Rubén
Rojas Breu
Apuntes
autobiográficos de un incatalogable
Capítulo
II
Algunas consideraciones previas
Antes de meterme de lleno en el capítulo
II, haré un rodeo, una introducción que tiene por objeto sentar algunas
premisas que permitan entender con mayor precisión el por qué de estos
apuntes.
No hay vida humana sin narcisismo a lo
freudiano así que se trata de destacar lo que escapa a él, lo que emprendemos
superando la trampa que nos tiende, hasta donde es posible superar dicha trampa.
Quiero subrayar que en estas páginas
intento mostrar, a través de mis vivencias y recuerdos, a través de mi mirada y
pensamiento, más de siete décadas de historia plenamente vivida. Lo hago con el
propósito de suministrar algunas claves que den cuenta de por qué vinimos a
parar adonde vinimos a parar.
No escribo estos apuntes para conquistar
la inmortalidad, sino para hacer un aporte a lo que creo que debemos saber
sobre el pasado reciente y también sobre el presente, con la conciencia de que
el futuro es solamente potencial cuya realización depende de lo que los
argentinos queramos construir.
Sobre todo, depende de si queremos
hundirnos en una suerte de compulsión a la repetición de lo que nos inhibe o si
aspiramos a un destino que nos lleve a trascender.
Veo con cierta desazón que dirigencias,
gobernantes actuales y futuros, referentes, intelectuales, expertos,
periodistas y decisores en general, de todo el espectro ideológico y político,
piensan en un país entre minúsculo y limitado, de baja proyección. Piensan en
un país en el que nos conformemos, si se llega, a terminar con el hambre y a
consumir nada más que lo que alcance para que una moderada economía sea puesta
en marcha.
El peronismo fundacional dio
vuelta la Argentina en los más diversos campos: cultural, social, político,
tecnológico, económico, etc. También inculcó como jamás lo hizo movimiento
político y gobierno alguno, la conciencia de pertenencia a una nación, la conciencia
de conformación como pueblo, la conciencia del derecho a tener derechos.
Pero creo que lo más prodigioso de ese
peronismo fundacional con Perón es haber instalado en la gran mayoría de la
población, la que está formada por trabajadores y por pequeños y medianos
productores de todos los rubros, la convicción de que la Argentina merece ser
un país que se proyecte en el espacio y en el tiempo, un país que, consciente
de sus capacidades, se asuma como potente.
Está a la vista que las grandes
revoluciones burguesas, con la de Francia a fines del siglo XVIII a la cabeza,
y otras como la mexicana, rusa, china y cubana en el siglo XX, revoluciones
real o supuestamente proletarias, derivaron en naciones y pueblos que no sólo
se hacen oír, sino que lideran a nivel planetario y que, incluso, a menudo
imponen.
Todo parece indicar que las
revoluciones, más allá de la lucha de clases o de las clases que las
protagonizaron, objetivamente fortalecieron y proyectaron a sus naciones. Por ejemplo, la monarquía y la nobleza
se habían tornado obstáculos en la Francia dieciochesca para que ésta alcanzara
su grandeza y su esplendor.
Nada más lejos de mi intención que la de
aspirar a una Argentina que se proponga dominar, en absoluto. Pero tampoco nada
más lejos de mi anhelo que el de que devenga un país resignado a la
mediocridad, a la pobreza, a la estrechez, a la conformidad con el mero
posibilismo.
Tanto los argentinos como la región y el
planeta requieren una Argentina soberana, plenamente desarrollada, justa,
enérgicamente respetuosa de los derechos, pero, al mismo tiempo, capaz de hacer
valer su voz y su presencia activa en términos geopolíticos.
O se llega alto o se cae. La medianía o
la meseta empujan a la cañada o a la cumbre.
Es el antiperonismo el que pretende que
la Argentina se acomode, sumisamente, a la condición de país periférico, de
país sin ambiciones, de país dependiente haciendo que tal “acomodarse” imponga,
a su vez, para los trabajadores y la mayoría de la población un destino de
sometimiento, injusticia y postergación.
Ese antiperonismo no le perdona al
peronismo fundacional, con la conducción de Perón, promover la nación y generar
el protagonismo del pueblo y los trabajadores, frustrando así su deseo más
profundo: el de hacer de nuestro país una extensión de los anglosajones.
Retomando los apuntes autobiográficos
Como conté en el capítulo I mis
recuerdos conscientes comienzan en la casita del Barrio Sargento Cabral.
A partir de mi nacimiento, hijo
primogénito y, a la vez, primer nieto y primer sobrino en la rama materna de mi
ascendencia, viví con mi madre y mi padre en un departamento de planta baja,
según recuerdo que me contaron, en Villa Pueyrredón, ciudad de Buenos Aires. El
departamento, alquilado, se encontraba a corta distancia del de mis abuelos
maternos, ése en el cual iríamos a vivir unos pocos años después, a posteriori
de residir en el barrio de suboficiales de Campo de Mayo.
Esta mención, la de esa temprana mudanza
de vivienda, expresa una suerte de premonición, ya que con los años, nos
cambiaríamos de casa con cierta frecuencia, lo cual me llevó a vivir en
distintos lugares no sólo de la Capital sino también del Gran Buenos Aires, a
lo cual se suman mis estadías de la infancia en el pueblo de mi padre, Roberts,
y en la ciudad en la que residían familiares de él, Lincoln, cabecera de partido,
ciudad en la que nació Arturo Jauretche. De tal manera, parte de mi infancia transcurrió, también, en el campo.
En mi familia extensa se podía encontrar
de todo, “como en botica” según rezaba un dicho popular de ese entonces.
Había humildes y trabajadores: ya me
referí a mis abuelos y a parte de mis tíos. Agrego ahora que uno de los
hermanos de mi madre, Amalio, peronista contumaz, fue chofer del ministro
Borlenghi, ministro de Interior del gobierno de Perón desde el 46 hasta junio
del 55 en que renunció con motivo de considerárselo implicado en una quema de
la bandera para comprometer a los opositores, los cuales ya se habían lanzado a
una ofensiva contra el gobierno. En el capítulo I me referí al golpe cívico
militar de 1951.
También en mi familia extensa había
pudientes y algunas y algunos con aires aristocráticos, con los cuales
manteníamos vínculos lábiles. Es de imaginar que esta parentela sensibilizaba
mucho a mi madre por su pertenencia a una familia trabajadora y modesta.
Todo se daba cruzado ya que parte de los
humildes era antiperonista y parte de los “ricos” era peronista, de modo tal
que había peronistas y antiperonistas, a la vez, entre los pobres y los
pudientes. Quizá ahí radiquen las raíces de cierta reticencia de mi parte a la
noción de clase social, noción que ni descalifico ni tampoco absolutizo.
También coexistían diversos sistemas de
creencias y valores, sistemas que de una u otra manera influían activamente en
mi hermano y en mí.
Parte de mis familiares, empezando por
madre, padre, abuelas y abuelos, adherían firmemente a la cultura del trabajo,
la honradez, la moral de los “buenos”.
Otra parte de mis familiares, más
lejanos, valoraban el éxito, sobre todo
el económico, la distinción, la ostentación y hasta el gusto por sentirse
superiores.
Un tercer segmento escapaba a esas
alternativas y tendía a la concepción más orillera y a cierto culto por la
viveza, a la inclinación por el camino más corto.
Quienes se ubicaban en este último lugar
tempranamente nos enseñaron, a mi hermano y a mí, a conocer las reglas y
saberes del arrabal. Si bien en mi hermano y yo lo determinante y en lo que nos
basamos para comportarnos a lo largo de nuestra vida (la de él ya penosamente concluida),
correspondió sin cortapisas al primer sistema de creencias y valores (el de
madre, padre, abuelas y abuelos y otros parientes, la mayoría), los otros
sistemas nos sirvieron indudablemente para conocer precozmente en qué mundo
tendríamos que desenvolvernos.
Quienes nos hicieron conocer los modos y
normas del arrabal, nos mostraban valores y contravalores, arquetipos y modelos
sumamente elocuentes y de gran significación en extendidos grupos.
Destaco dos oposiciones concurrentes:
una, la de vivos versus giles; la otra, la de los muchachos piolas versus
los botones.
Demás está aclarar que la dupla “los
vivos y los muchachos” era la valorada, por no decir la divinizada; la otra,
era la detestable, la de la vereda opuesta, la de los “giles y botones”,
particularmente porque los giles, de “tan giles”, juegan, sin mayor conciencia,
para los botones.
Estas elementales clasificaciones no
sólo me sirvieron para estar alerta a lo largo de la vida, para reconocer el
“código” que impera en distintas zonas a menudo ignoradas por las personas
“bien” en general, sino que específicamente me resultaron útiles para
sobrellevar la prisión como ya contaré capítulos más adelante.
Para el diccionario de la RAE, “gil”
es lo que se dice de una persona simple e incauta. Es una palabra derivada de
“gilí” propia del caló, dialecto romaní que hablan los gitanos de España,
Francia y Portugal, que quiere decir “inocente, cándido”.
El conjunto de los giles es “la gilada”.
En este sistema de creencias y valores
que estoy describiendo lo piola es ser un muchacho vivo y lo vituperado es ser
gil o botón.
Así, en ese sistema y el juego de
oposiciones que contiene, la policía es una suerte de enemigo, a la manera de
una versión caricaturesca de la lucha de clases, ya que para tal sistema es
como si no existiera el capitalismo ni lo social en general más allá de un
eterno campo de combate entre los muchachos y vivos versus la policía, a
la cual con su candidez los giles apoyan.
Desde chico aprendí, de tal manera, la
gama extensa de sinónimos lunfa sobre la policía: “yuta”, “cobani”, “taquería”,
“botón”, “cana”, “azul”, “ortiva”, etc.
Como puede verse, “gilada” no es una
expresión de origen elitista, no es un término despectivo originado en los
cenáculos de los que podían participar Borges, Ocampo, Bioy Casares, “Manucho”
y Silvina Bullrich, todos ellos sustentáculos de la gilada por otra parte.
Como es el término más controversial,
sobre todo cuando se lo aplica en política, me detengo en “gilada” o sea, el
conjunto de los giles.
La gilada, a diferencia de los muchachos
y la cana, es un espectador. En la oposición activo / pasivo, a los muchachos y
la cana les cabe el primer término y la gilada es la pasiva.
No es pasiva y punto: es pasiva e
ingenua. Es ingenua, porque desde la perspectiva de los muchachos y los vivos,
le cree a la yuta y, a las prolongaciones de ésta, que son los
integrantes del Poder Judicial y del Estado en general.
Es decir, en ese sistema de creencias la
policía no es el brazo armado del aparato represivo o disciplinario del Estado,
sino el cerebro al cual jueces y funcionarios de todo rango y pelaje se
subordinan.
La gilada está imbuida por el sistema de
valores que impulsa la sociedad pacata y sumisa, reverente y adaptada; no puede
ver el trasfondo real. La gilada no tiene idea de qué es el poder y cómo
circula éste.
Así que, si bien adherí y adhiero al
sistema de creencias y valores que se afirma en la ética, el trabajo y la
honradez, sistema que admite y hasta obliga a ser cuestionador, rebelde o
revolucionario, jamás podría ser yo ni gil ni botón. Eso también lo mamé
de muy pequeño.
Lo antedicho no significa que tenga una
visión lapidaria sobre policías, jueces, funcionarios, el Estado. Mi mirada
abarca la totalidad de lo social, y tales actores se inscriben en esa
totalidad; por otra parte, no hay sociedad actual ni de tiempos pasados que no
cuente o no haya contado con su régimen disciplinario y los organismos que lo
sostienen, de lo cual se ocupó, entre otros, Foucault.
Junto con mis abuelos, madre y padre,
parientes y amigos de la familia en general, se destacaba como ejemplo de
trabajador honrado mi tío Antonio, padre de una prima con la cual convivimos
mucho en la infancia.
Mi tío Antonio era un experto chofer con
aspiraciones a piloto de carreras, aspiraciones frustradas por falta de
recursos. Fue chofer desde su adolescencia y manejó todo tipo de vehículo,
particularmente colectivos; la 110 fue la línea en la cual durante más tiempo
se desempeñó, línea que ese entonces tenía su cabecera y su terminal,
respectivamente, en la estación Luis María Saavedra y en la Facultad de Derecho
de la UBA.
Con él, mi hermano y yo desde chicos nos
familiarizamos con el manejo y con los automotores en general, aunque lejos
estaba yo de tener vocación por la mecánica. Pero sin duda, haber aprendido de
él también contribuyó a que mi hermano y yo llegáramos a tener tanta calle.
Ya en el último grado de la escuela
primaria, mi madre, con el aval de mi padre, impulsa la decisión de que curse
la secundaria en el Nacional de Buenos Aires. Mi madre, obnubilada por la
imagen de ese colegio, con pretensiones de escalamiento social para mí, seguramente
con la esperanza de que yo reivindicara por vía de la adquisición de prestigio
lo que para ella y los suyos había estado vedado, puso toda su energía en que
yo estudiara en dicho colegio.
A la vez, ella y mi padre, carecían de
la suficiente información y, por supuesto, de recursos, por lo cual tuve que
prepararme por las mías para los exigentes exámenes de ingreso. Es decir, a
diferencia de los demás aspirantes, no concurrí a ninguna academia o instituto
especializado para asegurar exámenes exitosos que me garantizaran el acceso.
Tampoco se les ocurrió inscribirme en colegios
alternativos, considerando el riesgo de un fracaso.
Luego del derrocamiento de Perón en el
55, visto desde ahora, mi vida debió ser muy vertiginosa: comienzo de mi vida
laboral, militancia por la educación pública, terminación
de la primaria, fusilamientos del 56, preparación para el ingreso al Nacional y
comienzo de la secundaria.
Por esa época, los golpistas del 55
llamaron a elecciones, lo cual generó bastante movilización política en
general, tal como recuerdo. Mi padre, buscando su lugar coherentemente con su
posición de siempre, se afilió a la UCRI fundada y presidida por Frondizi y
Frigerio. Militó en la misma y fue activo propagandista para las elecciones del
58. Viviendo todavía en la casa de mis abuelos maternos, mi padre hacía
reuniones para persuadir a quienes lo consultaban respecto de cómo votar.
Como es sabido, Perón desde el exilio
firma un pacto con Frondizi y Frigerio, lo cual vuelca los votos peronistas en
favor de la fórmula encabezada por aquél dándole la victoria electoral sobre la
UCR presidida por Balbín.
El gobierno de Frondizi incumplió el
pacto con Perón, lo cual redundará en la ruptura entre ambos. Eso provocó la
decepción de mi padre, de muchos de mis parientes y de amigos de la familia.
Además, y por supuesto para peor,
Frondizi impone el siniestro Plan Conintes, una suerte de antecedente de los
que luego aplicarían las dictaduras cívico-militares, incluida la última.
Muchas personas cercanas sufrieron el rigor de tal plan antecedente del
terrorismo de estado; incluso yo, como precoz militante, viví ese rigor.
Ingresé al Colegio Nacional de Buenos
Aires en 1959, luego de rendir exitosamente mis exámenes de ingreso.
Cursé durante el turno tarde y un dato
de interés es que ese año se abrieron las puertas del “magno” Colegio a las
pibas, las cuales eran poco numerosas por lo cual compartieron con varones una
sola de las siete divisiones del primer año. A mí me tocó una de las divisiones
destinadas sólo a varones.
Al poco tiempo, un chico de otra
división, el cual seguramente había estado atento a mis comportamientos y
manifestaciones políticas, tanto dentro del aula como en los recreos, me afilió
a la Fede (= Federación Juvenil Comunista).
Esa afiliación fue en cierto modo un
tanto artificial para mí, ya que, de acuerdo a lo que conté hasta acá, para mí
lo “natural” era el peronismo y, en todo caso, el radicalismo o el socialismo,
pero no el Partido Comunista.
De todos modos, lo único, según
recuerdo, que existía con cierta vocación por lo popular en el Colegio era
justamente la Fede, así que pienso que esa afiliación y mi inicial militancia
en esa agrupación fue una suerte de transacción entre mi vocación por la
política y lo que me ofrecía el contexto inmediato. Tengo el vago recuerdo de
cierta presencia de los fachos, pero jamás me junté con ellos ni tampoco éstos
querrían tener nada que ver conmigo.
Recuerdo que en el pupitre posterior al
de mí se sentaba un chico católico recalcitrante que parecía una suerte de
conciencia moral corporizada, subrayada esta alusión por ubicarse justamente
detrás. Con frecuencia me susurraba al oído comentarios acerca de lo que
significaba pecar, poniendo mucho el acento en la masturbación como acto
criminal. Era insoportable, aunque buen chico; creía firmemente en lo que
afirmaba y predicaba.
No voy a explayarme acerca de mi vida
sexual porque soy celoso de mi intimidad y, sobre todo, creo, porque tiendo a
la mesura al respecto, quizá en buena medida porque entonces el machismo, con
su arquetipo fanfarrón del ganador con las mujeres, tenía cierta magnitud que
me disgustaba. Mi iniciación sexual fue la muy típica de los pibes de barrio y,
por otro lado, era muy habitual enamorarme lo que me llevaba a declaraciones con
variada suerte, conociendo en proporciones similares la aceptación y el rechazo
de las “pebetas”. Ya de niño fácilmente me encandilaba con las niñas. Mi madre
me consideraba un enamoradizo con futuro donjuanesco; era muy imaginativa, aunque
quizá algo de eso hubo. Es cierto que, muy habitualmente, andaba con la cabeza
medio dada vuelta hipnotizado por alguna piba.
La casi totalidad de la división estaba
conformada por chicos pertenecientes a familias adineradas e, incluso, de
abolengo. Inclusive, tuve compañeros que descendían de próceres.
Por otra parte, tal como recuerdo, en
general eran liberales clásicos, de derecha o apolíticos.
Puede deducirse el enorme esfuerzo de
adaptación que habré hecho, para más en un Colegio de alta exigencia tanto en
lo académico como en lo disciplinario.
A la par de las autoridades académicas y
del plantel docente, funcionaba la sección llamada “Prefectura”, la cual estaba
a cargo de la disciplina y, por cierto, que era bastante rigurosa. Organizada
en grados, a su cargo estaba el Prefecto, seguido por el Subprefecto y el
cuerpo de celadores, todos alumnos del último año – o sea de sexto, ya que el
ciclo en el Buenos Aires era de seis años -.
Esa duración de seis años, justificada
por pertenecer el Colegio a la UBA, servía a los fines del libre acceso, sin
examen de ingreso, a cualquiera de las facultades de la universidad.
En el segundo año, el Colegio, debido a
las deserciones, reducía a seis las divisiones, por lo cual hubo una
redistribución que implicó un cambio parcial de compañeros.
En ese segundo año sucedió algo que,
aunque parezca simplemente anecdótico, dejó una marca en mi vida y en mi mundo
interno.
En Castellano, la asignatura, me
destacaba, sobre todo, creo, por mi experiencia como lector y por mi escritura.
El profesor tendía a ser generoso con
las calificaciones, considerando sobre todo los estándares de exigencia del
cole.
En una ocasión nos tomó una prueba
sorpresa, consistente en una composición sobre un tema que no recuerdo.
Días después informó las notas: eran,
todas, bajas o aplazos. Yo me saqué un cinco, una nota inusual para mí por lo
baja, en esa materia.
Esto generó una reacción en masa de toda
la división, que derivó en una convocatoria de mis compañeros a hacerle huelga
a ese profesor, no concurriendo a la siguiente clase.
Para mí, un docente era un trabajador,
alguien que se esforzaba. Además, este profesor, recuerdo, usaba pantalones
gastados, incluso descosidos y deshilachados en su botamanga, lo cual me
inspiraba compasión, indudablemente estimulada ésta por mi condición de pibe
pobre; por otra parte, yo veía a diario, a mi padre, mi abuelo materno y mis
tíos con ropas humildes, desgastadas o pasadas de uso. Ergo, ese profesor se
inscribía en mi “cultura”.
Por lo tanto, me opuse al llamado a
huelga, lo cual motivó que fuera amenazado por mis compañeros si me resistía a
plegarme.
Me mantuve en mi posición y fui el único
que concurrió a clase.
Como consecuencia, de las amenazas mis
compañeros pasaron a la acción, desafiándome a pelear a las trompadas, a tres
cuadras del colegio, distancia requerida para evitar sanciones.
Me acuerdo que fui con todos ellos al
parque o plaza Colón, detrás de la Rosada.
Estaban enfurecidos y dispuestos a
cagarme a golpes. Yo puse una condición, a la manera de Martín Fierro: “que
vayan pasando de a uno”. Accedieron.
No quiero fanfarronear, simplemente
describo. Era evidente que yo tenía mucha más calle y que en ésta me había
entrenado sobradamente en todo tipo de pelea. Dejé fuera de combate a tres al hilo:
decidieron suspender la contienda.
Al día siguiente, me recibieron en la
división con simpatía. Parece de novela infantil lo que estoy contando, pero
aseguro que fue así.
En poco tiempo me convertí en líder y
quien había sido mi principal enemigo devino mi mejor amigo a partir de
entonces.
Mi liderazgo difusamente mezclado con mi condición de activista de una militancia imprecisa como la que se daba a esa
edad en el cole, me impulsó o me obligó a convertirme en el peor de la división,
por comportamiento. Eso produjo un efecto de ascendiente en aumento entre mis
compañeros y de sanciones por parte de celadores y Prefectura, hasta ser
suspendido y finalmente amenazado con la expulsión. Para evitarla, tuvo que
concurrir mi padre y dar él seguridades acerca de que iba a disciplinarme.
Creo que ahí, sin mayor conciencia entonces, aprendí los retorcidos y, a menudo, autodestructivos comportamientos que adoptan los pobres (como yo lo era) para encontrar su lugar, para adaptarse.
Fui más cauto a partir de entonces. De
todos modos, mi lugar de liderazgo ya estaba asegurado.
A comienzos del 60, nació mi hermana, trece años menor que yo y, al mismo tiempo, nos mudamos desde la casa
de mis abuelos maternos a una vivienda en el partido de San Martín, en el
barrio Villa Progreso.
Esa nueva casa nos fue proporcionada por
los empleadores de mi padre, dueños de una pyme de carpintería metálica de obra.
La casa pertenecía a la fábrica y por tal motivo nos fue cedida para ocuparla
en carácter de “caseros”, algo así como de encargados de todo el edificio.
Como ya habían vendido la parada de
diarios y revistas de mi abuelo, en la que trabajaba con mi hermano (lo que
relaté en el capítulo I) comienzo a trabajar a cargo de un puesto de venta de
calzado en una feria ambulatoria que, de lunes a sábado, rotaba entre Villa Bosch,
Martín Coronado y Pablo Podestá, en el Gran Buenos Aires.
Esto me traía sus dificultades con el
Colegio y no sólo porque contaba con poco tiempo para estudiar, lo cual redundó
en que en casi todas las materias me fuera diciembre o a marzo e incluso
iniciara el año siguiente con previas, o sea, materias sin haber rendido
satisfactoriamente.
También implicaba una suerte de doble
vida, ya que mis compañeros no sabían en qué condiciones yo vivía ni mucho
menos que laburaba. Quiso la mala suerte de que uno de ellos viviera en una de
las localidades en que se instalaba la feria, los sábados. Cada tanto este
compañero atravesaba la calle de la feria y me veía: yo inventaba excusas
absurdas sobre mi presencia allí, ocultando que era puestero.
Desde entonces creo, y por décadas, viví
una suerte de doble y hasta de triple vida.
Ya un par de años después, por mi
militancia, tendría una vida clandestina.
Seguí en el Nacional de Buenos Aires
hasta completar el tercer año, lo cual fue costoso porque en ese tercer año me
fui a diciembre o a marzo en siete materias de un total de nueve. Como dije, el
tiempo que destinaba al trabajo, el cansancio al final de cada jornada, junto
con mis primeros palotes en la militancia y también la vida de pibe de barrio,
conspiraron contra un mejor desempeño. Por otra parte, también colaboraba con
tareas domésticas en mi casa; mi madre nos inculcó a mi hermano y a mí, desde
la más temprana edad, la igualdad de género, lo cual incluía enseñarnos que las
labores hogareñas también eran y debían ser asumidas por los varones. Además,
en el colegio destinaba más tiempo a fortalecer mi liderazgo “rebelde”, según
recuerdo, que a concentrarme.
Finalmente rendí todas las materias
satisfactoriamente.
Ese año, 1961, se cumplía el sesquicentenario
del natalicio de Sarmiento, por lo cual el rectorado del Buenos Aires organizó
un concurso entre los alumnos consistente en un ensayo sobre su figura y su
vida. Curiosamente, obtuve el primer premio; aún conservo la recompensa, la versión
del libro autobiográfico Mi vida del autor del Facundo.
Mis padres, en su empeño porque yo
llegara a médico, me inscribieron en un colegio recién creado, por la gestión
del ministro de Asistencia Social y Salud Pública de Frondizi, Noblía y puesto
en marcha por el Director Nacional de Salud Pública, Enrique Grande. Fue creado
en abril de 1960, tuvo como supervisor a Abraam Sonis y como director a Enrique
Crespo. Era, resumidamente, una expresión típica del desarrollismo (Frondizi y
Frigerio).
Ese colegio se denominó Bachillerato en
Sanidad (BES) y funcionaba en la jurisdicción y sede de la Escuela Nacional de
Salud Pública, también fundada por el gobierno desarrollista de Frondizi. Esa
sede es actualmente el célebre Hospital Posadas, de Haedo, Gran Buenos Aires.
Se cursaba a partir del cuarto año y el
requisito para el ingreso era haber completado el ciclo básico de la
secundaria, los primeros tres años.
Como yo había cursado esos tres primeros
años en el Buenos Aires, cuyo programa difería por completo de los demás
colegios secundarios, tuve que rendir treinta equivalencias,
sumadas a las adeudadas en el CNBA, entre los meses de diciembre de 1961 y
marzo de 1962. Pude.
El BES contaba con cuatro especialidades
entre las cuales se podía optar: Asistente Clínico, Técnico en Hemoterapia, Técnico
en Radiología y Técnico en Laboratorio. Me inscribí en la primera de las
mencionadas.
Así comenzaría una nueva etapa de mi
vida, sumamente significativa y trascendente, una etapa que cambió
sustancialmente el curso de mi existencia ya que en el BES se conjugaron
- una formación especial y muy enriquecedora, distinta de todo lo conocido,
- la autodisciplina (no había régimen de control o celadores, muy llamativo para mí proveniente de un colegio con su Prefectura casi dictatorial),
- la coexistencia de géneros
- y la reformulación de mi militancia, que pasaría a ser sostenida, continua, arriesgada, cotidiana, de una involucración mayúscula.
En esa etapa de mi vida, entonces,
simultáneamente trabajaba por la mañana, cursaba en el BES por la tarde y
militaba, tanto dentro del ámbito del BES como en su entorno, prácticamente
todo el partido de La Matanza y más tarde en todo el territorio provincial, concluyendo
habitualmente mis jornadas por la noche.
Mi madre, mi padre, mi hermano y mi
hermana aun bebé, así como mis abuelos y la familia extensa en general,
tuvieron que acostumbrarse, con angustia y dolor frecuentemente, a verme poco,
a compartir casi nada.
Destinaré el próximo capítulo a
describir mi paso por el Bachillerato en Sanidad y a mi militancia en ese
período, que abarca los años 1962-64.
Sólo agrego que el Bachillerato en
Sanidad fue un proyecto de vanguardia que merece al mayor reconocimiento,
incluso fue prácticamente una realización única en el mundo. Con el golpe
cívico-militar contra el gobierno de Frondizi en setiembre de 1962 se ordenó su
cierre, motivado en razones supuestamente económicas, pero sin duda pesó lo
político, tanto por lo que significaba como concepción de avanzada intolerable
para los sectores conservadores como por el nivel de politización del Colegio,
nivel de politización al que, dicho orgullosamente, contribuí.
El BES fue, además de una escuela de
avanzada, un lugar de formación de notables profesionales y científicos y
también un semillero de cuadros y líderes políticos.
Para tener mayor información sobre el
Bachillerato en Sanidad se puede consultar el texto La política de salud en
el desarrollismo de José Benjamín Gómez Paz. También, en Internet, puede
hallarse el Programa de Estudios.
Rubén Rojas Breu
Buenos Aires, noviembre 1º de 2019
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