viernes, 1 de noviembre de 2019

APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS DE UN INCATALOGABLE CAPÍTULO II





Rubén Rojas Breu

Apuntes autobiográficos de un incatalogable

Capítulo II



Algunas consideraciones previas

Antes de meterme de lleno en el capítulo II, haré un rodeo, una introducción que tiene por objeto sentar algunas premisas que permitan entender con mayor precisión el por qué de estos apuntes. 

No hay vida humana sin narcisismo a lo freudiano así que se trata de destacar lo que escapa a él, lo que emprendemos superando la trampa que nos tiende, hasta donde es posible superar dicha trampa. 

Quiero subrayar que en estas páginas intento mostrar, a través de mis vivencias y recuerdos, a través de mi mirada y pensamiento, más de siete décadas de historia plenamente vivida. Lo hago con el propósito de suministrar algunas claves que den cuenta de por qué vinimos a parar adonde vinimos a parar. 

No escribo estos apuntes para conquistar la inmortalidad, sino para hacer un aporte a lo que creo que debemos saber sobre el pasado reciente y también sobre el presente, con la conciencia de que el futuro es solamente potencial cuya realización depende de lo que los argentinos queramos construir. 

Sobre todo, depende de si queremos hundirnos en una suerte de compulsión a la repetición de lo que nos inhibe o si aspiramos a un destino que nos lleve a trascender.

Veo con cierta desazón que dirigencias, gobernantes actuales y futuros, referentes, intelectuales, expertos, periodistas y decisores en general, de todo el espectro ideológico y político, piensan en un país entre minúsculo y limitado, de baja proyección. Piensan en un país en el que nos conformemos, si se llega, a terminar con el hambre y a consumir nada más que lo que alcance para que una moderada economía sea puesta en marcha.

El peronismo fundacional dio vuelta la Argentina en los más diversos campos: cultural, social, político, tecnológico, económico, etc. También inculcó como jamás lo hizo movimiento político y gobierno alguno, la conciencia de pertenencia a una nación, la conciencia de conformación como pueblo, la conciencia del derecho a tener derechos.

Pero creo que lo más prodigioso de ese peronismo fundacional con Perón es haber instalado en la gran mayoría de la población, la que está formada por trabajadores y por pequeños y medianos productores de todos los rubros, la convicción de que la Argentina merece ser un país que se proyecte en el espacio y en el tiempo, un país que, consciente de sus capacidades, se asuma como potente.

Está a la vista que las grandes revoluciones burguesas, con la de Francia a fines del siglo XVIII a la cabeza, y otras como la mexicana, rusa, china y cubana en el siglo XX, revoluciones real o supuestamente proletarias, derivaron en naciones y pueblos que no sólo se hacen oír, sino que lideran a nivel planetario y que, incluso, a menudo imponen. 

Todo parece indicar que las revoluciones, más allá de la lucha de clases o de las clases que las protagonizaron, objetivamente fortalecieron y proyectaron a sus naciones. Por ejemplo, la monarquía y la nobleza se habían tornado obstáculos en la Francia dieciochesca para que ésta alcanzara su grandeza y su esplendor. 

Nada más lejos de mi intención que la de aspirar a una Argentina que se proponga dominar, en absoluto. Pero tampoco nada más lejos de mi anhelo que el de que devenga un país resignado a la mediocridad, a la pobreza, a la estrechez, a la conformidad con el mero posibilismo.

Tanto los argentinos como la región y el planeta requieren una Argentina soberana, plenamente desarrollada, justa, enérgicamente respetuosa de los derechos, pero, al mismo tiempo, capaz de hacer valer su voz y su presencia activa en términos geopolíticos.

O se llega alto o se cae. La medianía o la meseta empujan a la cañada o a la cumbre. 

Es el antiperonismo el que pretende que la Argentina se acomode, sumisamente, a la condición de país periférico, de país sin ambiciones, de país dependiente haciendo que tal “acomodarse” imponga, a su vez, para los trabajadores y la mayoría de la población un destino de sometimiento, injusticia y postergación.

Ese antiperonismo no le perdona al peronismo fundacional, con la conducción de Perón, promover la nación y generar el protagonismo del pueblo y los trabajadores, frustrando así su deseo más profundo: el de hacer de nuestro país una extensión de los anglosajones.


Retomando los apuntes autobiográficos

Como conté en el capítulo I mis recuerdos conscientes comienzan en la casita del Barrio Sargento Cabral. 

A partir de mi nacimiento, hijo primogénito y, a la vez, primer nieto y primer sobrino en la rama materna de mi ascendencia, viví con mi madre y mi padre en un departamento de planta baja, según recuerdo que me contaron, en Villa Pueyrredón, ciudad de Buenos Aires. El departamento, alquilado, se encontraba a corta distancia del de mis abuelos maternos, ése en el cual iríamos a vivir unos pocos años después, a posteriori de residir en el barrio de suboficiales de Campo de Mayo.

Esta mención, la de esa temprana mudanza de vivienda, expresa una suerte de premonición, ya que con los años, nos cambiaríamos de casa con cierta frecuencia, lo cual me llevó a vivir en distintos lugares no sólo de la Capital sino también del Gran Buenos Aires, a lo cual se suman mis estadías de la infancia en el pueblo de mi padre, Roberts, y en la ciudad en la que residían familiares de él, Lincoln, cabecera de partido, ciudad en la que nació Arturo Jauretche.  De tal manera, parte de mi infancia transcurrió, también, en el campo.

En mi familia extensa se podía encontrar de todo, “como en botica” según rezaba un dicho popular de ese entonces. 

Había humildes y trabajadores: ya me referí a mis abuelos y a parte de mis tíos. Agrego ahora que uno de los hermanos de mi madre, Amalio, peronista contumaz, fue chofer del ministro Borlenghi, ministro de Interior del gobierno de Perón desde el 46 hasta junio del 55 en que renunció con motivo de considerárselo implicado en una quema de la bandera para comprometer a los opositores, los cuales ya se habían lanzado a una ofensiva contra el gobierno. En el capítulo I me referí al golpe cívico militar de 1951.

También en mi familia extensa había pudientes y algunas y algunos con aires aristocráticos, con los cuales manteníamos vínculos lábiles. Es de imaginar que esta parentela sensibilizaba mucho a mi madre por su pertenencia a una familia trabajadora y modesta. 

Todo se daba cruzado ya que parte de los humildes era antiperonista y parte de los “ricos” era peronista, de modo tal que había peronistas y antiperonistas, a la vez, entre los pobres y los pudientes. Quizá ahí radiquen las raíces de cierta reticencia de mi parte a la noción de clase social, noción que ni descalifico ni tampoco absolutizo.

También coexistían diversos sistemas de creencias y valores, sistemas que de una u otra manera influían activamente en mi hermano y en mí.
Parte de mis familiares, empezando por madre, padre, abuelas y abuelos, adherían firmemente a la cultura del trabajo, la honradez, la moral de los “buenos”. 

Otra parte de mis familiares, más lejanos,  valoraban el éxito, sobre todo el económico, la distinción, la ostentación y hasta el gusto por sentirse superiores.
Un tercer segmento escapaba a esas alternativas y tendía a la concepción más orillera y a cierto culto por la viveza, a la inclinación por el camino más corto.

Quienes se ubicaban en este último lugar tempranamente nos enseñaron, a mi hermano y a mí, a conocer las reglas y saberes del arrabal. Si bien en mi hermano y yo lo determinante y en lo que nos basamos para comportarnos a lo largo de nuestra vida (la de él ya penosamente concluida), correspondió sin cortapisas al primer sistema de creencias y valores (el de madre, padre, abuelas y abuelos y otros parientes, la mayoría), los otros sistemas nos sirvieron indudablemente para conocer precozmente en qué mundo tendríamos que desenvolvernos.

Quienes nos hicieron conocer los modos y normas del arrabal, nos mostraban valores y contravalores, arquetipos y modelos sumamente elocuentes y de gran significación en extendidos grupos. 

Destaco dos oposiciones concurrentes: una, la de vivos versus giles; la otra, la de los muchachos piolas versus los botones. 

Demás está aclarar que la dupla “los vivos y los muchachos” era la valorada, por no decir la divinizada; la otra, era la detestable, la de la vereda opuesta, la de los “giles y botones”, particularmente porque los giles, de “tan giles”, juegan, sin mayor conciencia, para los botones.

Estas elementales clasificaciones no sólo me sirvieron para estar alerta a lo largo de la vida, para reconocer el “código” que impera en distintas zonas a menudo ignoradas por las personas “bien” en general, sino que específicamente me resultaron útiles para sobrellevar la prisión como ya contaré capítulos más adelante. 

Para el diccionario de la RAE, “gil” es lo que se dice de una persona simple e incauta. Es una palabra derivada de “gilí” propia del caló, dialecto romaní que hablan los gitanos de España, Francia y Portugal, que quiere decir “inocente, cándido”.

El conjunto de los giles es “la gilada”.

En este sistema de creencias y valores que estoy describiendo lo piola es ser un muchacho vivo y lo vituperado es ser gil o botón. 

Así, en ese sistema y el juego de oposiciones que contiene, la policía es una suerte de enemigo, a la manera de una versión caricaturesca de la lucha de clases, ya que para tal sistema es como si no existiera el capitalismo ni lo social en general más allá de un eterno campo de combate entre los muchachos y vivos versus la policía, a la cual con su candidez los giles apoyan. 

Desde chico aprendí, de tal manera, la gama extensa de sinónimos lunfa sobre la policía: “yuta”, “cobani”, “taquería”, “botón”, “cana”, “azul”, “ortiva”, etc.

Como puede verse, “gilada” no es una expresión de origen elitista, no es un término despectivo originado en los cenáculos de los que podían participar Borges, Ocampo, Bioy Casares, “Manucho” y Silvina Bullrich, todos ellos sustentáculos de la gilada por otra parte. 

Como es el término más controversial, sobre todo cuando se lo aplica en política, me detengo en “gilada” o sea, el conjunto de los giles.

La gilada, a diferencia de los muchachos y la cana, es un espectador. En la oposición activo / pasivo, a los muchachos y la cana les cabe el primer término y la gilada es la pasiva. 

No es pasiva y punto: es pasiva e ingenua. Es ingenua, porque desde la perspectiva de los muchachos y los vivos, le cree a la yuta y, a las prolongaciones de ésta, que son los integrantes del Poder Judicial y del Estado en general.

Es decir, en ese sistema de creencias la policía no es el brazo armado del aparato represivo o disciplinario del Estado, sino el cerebro al cual jueces y funcionarios de todo rango y pelaje se subordinan. 

La gilada está imbuida por el sistema de valores que impulsa la sociedad pacata y sumisa, reverente y adaptada; no puede ver el trasfondo real. La gilada no tiene idea de qué es el poder y cómo circula éste. 

Así que, si bien adherí y adhiero al sistema de creencias y valores que se afirma en la ética, el trabajo y la honradez, sistema que admite y hasta obliga a ser cuestionador, rebelde o revolucionario, jamás podría ser yo ni gil ni botón. Eso también lo mamé de muy pequeño. 

Lo antedicho no significa que tenga una visión lapidaria sobre policías, jueces, funcionarios, el Estado. Mi mirada abarca la totalidad de lo social, y tales actores se inscriben en esa totalidad; por otra parte, no hay sociedad actual ni de tiempos pasados que no cuente o no haya contado con su régimen disciplinario y los organismos que lo sostienen, de lo cual se ocupó, entre otros, Foucault. 

Junto con mis abuelos, madre y padre, parientes y amigos de la familia en general, se destacaba como ejemplo de trabajador honrado mi tío Antonio, padre de una prima con la cual convivimos mucho en la infancia. 

Mi tío Antonio era un experto chofer con aspiraciones a piloto de carreras, aspiraciones frustradas por falta de recursos. Fue chofer desde su adolescencia y manejó todo tipo de vehículo, particularmente colectivos; la 110 fue la línea en la cual durante más tiempo se desempeñó, línea que ese entonces tenía su cabecera y su terminal, respectivamente, en la estación Luis María Saavedra y en la Facultad de Derecho de la UBA.

Con él, mi hermano y yo desde chicos nos familiarizamos con el manejo y con los automotores en general, aunque lejos estaba yo de tener vocación por la mecánica. Pero sin duda, haber aprendido de él también contribuyó a que mi hermano y yo llegáramos a tener tanta calle. 

Ya en el último grado de la escuela primaria, mi madre, con el aval de mi padre, impulsa la decisión de que curse la secundaria en el Nacional de Buenos Aires. Mi madre, obnubilada por la imagen de ese colegio, con pretensiones de escalamiento social para mí, seguramente con la esperanza de que yo reivindicara por vía de la adquisición de prestigio lo que para ella y los suyos había estado vedado, puso toda su energía en que yo estudiara en dicho colegio.

A la vez, ella y mi padre, carecían de la suficiente información y, por supuesto, de recursos, por lo cual tuve que prepararme por las mías para los exigentes exámenes de ingreso. Es decir, a diferencia de los demás aspirantes, no concurrí a ninguna academia o instituto especializado para asegurar exámenes exitosos que me garantizaran el acceso.

Tampoco se les ocurrió inscribirme en colegios alternativos, considerando el riesgo de un fracaso.

Luego del derrocamiento de Perón en el 55, visto desde ahora, mi vida debió ser muy vertiginosa: comienzo de mi vida laboral, militancia por la educación pública, terminación de la primaria, fusilamientos del 56, preparación para el ingreso al Nacional y comienzo de la secundaria. 

Por esa época, los golpistas del 55 llamaron a elecciones, lo cual generó bastante movilización política en general, tal como recuerdo. Mi padre, buscando su lugar coherentemente con su posición de siempre, se afilió a la UCRI fundada y presidida por Frondizi y Frigerio. Militó en la misma y fue activo propagandista para las elecciones del 58. Viviendo todavía en la casa de mis abuelos maternos, mi padre hacía reuniones para persuadir a quienes lo consultaban respecto de cómo votar. 

Como es sabido, Perón desde el exilio firma un pacto con Frondizi y Frigerio, lo cual vuelca los votos peronistas en favor de la fórmula encabezada por aquél dándole la victoria electoral sobre la UCR presidida por Balbín. 

El gobierno de Frondizi incumplió el pacto con Perón, lo cual redundará en la ruptura entre ambos. Eso provocó la decepción de mi padre, de muchos de mis parientes y de amigos de la familia. 

Además, y por supuesto para peor, Frondizi impone el siniestro Plan Conintes, una suerte de antecedente de los que luego aplicarían las dictaduras cívico-militares, incluida la última. Muchas personas cercanas sufrieron el rigor de tal plan antecedente del terrorismo de estado; incluso yo, como precoz militante, viví ese rigor.

Ingresé al Colegio Nacional de Buenos Aires en 1959, luego de rendir exitosamente mis exámenes de ingreso. 

Cursé durante el turno tarde y un dato de interés es que ese año se abrieron las puertas del “magno” Colegio a las pibas, las cuales eran poco numerosas por lo cual compartieron con varones una sola de las siete divisiones del primer año. A mí me tocó una de las divisiones destinadas sólo a varones. 

Al poco tiempo, un chico de otra división, el cual seguramente había estado atento a mis comportamientos y manifestaciones políticas, tanto dentro del aula como en los recreos, me afilió a la Fede (= Federación Juvenil Comunista). 

Esa afiliación fue en cierto modo un tanto artificial para mí, ya que, de acuerdo a lo que conté hasta acá, para mí lo “natural” era el peronismo y, en todo caso, el radicalismo o el socialismo, pero no el Partido Comunista. 

De todos modos, lo único, según recuerdo, que existía con cierta vocación por lo popular en el Colegio era justamente la Fede, así que pienso que esa afiliación y mi inicial militancia en esa agrupación fue una suerte de transacción entre mi vocación por la política y lo que me ofrecía el contexto inmediato. Tengo el vago recuerdo de cierta presencia de los fachos, pero jamás me junté con ellos ni tampoco éstos querrían tener nada que ver conmigo.

Recuerdo que en el pupitre posterior al de mí se sentaba un chico católico recalcitrante que parecía una suerte de conciencia moral corporizada, subrayada esta alusión por ubicarse justamente detrás. Con frecuencia me susurraba al oído comentarios acerca de lo que significaba pecar, poniendo mucho el acento en la masturbación como acto criminal. Era insoportable, aunque buen chico; creía firmemente en lo que afirmaba y predicaba. 

No voy a explayarme acerca de mi vida sexual porque soy celoso de mi intimidad y, sobre todo, creo, porque tiendo a la mesura al respecto, quizá en buena medida porque entonces el machismo, con su arquetipo fanfarrón del ganador con las mujeres, tenía cierta magnitud que me disgustaba. Mi iniciación sexual fue la muy típica de los pibes de barrio y, por otro lado, era muy habitual enamorarme lo que me llevaba a declaraciones con variada suerte, conociendo en proporciones similares la aceptación y el rechazo de las “pebetas”. Ya de niño fácilmente me encandilaba con las niñas. Mi madre me consideraba un enamoradizo con futuro donjuanesco; era muy imaginativa, aunque quizá algo de eso hubo. Es cierto que, muy habitualmente, andaba con la cabeza medio dada vuelta hipnotizado por alguna piba. 

La casi totalidad de la división estaba conformada por chicos pertenecientes a familias adineradas e, incluso, de abolengo. Inclusive, tuve compañeros que descendían de próceres. 

Por otra parte, tal como recuerdo, en general eran liberales clásicos, de derecha o apolíticos. 

Puede deducirse el enorme esfuerzo de adaptación que habré hecho, para más en un Colegio de alta exigencia tanto en lo académico como en lo disciplinario. 

A la par de las autoridades académicas y del plantel docente, funcionaba la sección llamada “Prefectura”, la cual estaba a cargo de la disciplina y, por cierto, que era bastante rigurosa. Organizada en grados, a su cargo estaba el Prefecto, seguido por el Subprefecto y el cuerpo de celadores, todos alumnos del último año – o sea de sexto, ya que el ciclo en el Buenos Aires era de seis años -. 

Esa duración de seis años, justificada por pertenecer el Colegio a la UBA, servía a los fines del libre acceso, sin examen de ingreso, a cualquiera de las facultades de la universidad. 

En el segundo año, el Colegio, debido a las deserciones, reducía a seis las divisiones, por lo cual hubo una redistribución que implicó un cambio parcial de compañeros. 

En ese segundo año sucedió algo que, aunque parezca simplemente anecdótico, dejó una marca en mi vida y en mi mundo interno.

En Castellano, la asignatura, me destacaba, sobre todo, creo, por mi experiencia como lector y por mi escritura. 

El profesor tendía a ser generoso con las calificaciones, considerando sobre todo los estándares de exigencia del cole.
En una ocasión nos tomó una prueba sorpresa, consistente en una composición sobre un tema que no recuerdo.
Días después informó las notas: eran, todas, bajas o aplazos. Yo me saqué un cinco, una nota inusual para mí por lo baja, en esa materia.

Esto generó una reacción en masa de toda la división, que derivó en una convocatoria de mis compañeros a hacerle huelga a ese profesor, no concurriendo a la siguiente clase.

Para mí, un docente era un trabajador, alguien que se esforzaba. Además, este profesor, recuerdo, usaba pantalones gastados, incluso descosidos y deshilachados en su botamanga, lo cual me inspiraba compasión, indudablemente estimulada ésta por mi condición de pibe pobre; por otra parte, yo veía a diario, a mi padre, mi abuelo materno y mis tíos con ropas humildes, desgastadas o pasadas de uso. Ergo, ese profesor se inscribía en mi “cultura”. 

Por lo tanto, me opuse al llamado a huelga, lo cual motivó que fuera amenazado por mis compañeros si me resistía a plegarme.
Me mantuve en mi posición y fui el único que concurrió a clase.
Como consecuencia, de las amenazas mis compañeros pasaron a la acción, desafiándome a pelear a las trompadas, a tres cuadras del colegio, distancia requerida para evitar sanciones. 

Me acuerdo que fui con todos ellos al parque o plaza Colón, detrás de la Rosada.
Estaban enfurecidos y dispuestos a cagarme a golpes. Yo puse una condición, a la manera de Martín Fierro: “que vayan pasando de a uno”. Accedieron.

No quiero fanfarronear, simplemente describo. Era evidente que yo tenía mucha más calle y que en ésta me había entrenado sobradamente en todo tipo de pelea. Dejé fuera de combate a tres al hilo: decidieron suspender la contienda.
Al día siguiente, me recibieron en la división con simpatía. Parece de novela infantil lo que estoy contando, pero aseguro que fue así. 

En poco tiempo me convertí en líder y quien había sido mi principal enemigo devino mi mejor amigo a partir de entonces. 
Mi liderazgo difusamente mezclado con mi condición de activista de una militancia imprecisa como la que se daba a esa edad en el cole, me impulsó o me obligó a convertirme en el peor de la división, por comportamiento. Eso produjo un efecto de ascendiente en aumento entre mis compañeros y de sanciones por parte de celadores y Prefectura, hasta ser suspendido y finalmente amenazado con la expulsión. Para evitarla, tuvo que concurrir mi padre y dar él seguridades acerca de que iba a disciplinarme. 
Creo que ahí, sin mayor conciencia entonces, aprendí los retorcidos y, a menudo, autodestructivos comportamientos que adoptan los pobres (como yo lo era) para encontrar su lugar, para adaptarse.

Fui más cauto a partir de entonces. De todos modos, mi lugar de liderazgo ya estaba asegurado. 

A comienzos del 60, nació mi hermana, trece años menor que yo y, al mismo tiempo, nos mudamos desde la casa de mis abuelos maternos a una vivienda en el partido de San Martín, en el barrio Villa Progreso.

Esa nueva casa nos fue proporcionada por los empleadores de mi padre, dueños de una pyme de carpintería metálica de obra. La casa pertenecía a la fábrica y por tal motivo nos fue cedida para ocuparla en carácter de “caseros”, algo así como de encargados de todo el edificio.

Como ya habían vendido la parada de diarios y revistas de mi abuelo, en la que trabajaba con mi hermano (lo que relaté en el capítulo I) comienzo a trabajar a cargo de un puesto de venta de calzado en una feria ambulatoria que, de lunes a sábado, rotaba entre Villa Bosch, Martín Coronado y Pablo Podestá, en el Gran Buenos Aires. 

Esto me traía sus dificultades con el Colegio y no sólo porque contaba con poco tiempo para estudiar, lo cual redundó en que en casi todas las materias me fuera diciembre o a marzo e incluso iniciara el año siguiente con previas, o sea, materias sin haber rendido satisfactoriamente. 

También implicaba una suerte de doble vida, ya que mis compañeros no sabían en qué condiciones yo vivía ni mucho menos que laburaba. Quiso la mala suerte de que uno de ellos viviera en una de las localidades en que se instalaba la feria, los sábados. Cada tanto este compañero atravesaba la calle de la feria y me veía: yo inventaba excusas absurdas sobre mi presencia allí, ocultando que era puestero. 

Desde entonces creo, y por décadas, viví una suerte de doble y hasta de triple vida. 

Ya un par de años después, por mi militancia, tendría una vida clandestina. 

Seguí en el Nacional de Buenos Aires hasta completar el tercer año, lo cual fue costoso porque en ese tercer año me fui a diciembre o a marzo en siete materias de un total de nueve. Como dije, el tiempo que destinaba al trabajo, el cansancio al final de cada jornada, junto con mis primeros palotes en la militancia y también la vida de pibe de barrio, conspiraron contra un mejor desempeño. Por otra parte, también colaboraba con tareas domésticas en mi casa; mi madre nos inculcó a mi hermano y a mí, desde la más temprana edad, la igualdad de género, lo cual incluía enseñarnos que las labores hogareñas también eran y debían ser asumidas por los varones. Además, en el colegio destinaba más tiempo a fortalecer mi liderazgo “rebelde”, según recuerdo, que a concentrarme. 

Finalmente rendí todas las materias satisfactoriamente. 

Ese año, 1961, se cumplía el sesquicentenario del natalicio de Sarmiento, por lo cual el rectorado del Buenos Aires organizó un concurso entre los alumnos consistente en un ensayo sobre su figura y su vida. Curiosamente, obtuve el primer premio; aún conservo la recompensa, la versión del libro autobiográfico Mi vida del autor del Facundo.

Mis padres, en su empeño porque yo llegara a médico, me inscribieron en un colegio recién creado, por la gestión del ministro de Asistencia Social y Salud Pública de Frondizi, Noblía y puesto en marcha por el Director Nacional de Salud Pública, Enrique Grande. Fue creado en abril de 1960, tuvo como supervisor a Abraam Sonis y como director a Enrique Crespo. Era, resumidamente, una expresión típica del desarrollismo (Frondizi y Frigerio).

Ese colegio se denominó Bachillerato en Sanidad (BES) y funcionaba en la jurisdicción y sede de la Escuela Nacional de Salud Pública, también fundada por el gobierno desarrollista de Frondizi. Esa sede es actualmente el célebre Hospital Posadas, de Haedo, Gran Buenos Aires.

Se cursaba a partir del cuarto año y el requisito para el ingreso era haber completado el ciclo básico de la secundaria, los primeros tres años.

Como yo había cursado esos tres primeros años en el Buenos Aires, cuyo programa difería por completo de los demás colegios secundarios, tuve que rendir treinta equivalencias, sumadas a las adeudadas en el CNBA, entre los meses de diciembre de 1961 y marzo de 1962. Pude. 

El BES contaba con cuatro especialidades entre las cuales se podía optar: Asistente Clínico, Técnico en Hemoterapia, Técnico en Radiología y Técnico en Laboratorio. Me inscribí en la primera de las mencionadas. 

Así comenzaría una nueva etapa de mi vida, sumamente significativa y trascendente, una etapa que cambió sustancialmente el curso de mi existencia ya que en el BES se conjugaron 


  • una formación especial y muy enriquecedora, distinta de todo lo conocido,

  • la autodisciplina (no había régimen de control o celadores, muy llamativo para mí proveniente de un colegio con su Prefectura casi dictatorial),

  • la coexistencia de géneros

  • y la reformulación de mi militancia, que pasaría a ser sostenida, continua, arriesgada, cotidiana, de una involucración mayúscula.

En esa etapa de mi vida, entonces, simultáneamente trabajaba por la mañana, cursaba en el BES por la tarde y militaba, tanto dentro del ámbito del BES como en su entorno, prácticamente todo el partido de La Matanza y más tarde en todo el territorio provincial, concluyendo habitualmente mis jornadas por la noche.

Mi madre, mi padre, mi hermano y mi hermana aun bebé, así como mis abuelos y la familia extensa en general, tuvieron que acostumbrarse, con angustia y dolor frecuentemente, a verme poco, a compartir casi nada. 

Destinaré el próximo capítulo a describir mi paso por el Bachillerato en Sanidad y a mi militancia en ese período, que abarca los años 1962-64.

Sólo agrego que el Bachillerato en Sanidad fue un proyecto de vanguardia que merece al mayor reconocimiento, incluso fue prácticamente una realización única en el mundo. Con el golpe cívico-militar contra el gobierno de Frondizi en setiembre de 1962 se ordenó su cierre, motivado en razones supuestamente económicas, pero sin duda pesó lo político, tanto por lo que significaba como concepción de avanzada intolerable para los sectores conservadores como por el nivel de politización del Colegio, nivel de politización al que, dicho orgullosamente, contribuí. 

El BES fue, además de una escuela de avanzada, un lugar de formación de notables profesionales y científicos y también un semillero de cuadros y líderes políticos. 

Para tener mayor información sobre el Bachillerato en Sanidad se puede consultar el texto La política de salud en el desarrollismo de José Benjamín Gómez Paz. También, en Internet, puede hallarse el Programa de Estudios.

Rubén Rojas Breu
Buenos Aires, noviembre 1º de 2019






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