, las normas fijadas por los propios internos, normas
ancestrales evidentemente. Teníamos algunas funciones de “valerios”, o sea de
forzados servidores de los presos más antiguos, como por ejemplo limpieza,
lavado de vajillas, preparación de lo necesario para las comidas, las cuales
eran provistas por el penal.
También
fuimos aprendiendo la jerga canera: el baño era el “biorse”, “otear el
espejaime” significaba mirar panorámicamente, campanear, observar por ejemplo
el lugar en el que se va a delinquir o, dentro del penal, por dónde andan los “vigilantes”.
La
vajilla consistía en cacharros, platos de hojalata deteriorados por el uso y el
tiempo, cubiertos toscos, sobre todo los cuchillos hechos de latón y casi sin
filo, totalmente “artesanales” o sea, fabricados por los propios presos.
También
teníamos que respetar las jerarquías de hecho entre los internos, saber cómo,
cuándo, a quién dirigir la palabra. Había internos a los cuales no les podíamos
hablar si no lo hacían ellos, si no iniciaban ellos la conversación con
nosotros.
Teníamos
que respetar rigurosamente los momentos en que dormían, a cualquier hora del
día.
Decían
que “el sueño es la libertad del preso”.
Dormir
es el único momento en el que, suspendida la conciencia, sustraídos de la
vigilia, no se sentían presos, no se percibían en ese estado. Respetar
rigurosamente significaba que teníamos que hablar en voz muy baja o hacer
silencio. Tampoco podíamos leer, porque entre esos presos estaba mal visto.
Desde ya que no existía la televisión, ni siquiera la radio.
Todas
las mañanas, a las siete en punto, había que formar delante de los camastros
para que la guardia, con sus comportamientos hostiles y sus rostros adustos,
nos supervisara.
Vuelta
a vuelta, dos o más veces por semana, de modo súbito, a cualquier hora del día
o de la noche, las guardias nos requisaban: ingresaban intempestivamente al
pabellón, nos hacían formar y miraban hasta el último rincón, en busca de
drogas, de elementos que pudieran ser usados como armas, de cualquier cosa que
fuera motivo de alguna sospecha.
El
régimen de visitas era semanal, alternándose entre sábados y
domingos. Una semana en sábado, la siguiente en domingo.
Las
mujeres tenían una visita más, quincenal.
Las
visitas de las mujeres, en mi caso mi vieja y mi hermanita, para mi compañero
de causa su madre y novia, eran de dos horas por la tarde temprano.
Mi
padre y mi hermano me veían o sábado o domingo una hora por la mañana.
El
tiempo neto era siempre menor porque desde que accedían al penal hasta que
ingresaban, requisas incluidas, se reducía bastante.
Mi
hermano, enormemente solidario, enormemente fraterno, hacía a lo largo de la
noche anterior la cola para que mi viejo a la mañana y mi vieja a la tarde
ingresaran lo antes posible. Lo acompañaba un compañero realmente amigazo, el mejor
que tenía yo al momento de caer. Se bancaban toda la noche.
Mi
viejo entraba en primer lugar, demorándose el ingreso de mi hermano.
Mi
viejo se comportaba como si yo estuviese por unos días en un lugar recreativo, en
un retiro; pobre, negaba la situación, monologaba, impedía de hecho, sin mala
voluntad de su parte, que mi hermano y yo pudiéramos hablar. Como podía mi
hermano me comentaba sobre lo que sucedía afuera y me dejaba mensajes de
amigos, amigas, compañeras, compañeros, de la situación en mi casa, el resto de
la familia, etc.
Con
mi viejo y mi hermano nos encontrábamos de pie, separados por una reja, y casi
hacinados, ellos con otros visitantes, yo con otros presos.
También
me venían a ver con alguna frecuencia los abogados, sobre
todo Alejandro
Teitelbaum y. más raramente, Nelly Minyerski. Me ponían al tanto de la
tramitación de la causa, en general con noticias desalentadoras, aunque hacían
el esfuerzo de esperanzarme.
Con
Alejandro, y lo mismo hacía mi compañero de causa con sus abogados, también por
supuesto de la LADH, hablábamos sobre la posibilidad de ser trasladados al
pabellón siete. Les pedíamos que hicieran la gestión en el juzgado, pero nada
pasaba.
Una
o dos veces por la semana salíamos de “recreo” al patio.
De
modo tal, que casi todas las horas del día, y por supuesto la noche, la
pasábamos en el pabellón. Hablábamos mucho con mi compañero de causa y también
con otros presos.
Como
yo tenía mucha calle desde muy chico, provenía de un hogar humilde, estaba a
esa altura muy curtido, tenía mi habilidad para congeniar. Además, en mis
barrios de la infancia, había conocido chorros, malvivientes de toda índole,
hasta tenía familiares que vuelta a vuelta iban a parar por unas horas a alguna
taquería, etc.
De
todos modos, eso no me preservó de lo que voy a relatar y analizar
seguidamente.
Yo,
el “guachito lindo”
Yo
era el más joven, para ellos un “guachito”, “un lindo guachito” decían a mis
espaldas según me enteré luego.
Recién
llegados y, sobre todo, la condición de presos políticos eran motivos de cierto
recelo o de desvalorización para los internos delincuentes comunes.
Para
ellos, así nos lo decían, era una estupidez perder la libertad o arriesgar la
vida por los demás, por la sociedad o lo que fuera.
Vivían
como muy honroso ser ladrones, usar armas para asaltar y ni qué hablar de la
admiración que despertaban los gratas que se fugaban de las cárceles, que se
habían enfrentado a tiros con la yuta o que, más aún, habían bajado a algún
cana. Para ellos eran héroes. Villarino era lo más.
De
modo que la condición de preso político era objeto de sutil o manifiesto
vilipendio.
El
asunto se agravaba por nuestra otra condición vituperable: la de estudiantes.
Como
militantes políticos, éramos vistos como tontos que se arriesgaban por lo que
no valía la pena; como estudiantes, éramos considerados no sólo como presumidos
-aunque nos mostrásemos muy amigables o respetuosos- sino, peor aún, como
totalmente adaptados, giles.
De
modo que éramos algo así como “oxímoron ambulantes”: al mismo tiempo enemigos
del sistema (inútiles enemigos) y adaptados al mismo.
Eso
contribuía a que fuésemos tratados con cierto rigor, a veces ostensible, a
veces disimulado.
Como
ya conté, nos mandaron a dormir prácticamente al baño, nos consideraban
bastante a su servicio.
Cuando
salíamos al patio por algún evento, como por ejemplo para ver un partido de
fútbol, nos desalojaban del lugar que habíamos elegido para ubicarnos y ni qué
decir si asistían Villarino y otros gratas, como ya algo conté: teníamos que
abrirles paso, bajar la vista, retirarnos de su cercanía, arrinconarnos.
Cierto día, el
grata del pabellón en determinado momento comienza a dirigirme la palabra y
finalmente entabla conversación conmigo.
Obviamente
no me quedaba otra que acceder a conversar con él.
Recuerdo
que me contó sobre su infancia, su adolescencia y, sobre todo, sobre sus
valientes acciones como ladrón, acciones de las que se sentía sumamente
orgulloso.
Concluimos
la conversación a la hora de cenar.
Luego
con el “toque de queda” del penal, todos a dormir.
Completamente
dormido, sobre mi camastro en el piso a medias instalado en el baño, siento que
algo me roza y, semiconsciente, me despierto.
El
grata me estaba manoseando, desde la cama de un compañero mío de ranchada,
ladrón por supuesto.
Me
mira sonriente y con voz muy baja me propone dejarme coger. Así nomás, intento
de violación.
Yo,
entrenado por la calle y la militancia, atino a agarrar una faca (ese cuchillo
de latón), lo esgrimo y desafiante se lo coloco en el cuello: el tipo arrugó,
se levantó despaciosamente y se retiró a su cama, casi en la otra punta del
pabellón.
Cuento
de paso que en cada pabellón habría entre 80 y 100 internos, las camas
adosadas. Las medidas del lugar eran de alrededor de 60 o 70 metros de largo
por unos seis o siete de ancho, no recuerdo bien. Los baños ocuparían unos 25
m². Así que, dedúzcase que estábamos bastante encimados.
A la
mañana, luego de contarle a mi compañero de causa, ambos “pedimos rejas”: en el
lenguaje canero significa llamar a la guardia pidiendo auxilio.
Nos
hicieron comparecer ante el jefe de guardia, y luego de una charla muy lesiva
que incluía aprietes de toda índole, ante nuestra enérgica insistencia y
afirmándonos en nuestra condición de estudiantes y militantes, accedió a
cambiarnos de pabellón y, así, de esa manera tan tortuosa, pudimos lograr el
alojamiento en el pabellón siete, el de los presos políticos.
En
todas mis lecturas de Foucault, como también de otros autores, especialistas
del derecho, colegas de la Psicología, del Psicoanálisis y de las Ciencias
Sociales no encontré nada que ilustre sobre esto que voy a formular, que se
basa en mi experiencia carcelaria y es de mi total autoría:
Los
internos, delincuentes comunes, en su mayoría, forman parte, para el preso
político, del aparato represivo estatal, aparato en última instancia al
servicio del orden establecido y de los concentradores de poder. En el "18 Brumario" Marx denuncia enfáticamente cómo el lumpenaje sirvió a las fuerzas represivas para acabar con las luchas obreras, con el famoso levantamiento proletario de la Comuna de París.
No
tuve clara conciencia en aquel momento de esto, ni tampoco durante mucho tiempo
después.
Y
digo “en su mayoría” porque también he comprobado excepciones; además, estoy
convencido de que políticas de rehabilitación destinadas a la reinserción
social podrían facilitar la adopción de comportamientos constructivos.
Fue
ya con mi nutrida experiencia como científico e investigador social, como
creador del Método Vincular y de otros cuerpos conceptuales, que llegué a esa
conclusión.
Al
mismo tiempo, eso indica que en un penal coexisten, al menos, dos
organizaciones: la institucional o formal (la del penal propiamente dicho) y la
de los internos (en rubenrojasbreu.blogspot.com se pueden consultar mis
textos Concepto de organización y El contexto organizacional).
Todo
ese pabellón, en particular ese grata y mis supuestos compañeros de ranchada,
me tendieron “una cama” retórica y literalmente dicho.
Así
que, digo con dolor y desazón, que los intelectuales, incluso los más
renombrados, más allá de eventuales aportes interesantes, se pierden muchas
veces, como Álvar Fáñez, en los cerros de Úbeda.
En
el pabellón siete las cosas fueron distintas.
Mi
vieja y mi viejo jamás se enteraron de que pasé por esas terribles
experiencias.
Sí
lo supieron mi hermano y mi gran amigo, el que más nos acompañaba.
No
puedo menos que conmoverme y mucho, por mi vieja y mi viejo, lógicamente ya
fallecidos, y por mi hermano, menor que yo, también ya muerto, prematuramente.
El
jefe de guardia, es decir el que, ante nuestra insistencia enérgica, ordenó
nuestro traslado al pabellón 7, me tomó a partir de entonces de punto, como ya
se verá en lo que narro más adelante. Fue la autoridad carcelaria que
tuvo hacia mí el trato más hostil, extorsivo, torturante.
Segunda
vigilancia, pabellón 7
Aclaración
al paso
Mi
doble apellido resulta de la combinación del de mi padre y el de mi madre. Para
mi vieja el apellido “Rojas” era bastante común, y siendo nosotros pertenecientes
a una familia pobre, temía, desde que éramos chicos, que alguna vez cayéramos
mi hermano o yo en la gayola por confusión con algún homónimo. Por eso decidió
registrarnos con el Breu, cuando de niños el documento que se tramitaba era la
cédula de identidad otorgada por la Policía Federal.
Tenía
su razón la vieja. En el penal, un delincuente común joven, se llamaba “Rubén
Horacio Rojas”, exactamente igual que yo. Cuando tramité la libreta de
enrolamiento me inscribí por propia decisión con el apellido “Rojas”
únicamente, así que tenía cédula con doble apellido y libreta de enrolamiento
(antecedente del DNI) con el simple.
Cuando
salí en libertad me quedó como única opción el doble apellido, ya que renovar
la cédula significaba un riesgo serio de volver en cana, “por averiguación de
antecedentes” o lo que la yuta quisiera fabricarme como causa para sacar de las
calles a un “subversivo de mierda”.
En la
calle, uno vivía siempre sobre ascuas, siempre había que mirar para todos
lados, siempre había que mantenerse en la clandestinidad o en la
semiclandestinidad.
Ese
modo de vida durante décadas, desde mi pubertad hasta bastante después de
acabada la dictadura genocida, condicionó mucho mi vida.
El
pabellón 7
En
este pabellón convivían presos políticos y delincuentes comunes cultos o muy
respetuosos, lo cual aseguraba una coexistencia amable.
Los
presos políticos eran peronistas y comunistas; también había, algunos de
Tacuara, pero ya en el momento de tránsito a la izquierda, ya habían abandonado
su adhesión al fascismo y su antisemitismo. Entre los más famosos de la época
se encontraban los que habían realizado el asalto al camión de caudales del
Policlínico Bancario, asalto que habían consumado para la obtención de recursos
para la lucha guerrillera.
Se
encontraba también, como un extraño espécimen, un facho declarado, ferviente
anticomunista, pero sin dudar un agente de los servicios camuflado.
Nuestra
vida varió sustancialmente porque confraternizábamos, el trato entre quienes
convivíamos en el pabellón era amigable y solidario, se fue haciendo estrecho
con el tiempo, al punto que uno siente que conocía a esas personas de toda la
vida.
La
política era un tema constante, así como otras cuestiones que tenían que ver
con la vida tal como uno la enfocaba. Se daban las confidencias que iban desde
cuáles fueron las circunstancias de detención de cada uno hasta las relaciones
de pareja, la vida familiar, etc.
Con
los presos comunes, todos de “guante blanco”, también el vínculo era fluido y
diversos tópicos tales como el arte, también las confidencias, eran materia
cotidiana.
Además,
había homosexuales que se manifestaban con recato, por supuesto, (estábamos
hacinados y bajo pleno estado de represión), pero con bastante libertad.
Aun
cuando estoy refiriéndome a un tiempo muy lejano, hace más de cinco décadas,
entre quienes vivíamos en el pabellón 7 no había prejuicios de ninguna índole
con respecto a la orientación sexual.
Por
otra parte, como ya comenté en los capítulos escritos de mis “Apuntes
autobiográficos”, la homosexualidad comienza en mi generación a ser aceptada y
los grupos de pertenencia de cada uno de nosotros incluían naturalmente a los
homosexuales. Por supuesto que había sectores de la sociedad, como sigue
habiendo, con los prejuicios de los que bien sabemos, pero el gran salto, el
deseable salto, se había dado.
Justamente,
aledaño a nuestro pabellón, el 6, estaba destinado exclusivamente a
homosexuales, muchos de los cuales interactuaban con muchos de nosotros en
recreos o en espacios comunes.
Nunca
observé tampoco que el personal del Servicio Penitenciario mostrase particular animosidad
hacia los homosexuales; no puedo aseverar al respecto, sólo digo que yo nunca lo
percibí.
En
una ocasión en ese pabellón se produjo un incendio, provocado por uno de los
internos, según se dijo, arrebatado por los celos. Nos evacuaron, el humo hacía
invivible el lugar, un desastre.
También,
otro día, en un pabellón los internos causaron un incendio, lo cual lograban
prendiendo fuego algún colchón. En este caso, eran jóvenes que reclamaban por
mejores condiciones.
Téngase en cuenta que trato, con objetividad, de relatar una de las experiencias más
duras para una persona. Fuimos maltratados por el gobierno nacional presidido
por Illia, por el juzgado federal de Inchausti y por la Policía Federal y también por una parte del SPF como tal.
Por
supuesto, el régimen de visitas era el mismo: sábados o domingos por la tarde,
según la semana, veía a mi vieja con mi hermanita en el patio y, también, a
madres, esposas y novias de mis compañeros de pabellón y sábados o domingos por
la mañana, durante menos de una hora, a mi viejo y mi hermano, reja de por
medio, de pie, en un corredor.
Una
vez al mes, tenía una visita de mi vieja los jueves, por la tarde.
Decidí
aprender el lenguaje Braille con el cual traduje un sinnúmero de libros. Como
recompensa por tal actividad, recibí un diploma que en algún lado conservo y
una visita adicional por mes de mi madre, visita en la cual podía traerme media
docena de huevos (todo un manjar).
Compartí
esa etapa en el Pabellón 7 con compañeros que ya no están: varios de ellos,
fueron secuestrados y desaparecidos por la última dictadura, otros murieron en
combate integrando las formaciones especiales (u organizaciones guerrilleras
del peronismo de fines de los 60 y durante los 70) y otros murieron por causas
más naturales.
Compartíamos
libros y lecturas, charlas amenas. Caminábamos largos ratos por el estrecho corredor del pabellón, para mantener hasta cierto punto el estado físico. Algunos hacíamos un rato de gimnasia, la posible en ese estrecho lugar.
La
distribución de las tareas era igualitaria, sin jerarquías ni sometimientos a
la condición de “valerios” como habíamos soportado en los pabellones de los
delincuentes comunes.
En
una ocasión, el facho o agente de los servicios, sin razón a la vista, me atacó
con una trompada imprevista que me noqueó, quedé inconsciente tirado en el piso.
Me auxiliaron los compañeros, pero uno de los guardias observó la escena: muy
amablemente, nos llamó a la reja para reconvenirnos asegurándonos que no daría
parte, pero solicitándonos no reiterar lo mismo en lo sucesivo. No había
advertido que yo fui víctima de un ataque súbito, no partícipe, pero su punto
de observación justificaba su confusión y tampoco yo quise buchonear.
Por
otro lado, el jefe de guardia que había ordenado el traslado nuestro, después
del intento de violación de mí, empezó a pasarme factura por habernos hecho esa
“concesión”. Me llamaba cada tanto a su oficina para que le contara sobre cómo
se conducían los demás presos políticos, de qué hablaban, si planeaban algo,
etc.
Yo
siempre me negué a darle información, le aseguraba que no tenía nada para
informar. En consecuencia, me castigaba con calabozo, lo que ellos llaman
“celda de aislamiento”, un lugar puro cemento, en el que dormía en el piso y
totalmente separado del resto, sin ver durante días una cara ni escuchar una
voz. Y quedándome sin visitas también.
En
total, eso me pasó cinco veces, lo cual significó treinta días de calabozo en
el penal, los cuales se suman a los quince que ya había pasado incomunicado a
partir del momento de mi detención.
Esa
vida en el calabozo me curtió, más de lo que ya estaba, me dio también
confianza en mí mismo, ya que jamás canté, jamás buchoneé y también aumentó el
respeto y solidaridad de los compañeros conmigo.
Además
de la factura que ese jefe me pasaba, hay que tener en cuenta que yo era el más
chico, por lo tanto, supuestamente, el más vulnerable.
Una
de las veces que me mandó al calabozo, diez días seguidos en total (dos semanas
sin ver a mi vieja, mi viejo, mi hermano y mi hermanita, dos semanas sin ver a
otro humano, encerrado en dos metros cuadrados de cemento casi negro, durmiendo
lo más posible para acortar el tiempo, pensando y pensando), una de las veces
ese jefe me llamó al día siguiente del 17 de octubre porque los compañeros
peronistas habían cantado la marcha “Los muchachos peronistas”: me intimó a que
le diera los nombres de todos los que habían participado de ese conmovedor
acto. No le di ningún nombre, por supuesto; así que, a la “celda de
aislamiento”.
Téngase
en cuenta que, en cada una de esas ocasiones, en los días correspondientes, mi
vieja, mi viejo, mi hermano y mi hermanita iban a visitarme, mi hermano hacía
las colas toda la noche con mi gran amigo y recién al momento de ingresar se
enteraban de que no podían verme.
Con
el golpe del 28 de junio, encabezado por el “azul” Onganía, el supuesto general
“nacionalista”, corrió el rumor en el penal de que a la madrugada seríamos
fusilados en el patio.
Así
que esa noche nos preparamos para lo peor; como no pasó nada, seguimos
esperando que fuera alguna de las madrugadas siguientes. Bueno, estoy acá
escribiendo esto. Fueron puras amenazas, fue aplicación de tormento nomás.
Una
circunstancia que tengo que comentar tiene que ver con el amor. Cuento esto
para mostrar en toda su crudeza cuánto altera la psique de uno la vida en la
cárcel.
Al
momento de caer en cana estábamos en proceso de iniciar una relación de pareja con
una compañera con la cual estábamos muy enamorados. Días y noches el recuerdo
de ella y la esperanza de reencontrarnos en algún momento ocupaban mi cabeza.
No
podía visitarme, tampoco ninguna otra compañera: no quise de ninguna manera por
temor a que quedaran registradas, a que sus datos constaran en la Federal y en
los servicios.
Un
día mi vieja me trae una carta de ella, una carta que leí con avidez,
impacientemente, tan metejoneado estaba. Al promediar la carta, me hundí en la
depresión porque ella me contaba, inocente y honestamente, que había salido a
pasear con un compañero, en tren de amigos estrictamente, pero yo fui invadido
despiadadamente por los celos. Lo hablé con mi compañero de causa y también con
algún otro, quienes trataron de calmarme, de aclararme las ideas, de aliviarme,
de desterrar los temores y los celos. No hubo caso, no pude superarlo y, como
por obra de un conjuro nefasto, me desenamoré súbitamente.
Cuando
salí en libertad, ella me esperaba ansiosa y enamoradísima.
Soy
breve: le dije que no sentía ya nada por ella, sin darle razones porque me
producía intensa vergüenza hacerlo, una parte interna mía tenía clara noción de
que lo que me pasaba era absurdamente pueril. Quedó desgarrada.
Meses
después, nuevamente enamorado, corrí a buscarla, pero ya estaba en pareja con
otro chico. Ni me animé a hablarle.
Con frecuencia éramos
llevados a Tribunales y también con frecuencia recibíamos la visita de los abogados,
pero la causa avanzaba mal, con cambios de carátula, careos con los policías
(desde el comisario hasta los que nos detuvieron), malos tratos del secretario
del juez y de los empleados del juzgado, etc.
Con la dictadura
cívico militar encabezada por Onganía, comienzan a ingresar presos políticos que
son alojados en el pabellón 7.
Uno de ellos era
de la conducción de la Fede, conocido de nosotros: con mi compañero de causa lo
recibimos con los brazos abiertos y le brindamos toda la hospitalidad y solidaridad
de anfitriones de hecho como éramos a esa altura.
Nos respondió con
frialdad, suficiencia y hasta desprecio. De nuevo se hacía evidente el
comportamiento de casta al que ya me referí.
Estuvo solamente
unos días, rápidamente lo excarcelaron. Curioso: lo que con el gobierno civil
nuestros abogados no habían conseguido, con la dictadura militar sí fue posible
para este “compañero”.
La “noche de los
bastones largos” la vivimos, según precarias noticias que nos llegaban, con
amargura.
Numerosas compañeras
y numerosos compañeros fueron detenidos por las fuerzas represivas de la dictadura,
pero eran liberadas y liberados en horas, por la orden de jueces que a nosotros
nos tenían en gayola sin justificación, sin pruebas, sin información veraz
acerca de cuál sería nuestro destino.
También ingresó
Héctor Villalón, delegado personal de Perón. Tan pronto descendió del avión en Ezeiza, lo
detuvieron, lo pusieron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y fue
encarcelado.
Con él sí
entablamos una relación sumamente cordial, incluso afectuosa. Personalmente,
tuve con él conversaciones a diario, del mayor interés para mí por su conocimiento
de la política y su experiencia de mundo.
Además de delegado
personal de Perón en ese momento, había fundado el Movimiento Revolucionario
Peronista (MRP), el cual tenía gran predicamento e influencia dentro del
peronismo.
Fruto de esas
conversaciones, mi posición política empezó a variar. Sentí que me reencontraba
con mis raíces, con lo que había mamado en mi familia peronista, con mi vocación
por lo nacional y lo popular.
Al concluir mi
encarcelamiento, yo ya no era el mismo y el intercambio cotidiano con Villalón
fue un factor. A las pocas semanas, fue liberado y así perdí uno de los mejores
vínculos que pude tener en prisión, aunque a la vez era una buena y alentadora
circunstancia la de su liberación. Luego, con los años, me enteré que había decepcionado a muchos compañeros peronistas, de la Resistencia, quienes habían llegado a desconfiar de él: además, Perón finalmente lo alejó. Nunca se supo nada más de Villalón.
Ya a
fin de año, como algo caído del cielo, nos llega la notificación de que
quedábamos en libertad y nos dieron un tiempo relativamente breve para
prepararnos para salir.
Empacamos
lo que poco de que disponíamos, sobre todo libros. Yo había estado estudiando
Histología, materia de primer año de medicina que aún debía.
La
despedida de los compañeros fue todo lo conmovedora que se pueda imaginar, todo
lo fraterna que se pueda suponer.
La
ambivalencia me golpeaba de lleno en el rostro y en el cuore: la felicidad por
salir de la cárcel y el dolor por dejar en ella a quienes a esa altura eran
entrañables amigos y compañeros incondicionales e inclaudicables.
El
SPF, de acuerdo a los procedimientos normados, nos entrega a la Policía
Federal. Nuevamente en un bamboleante camión celular somos trasladados al
Departamento Central de Policía, donde nos juntan en un salón ante agentes
vestidos de civil, sumamente hostiles, con delincuentes comunes.
Durante
horas nos tienen de acá para allá, nos provocan, nos hostigan, nos dan algunos
golpes, todo con la aviesa intención de que respondiéramos de alguna manera que
justificara retenernos, abrirnos alguna nueva causa, etc.
Mantuvimos
el aplomo, nos encerramos en el silencio y, finalmente, con otro agente,
también de civil y también sumamente hostil, somos llevados a la puerta del
Departamento, la de la calle Moreno.
Allí
estaban mi vieja y mi hermano, la madre y la novia de mi compañero de causa.
La
lectora y el lector quizá imaginen lo que fue ese reencuentro tan esperado, tan
soñado.
De
todos modos, nos apresuramos para alejarnos del lugar, no va a ser cosa de que…
Al
llegar a casa, me esperaban mi viejo, que había anticipado su salida del
trabajo, un primo que se hospedaba en casa. Al rato, llegó mi mejor amigo, sin
tener idea, todo así dispuesto para darle la sorpresa: el abrazo fue
interminable, las lágrimas nos brotaban a ambos.
Al
día siguiente, también sin saber todavía, llegó un tío materno, que me encontró
dormido y me abrazó, incluso grandote como ya era yo a esa altura, me alzó en
brazos llorando. Fue el tío que estuvo todos los días acompañando a mi vieja durante
mi ausencia.
Con
los días, los mejores compañeros y amigos se fueron sumando a los reencuentros
y viví por algún tiempo una de las etapas más felices; había regresado de la
reclusión.
Mi
compañero de causa desapareció de mi vida, vaya a saber por qué, pese a que luego
me sucedió lo que voy a contar, ya que mi calvario no había concluido.
Días
después, se celebró en mi casa un almuerzo familiar del que participaron muchos
parientes. Una prima, apoyada por sus padres, me agredió por “comunista” y se
generó una pelotera de aquéllas, sobre todo porque yo me alteré muchísimo.
Así
que no todo fueron claveles y rosas. Para nada.
Ser
militante en aquellos tiempos se pagaba caro; por supuesto, mucho más caro se
pagó después, bajo la represión sistemática e inclemente de la funesta AAA y,
sobre todo, con la dictadura genocida que nos dejó sin 30.000 compañeras y
compañeros, amigas y amigos.
A
todo esto, mientras me hallaba en prisión, el PC y la Fede se dividieron, se produjo
una ruptura de enormes alcances, resultante de la cual de un lado quedó el PC y
la Fede oficiales, burocráticos y estalinistas, y del otro el PC Revolucionario
(PCR) con la Fede correspondiente.
Me encontré,
entonces, con compañeras y compañeros que estaban de un lado y del otro, así como
los que aún no habían tomado posición.
Finalmente,
yo empezaría una nueva etapa de mi vida en general y también mi militancia
política: poco después fundaría y encabezaría una agrupación estudiantil
universitaria y, luego, me sumaría al peronismo, para siempre. Había encontrado
mi nuevo rumbo en política.
Con
respecto al proceso judicial, el juez había dictado nuestra absolución (no el
sobreseimiento como hubiera correspondido) dejándonos de hecho en una situación
dudosa.
La
fiscalía apela la decisión del juez Inchausti y la Cámara de Apelaciones nos
condena, con prisión cumplida, con lo cual quedamos para siempre como ex presos
que habían delinquido, prontuariados y con antecedentes registrados, con todo
lo que eso significa para la vida en las distintas áreas: personal, familiar,
social y, sobre todo, laboral y profesional.
Esa
Cámara de Apelaciones, que funcionaba durante la dictadura de Onganía, estaba
integrada por Ramos Mejía, Romero Carranza y Juárez Peñalva.
Mi
expulsión de la UBA
En
la “noche de los bastones largos”, el 29 de julio de 1966, la dictadura había
acabado con la autonomía universitaria, conquista de la Reforma del 18. Se
había terminado la ilusión de las universidades estatales como “islas
democráticas”.
La
universidad es intervenida, con Luis Botet como rector y como decano de
Medicina es designado un tal Santas.
O
sea, cuando meses después salí en libertad, me encontré con la UBA y la
facultad bajo control de la dictadura.
El
decano Santas decide iniciar un sumario en mi contra con el fin de expulsarme.
Téngase
en cuenta que en la misma situación que yo, como preso político, habían estado
mi compañero de causa y otros compañeros de militancia a los cuales yo me
referí, todos estudiantes de Medicina.
El
decano Santas resuelve expulsarme únicamente a mí.
Recuerdo
cómo mi viejo se hizo cargo de la situación logrando entrevistas con el decano
que resultaron infructuosas. Pobre viejo y como dice el tango “pobre mi madre
querida”. Ellos soñaban, así como mi abuelo materno, con que yo fuera el médico
de la familia. No se les dio.
Esa
expulsión era de la UBA, no solamente de la Facultad.
Mi mejor
amigo, el mismo que acompañaba estoicamente a mi hermano durante largas noches
en las afueras del penal para que pudiera yo recibir las visitas, me convenció
de estudiar Psicología.
Como
estaba expulsado de la UBA, tenía mis dudas. Pero la burocracia, sin saberlo, me
hizo un favor. Ni la facultad de Medicina ni el rectorado de la UBA informaron
nunca a la Facultad de Filosofía y Letras (donde se cursaba Psicología
entonces) de mi expulsión.
Así
continuó mi vida como estudiante, hasta egresar, en 1973, con el mejor promedio
de mi promoción, con el título de Licenciado en Psicología.
Consecuencias
y ulteriores
1.
En 1976 fue una
patota de la Federal al domicilio que tenían registrado de mí, que era el de la
fecha de la detención. Era la casa de mis abuelos maternos, ya muy ancianos, y
les dijeron luego de interrogarlos largo rato (por suerte mi abuela ya estaba
con demencia senil y no entendía nada) que me buscaban por “subversivo
comunista”.
Yo ya tenía mi propia
familia, la cual quedó también en situación de riesgo. A la vida en
semiclandestinidad que afrontábamos, tuvimos que agregar excepcionales medidas
de preservación, buscando apenas la solidaridad de los muy pocos compañeros con
los que podíamos contar entonces, ya que gran parte también estaban perseguidos
o ya chupados o exiliados. Fueron meses, y años, de un vivir sobre ascuas francamente
desgastante, patogénico.
2. Más acá en el
tiempo, gracias a mis conocimientos profesionales, detecté que fui afectado por
el que se conoce como Trastorno por estrés postraumático.
3.
Al intentar
ingresar a distintas empresas para emplearme, a laboratorios líderes como
visitador médico, etc., me rechazan por “antecedentes policiales y judiciales”,
a pesar de haber respondido satisfactoriamente las evaluaciones de pre-ingreso.
Por supuesto, a
poco de salir en libertad, conseguí empleo, pero lejos de las condiciones
ideales, lejos de las posibilidades con que contaba cualquier ciudadano “normal”.
4.
En 1969 trabajando
como empleado en la empresa Noel, soy despedido por liderar, con otros, una
huelga en adhesión a la convocada por la CGT en mayo de ese año. Sólo me
despiden a mí esgrimiendo mis “antecedentes” policiales y judiciales, los
cuales fueron solicitados por la dirección de la empresa ante la inminencia de
la huelga. La dirigencia obrera burocrática ignoró olímpicamente mi despido,
pese al reclamo de compañeros buscando su apoyo.
5.
No pude tramitar
el pasaporte hasta contar con la seguridad de la estabilidad de los gobiernos
civiles y haber sobrepasado largamente el período de 20 años que establece la
ley para la vigencia de los efectos de una condena. De todos modos, al momento
de entregármelo, durante el gobierno de Menem, fui el único de la cola en Policía
Federal que demoraron y se acercó un oficial a preguntarme si yo era yo. A mí
me acompañaba una abogada amiga.
Desde ya que se alteró mi vida en todos los planos, como
ya referí y como puede deducirse.
Entre mi militancia de toda esa época, en gran medida en
la clandestinidad o bajo persecución, y la prisión, mi vida estuvo siempre
marcada por el recelo, la inseguridad y la incertidumbre, todo lo cual afectó
también a tantas compañeras y compañeros que pudimos sobrevivir.
Durante décadas, tuve una vida disociada: una vida
pública y una vida – y una historia – en las sombras.
Al mismo tiempo afirmo orgullosamente, con toda la
dignidad en alto, que jamás me doblegué, que jamás abandoné la lucha, que jamás
renuncié a mi posición en favor de mi patria, de mi pueblo, de los trabajadores,
de la integración latinoamericana y de los pueblos oprimidos del planeta. Jamás
cedí un milímetro en mi resistencia tenaz contra la intromisión extranjera y la
penetración cultural, política y económica.
Sobre los medios de comunicación masiva
Como ya comenté, los medios de comunicación masiva, entre
los cuales incluyo a Clarín y La Nación entre los que aún existen y La Prensa y
La Razón entre los que dejaron de editarse, jugaron un rol repudiable.
Se pueden consultar ejemplares de la época en los cuales
se narra nuestra detención con especial ensañamiento, incluyendo mentiras, distorsiones,
presión sobre la Policía y el Poder Judicial para usarnos como instrumentos de
advertencia, de escarmiento y de despiadado castigo así como contribuir a
generar clima de caos, debilitar el gobierno civil de entonces (el cual había
nacido débil y hacía todo para debilitarse más), un gobierno francamente
antipopular y antinacional aunque la historia oficial maliciosa lo lave y lo
juzgue con una intolerable benignidad.
Es interesante consultar los medios de la época, no sólo
para interiorizarse acerca de cómo trataron nuestra detención, procesamiento y
encarcelamiento, sino también para profundizar en torno a cómo despotricaban
contra las fuerzas populares, especialmente contra el peronismo y la izquierda,
contra el movimiento obrero combativo y contra el movimiento estudiantil;
también en favor de los intereses antinacionales, del alineamiento incondicional
con las potencias occidentales, especialmente con los EEUU de Washington al
mismo tiempo que contra la Revolución Cubana y los gobiernos populares del
Tercer Mundo más lo que consideraban “el peligro rojo”.
Algunas reflexiones y conclusiones
No escribí este
texto por catarsis ni para generar ninguna especial simpatía, ni para
victimizarme ni para pretender que ninguna lectora o ningún lector sienta
ningún tipo de compromiso con “mi causa”.
Lo escribí para:
- contribuir a la
verdad histórica, ya que hay tantas distorsiones, ocultamientos y mentiras sobre
nuestro pasado reciente y, en especial, sobre las décadas de los 60 y los 70,
- que se sepa cómo
era la vida de los presos políticos en los penales y hasta qué punto fueron
objeto de flagrante injusticia,
- dar a conocer algo
sobre lo que no se publica, justamente acerca de cómo la pasan los presos
políticos, un tema sobre el que intelectuales, sociólogos, psicólogos,
psiquiatras, especialistas del derecho, etc. no parecen prestar mucha atención
más allá de la exterioridad de la cuestión, de la superficie.
Ciertamente para
el preso político hay un antes y un después de la cárcel, un
antes y un después que afecta su vida entera.
Para muchos, es mi
caso, la afecta alterándolo de un modo no muy deseable, pero también fortalece,
afirma en las propias convicciones, genera un sentimiento de honra y de genuino
orgullo que ningún homenaje, medallero, premio Nobel o encumbramiento de la
índole que sea puede otorgar.
Quizá por eso
mismo, paradójicamente, más allá de la solidaridad eventual que vale resaltar,
uno recibe incomprensión, agravios y hasta es objeto de odio y de envidia por
parte de variadas personas, incluso de muchas que se exhiben como militantes.
Pareciera que les gustaría tener todos los supuestos beneficios simbólicos, políticos y de toda índole de
haber pasado por la prisión, pero sin los costos de sufrir ésta.
No hay duda que
entre quienes sufrimos la prisión (ni qué hablar de quienes fueron víctima de
desaparición forzada, hayan o no sobrevivido) y quienes no conocieron esos
penares, hay un foso, una frontera
insalvable que condiciona y hasta determina valores, comportamientos, ideas,
juicios sobre la realidad, grado de compromiso político, conocimiento de la
vida, etc.
En particular,
llamo la atención sobre la tendencia observable en jóvenes a idealizar nuestra “heroica”
militancia de los 60 y los 70, idealización que merece ser puesta en caja con
una revisión a fondo de lo que fue ese período de nuestra historia y del rol
que quienes entonces éramos jóvenes tuvimos.
Esa idealización
impulsa a muchas y muchos a la “película”: a querer recrear la intensa dramática de aquellos
tiempos inventándose una épica, creyendo que participan hoy de una epopeya de gran
trascendencia histórica sin ver que hay mucho más humo que fuego.
Aquéllos fueron
años de fuego, en todo el sentido de la palabra, para intentar una revolución
aún irrealizada. Esos años de fuego deberían servir como inspiración y como
experiencia para proponerse un proyecto de transformación de cuajo de nuestro
país que articule teoría y acción, inteligencia y construcción de poder,
aspiraciones de la mayor envergadura con el conocimiento para concretarlas.
La Argentina, su
pueblo y sus trabajadores, merecen un destino de óptimo bienestar, de justicia
en todos los órdenes de la vida, de reconocimiento de nuestras capacidades y de
gran proyección a nivel internacional.
No podemos resignarnos
a la mediocridad, a dejar que el tiempo pase ni mucho menos a que los grandes
concentradores de poder locales y globales ni los estados dominantes del
planeta nos subyuguen.
Haber pasado por
la cárcel me demostró que los humanos tenemos capacidades insospechadas, una
potencia inestimable y que, los argentinos, estamos en condiciones de
reencontrarnos con lo mejor de nuestra historia y de plasmar lo auténticamente
nuevo, despojándonos del lastre del conservadorismo, del despotismo, de lo
sembrado por las dictaduras, de la penetración cultural y política.
Reconocimientos y agradecimientos
Empezando por casa, tanto mi reconocimiento y mi
agradecimiento, en relación con el tiempo que pasé en la cárcel a:
- Mi vieja, Julia, que no sólo estuvo con su pensamiento en
mí día y noche, sino que también organizó movilizaciones de mujeres para exigir
nuestra libertad,
- Mi viejo, Federico, que estuvo tan presente y que dio su
pelea en cada lugar, ante el juez, ante el decano Santas y donde correspondiera,
- Mi hermano Carlos, incondicional, abnegado, que aún
adolescente, tanto hizo para que mi vida en la cárcel fuera lo menos dura posible,
y que tanto hizo también después,
- Mi abuelo materno Paco, que contribuyó a mi crianza y que
estuvo, ya añoso, activo y preocupado por mi suerte y que al momento de mi
liberación me recibió con los brazos bien abiertos,
- A mi tío Antonio que acompañó tanto a mi vieja, mi viejo,
mi hermano y mi hermanita en todo ese tiempo,
- A mi tía Negra, esposa de este último, que también
acompañó y que cuando fui objeto de agravios por parte de parientes, me apoyó y
se puso incondicionalmente de mi parte, ella, toda una peronista,
- A mi gran amigo de entonces Juan Carlos, que estuvo día
tras día con en mi casa asistiendo a mi familia y acompañando en las largas noches
de espera a mi hermano en las afueras del penal,
- A otras y otros compañeras y compañeros, amigas y amigos,
que también se solidarizaron y ayudaron que a mi salida de la cárcel mi vida se
encauzara rápidamente.
Reitero
que mi vieja, mi viejo y mi hermano, en esa época, conmigo encerrado,
estuvieron hospitalarios y solidarios con compañeras y compañeros, incluso con
muchas y muchos que se hospedaron en mi casa. Así que mucho se arriesgaron mi madre, padre y hermano, también quien por entonces era mi hermanita y no tenía completa noción de todo lo que sucedía.
La serie colombiana La niña resonó fuerte en mi cuore y en mi bocho porque lo que relata guarda parecidos con lo que viví al salir de la gayola y durante muchos años después. Todavía hoy me golpea tanto comportamiento egocéntrico, tanto desconocimiento, tanto ninguneo y también tanta exaltación de quienes ocupan lugares referenciales sin haber arriesgado jamás nada; hasta hay quienes se inventan un pasado personal de compromiso y lucha y con ese verso llegan a ocupar posiciones políticamente privilegiadas.
Ya
se fueron para siempre mi vieja y mi viejo, mi hermano prematuramente.
Así
que estas palabras son para quienes puedan recibirlas de tal manera que mi madre,
mi padre y mi hermano recobren vida a través de ellas y de ellos.
Quiero
sumar en mis reconocimientos a:
- Luis
Norberto Ivancich, mi gran amigo, quien hasta el último día de su vida bregó
para que se me reconozca plenamente, con todo lo que me corresponde, como
ex preso político,
- A
Marisa Timor, también mi gran amiga, que tanto se solidariza conmigo y que me
estimuló a que escriba estas páginas por su convicción de que se trata de comunicar
una experiencia vivida y vívida que habla de mí y, sobre todo, trae a la luz
una temática bastante negada.
- A Luciano
González Etkin, el abogado que está llevando a cabo las gestiones judiciales
para que el Ministerio de Justicia de la Nación me otorgue el beneficio que por
ley me corresponde indiscutiblemente.
Mi
especial reconocimiento a la maravillosa familia que contribuí a generar por su
infinito amor, su infinita comprensión y su infinita disposición a acompañarme
y apoyarme.
A la
espera
Por
mi condición de ex preso político me corresponde resarcimiento de acuerdo a las
leyes 26.913 y 26.564, resarcimiento que empecé a tramitar hace seis años y medio
y que, injustificadamente, duerme por ahora en el Ministerio de Justicia de la
Nación.
Comencé
a tramitar, vía la ANSES, tal resarcimiento en setiembre de 2014.
Aporté
a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y, a su través, al Ministerio
de Justicia, de la totalidad de las pruebas, tarea por cierto esforzada y
fatigosa.
Dichas
pruebas son:
- La declaración
jurada testimonial, los hechos por mí mismo descritos,
- La copia
del expediente completo debidamente certificada por el juez Lijo, actualmente a
cargo del juzgado federal nº 4 y por su secretaría,
- Las
fotocopias certificadas por la hemeroteca de la Legislatura de la CABA,
- Testimonios
y nombres de testigos a los cuales el Ministerio de Justicia puede recurrir.
Comento
que el expediente es muy explícito acerca de la arbitrariedad por la cual fui
detenido, encarcelado y condenado. Es muy explícito también acerca de hasta qué
punto fui detenido como militante político y de cómo “se armó” la causa.
Hasta
el día de hoy no tengo respuesta con relación al reconocimiento que me
corresponde según las leyes reparatorias, luego de cinco años y medio.
En
este momento, se encuentra a la espera de la firma de un juez del fuero de la
Seguridad Social, la intimación para que el Ministerio de Justicia se expida. Este
trámite se está llevando a cabo con posterioridad a reiterados pedidos de
pronto despacho presentados oportunamente por mí, así como una previa
intimación del juez.
Cabe
suponer que el Ministerio no sólo está en evidente e injustificada mora, sino
que todo indica que sabe que el beneficio me corresponde inexorablemente; de lo
contrario, ya habría emitido dictamen.
Mientras
se produce esta dilación para mí implica más persecución, más represión, más
tormento.
Fue gravísimo
haber sufrido injustamente prisión por mi militancia política, También es
gravísimo que no se conceda la reparación en tiempo y forma.
Es sumar
injusticia a la injusticia.
Rubén
Rojas Breu
Buenos
Aires, febrero 3 de 2020, actualizado en marzo 9 de 2021
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