viernes, 29 de noviembre de 2019

APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS DE UN INCATALOGABLE CAPÍTULO IV





Rubén Rojas Breu

Apuntes autobiográficos de un incatalogable

Capítulo IV

Continuando con el Bachillerato en Sanidad (BES), el contexto histórico-político, "mi generación", más sobre mi militancia y los vínculos con mis entornos


Algunas de mis premisas

Para una mayor comprensión de los tres capítulos previos, de este y de los próximos, me parece oportuno enunciar y comentar algunas de las premisas que guían mi modo de vivir, mis comportamientos y la manera en que enfoco las problemáticas de las que me ocupo. 

Corro el riesgo de que la opinión de la lectora y el lector considere que incurro en egolatría, de que me valgo del pincel para una pintura demasiado benigna y hasta encomiástica de mí. 

Pero si no lo hago, puedo estar ocultando claves que permitan a la lectora y el lector decodificar en profundidad y con el mayor provecho lo que les estoy confiando a través de estos apuntes.

Además, todo lo que haré aquí es redundar, sea porque ya explicité de alguna manera o de otra algunas premisas, sea porque lo haga sin explicitarlas, sin la intención manifiesta de volcarlas.

Una de esas premisas es la continua disposición, la vocación, a menudo agobiante para mí y para quienes interactúan conmigo, a cuestionar, a poner en duda todo el tiempo lo establecido, al escepticismo, no para desembocar en el nihilismo, sino como paso imprescindible para conocer y actuar innovadoramente. 

En 1991 se lanzó, por Ediciones Macchi, mi primer libro sobre mi creación, el Método Vincular, libro hoy ya desactualizado, completamente superado por las profundas modificaciones que fui introduciendo con los años, basándome siempre en la investigación social y también en la praxis tanto profesional como política.

Lo traigo a colación por dos motivos, al menos: uno, porque en este último párrafo estoy manifestando hasta dónde llega mi vocación por poner todo en duda, al punto en que reviso a fondo lo que yo mismo he producido. Mi propia producción tan pronto pasa a integrarse a lo establecido o está en camino de hacerlo, es puesta en cuestión por mí.

El otro, es citar a un testigo de ese comportamiento de mí, quien me prologara ese ya obsoleto libro inicial de mi autoría. 

Tal “testigo” afirma en el prólogo que en su interacción conmigo descubrió “diferentes respuestas para pensar en caminos ocultos, para ubicarse sin problemas ni contradicciones en distintas `torretas´ de observación”.

Efectivamente, de eso se trata: de afrontar las más variadas problemáticas desde distintas atalayas o puntos de mira, de ubicarme en las posibles perspectivas de todos los otros y, por lo tanto, de no creer en lecturas monoculares.

Se desprende de tal premisa, que necesariamente rechazo todo dogma, todo culto, todo totalitarismo. Con dogma o culto, no me estoy refiriendo específicamente a las religiones, más allá de que mi condición de no creyente me mantenga alejado de ellas. 

Con dogma, con culto, con totalitarismo estoy aludiendo a lo que sucede con el pensamiento, con la literatura, las artes, la política y las variadas áreas del conocimiento y la actividad humana. 

Hay un enfermizo y generalizado endiosamiento de figuras públicas y/o intelectuales, a menudo mediáticas, y también de divinización de doctrinas filosóficas o pretendidamente científicas, de obras literarias y artísticas en general. 

Una segunda premisa es la de la nada del ser o, lo que corresponde afirmar, la de la excluyente validez de la relación

Para Hegel, “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. 

He revisado esa sentencia para sustituirla por el postulado “todo lo real es relacional y todo lo relacional es real”.

Desde el comienzo de la historia, filósofos e intelectuales en general, se obsesionaron con el Ser. El ser, la esencia, los desvela.

Si uno quiere partir de una crítica radical de la filosofía occidental y, también de la oriental, del planeta en su conjunto, llegando a los intelectuales contemporáneos en general, tiene que empezar demostrando la inviabilidad del ser. 

No hay tal cosa llamada “ser”: una y otra vez filósofos e intelectuales se dan la cabeza contra la misma pared, ésa a la que llegan y no pueden atravesar o que se desvanece como la nada. 

Esa nada son las relaciones. La Teoría de la Relatividad de Einstein empezó poniendo las cosas en su lugar, al reflejar las distintas lecturas sobre lo real que llevan a que todo se traduce en relaciones. 

Justamente, con el Método Vincular pongo en el centro de su objeto a relaciones. No busco el ser, no me empeño tozudamente en una búsqueda inexorablemente infructuosa.

Una tercera premisa, es la de la primacía de la Política, a la que defino como la disciplina científica y la práctica que tienen por objeto interpretar y operar sobre las relaciones de poder. Como se ve, la palabra clave es “relaciones”.

No concibo nada de lo humano al margen de la Política y, por ende, por fuera de las relaciones de poder. 

Dejo en claro desde ahora que la Política es mucho más, y a menudo distinto, que lo que hacen los “políticos”. 

Por empezar, la Política está en toda actividad humana, de modo que no es privativa; por otro lado, desde mi punto de vista, la Política tiene que servir para modificar las relaciones de poder en favor de nación-pueblo-trabajadores, en sintonía con la integración latinoamericana y con los pueblos sometidos del planeta. 

El dilema hamletiano “ser o no ser, ésa es la cuestión”, se supera traspasando los límites impuestos por la insostenible creencia en el ser. La cuestión es: ¿cuáles son las relaciones? 

Hamlet es y no es al mismo tiempo: “es” si las relaciones de poder le son favorables y “no es” si tales relaciones lo dejan fuera de juego. 

En todo caso, la cuestión es “poder o no poder”, cuestión que se derrumba al momento de enunciarla, porque el poder es una constante que se determina, crece o decrece, para cada actor, factor o sector, en función de las relaciones que lo definen. 

De tal manera, confío en la teoría política y en la praxis política. Sólo la Política crea las condiciones para transformar el mundo y, a la vez, conocerlo.

Se trata finalmente de la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach: 

“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Los filósofos se preocuparon tanto por encontrar el Ser, que ignoraron las relaciones de poder. Buscaron y buscan el ser, donde sólo hay relaciones y, tratándose de los humanos, esas relaciones son ante todo relaciones de poder y, por lo tanto, implican la ineludible exigencia de modificarlas.

Lo antedicho no significa que niegue in totum los aportes de los grandes filósofos, desde los antiguos hasta los del siglo XIX, ya que han generado producciones de la mayor trascendencia, producciones que sentaron las bases para el conocimiento científico y, en particular, para las Ciencias de lo Humano. 

Concluyo, por ahora acá, sobre mis premisas. Quedan varias en depósito, a la espera de que se revelen en lo que vaya contando y, también, de que vuelva sobre el asunto para explicitarlas.



Algunas referencias sobre mi generación

Tómese como dudoso este título, ya que así formulado pareciera que una generación es un conjunto homogéneo. Habitualmente, historiadores y pensadores varios se refieren a una generación como una suerte de totalidad que, por darse en un espacio-tiempo determinado, se halla en estado de comunión.

Una generación es un conglomerado heterogéneo en el cual coexisten, se trate de la época que se trate y del lugar o lugares del planeta que se consideren, concepciones, posiciones, organizaciones, ideales diversos e, incluso, concurrentes y contrastantes, aliados y hostiles entre sí, revolucionarios y reaccionarios, sectores que se enmascaran como revolucionarios pero que adhieren bajo su piel al conservadorismo y sectores que se enmascaran conservadores y moralistas que puertas adentro incurren en comportamientos aberrantes, haciendo de la hipocresía su brújula.

En una misma generación también hay ingenuos y escépticos, tontos y sagaces, esclavos y amos.

Hechas todas esas salvedades, la generación a la que pertenezco ingresó en un mundo en el cual se debilitaban, muchas veces hasta su desaparición, usos y costumbres, valores y creencias sostenidas por largo tiempo. Simultáneamente ese “nuevo mundo” generaba, casi abruptamente nuevos usos y costumbres, nuevos valores y creencias.

Cubrió distintos órdenes de la vida, desde la alimentación y la vestimenta hasta las ciencias, las artes y la política. 

Cuando era chico, la costumbre impuesta consistía en que el varón empezaba a usar pantalones largos a partir de los quince años; obviamente, antes de esa edad sólo usaba cortos, pantalones cortos para vestirse y usar en todos los ámbitos. Ese límite etario baja a los trece años en el mismo año que yo los cumplía, así que estrené pantalones largos cuando cursaba el primer año del Nacional de Buenos Aires.

Hoy y desde hace décadas, esa clasificación niñez con pantalones cortos / pantalones largos a partir de la adolescencia, se evaporó. Curiosamente además los adultos solemos usar cortos no sólo en las prácticas deportivas sino también en situaciones y lugares diversos.

Traer esto a colación puede parecer una trivialidad o, en el mejor de los casos, una información que puede suponer cierta curiosidad. Sin embargo, refleja una época en la cual un cambio de vestimenta tenía un valor crucial, trascendente: marcaba ante la sociedad que un varón había abandonado la niñez y se encaminaba a la adultez.

Todavía por entonces, años 50 y comienzos de los 60, se pensaba que la pubertad iniciaba en el varón lo que vulgarmente se denominaba la “edad del pavo”, asociando esa etapa de la vida con una supuesta inocencia, con la credulidad pueril como si el adolescente fuera un niño cándido en cuerpo que ya adquiría formato de adulto, “estirón” mediante. 

Acá viene el dato de interés, más comprensible si se tiene en cuenta lo antedicho: en mi generación adquiere estatus autónomo, reconocimiento como etapa vital específica con sus propios rasgos, la adolescencia.

Es como si antes, el período que iba aproximadamente de los doce a los dieciocho o veinte años, edad ésta de cumplimiento obligatorio del servicio militar, fuera una suerte de pura transición que por ser tal no podía ni siquiera clasificarse, carecía de toda identidad. 

Así que el reconocimiento de la adolescencia fue toda una adquisición cultural, tanto para chicas como para varones. Ese reconocimiento se manifestó en la vestimenta, en la música, en la creciente incorporación de los adolescentes a la política, en las relaciones amorosas. 

Respecto de esto último, se habilitó o comenzó a darse el “amor libre” o las relaciones sexuales “pre-matrimoniales” o no matrimoniales, el amor adolescente pleno. 

La represión “victoriana”, aunque débil comparada con la del siglo XIX europeo (y sus extensiones), cedía paso del todo a la liberación en ese campo.

Como ya conté, la Revolución Cubana en más de un sentido fue significativa y determinante para muchas y muchos de mi generación y justamente, creo, influyó en el reconocimiento de la adolescencia como estadio autónomo y pleno.
También entonces comienza a aceptarse, al menos aceptarse alejándola de la nefasta idea de enfermedad, a la homosexualidad.

Por lo tanto, yo conocí y viví la adolescencia, yo conocí y viví algo muy distinto de lo que hasta poco antes se concebía como la “edad del pavo”. 

De tal manera, en ese nuevo clima de época, cursé el colegio secundario, primero el Buenos Aires y luego el Bachillerato en Sanidad, trabajé y milité. 



Acerca del contexto en general

Mi adolescencia comienza con el gobierno desarrollista de Frondizi ya en pleno vigor, vigor que poco le duraría, con la Resistencia Peronista muy activa, en un país convulsionado en el cual el movimiento obrero era un actor muy presente y la represión una constante, así como la constante intervención de los militares en la vida política.

Mi adolescencia arranca así y acaba cuando ya la dictadura cívico militar presidida por Onganía gobernaba el país. Es muy discutible cuál era entonces el límite de edad de la adolescencia, pero puede suponerse que quizá fueran los veinte años, el momento en que se cumplía con la colimba. 

En mí, ese límite podría decir, al menos en términos relativos, que coincidió con la salida de prisión, justamente con veinte años cumplidos.

El mundo se encontraba en plena “guerra fría”, en la cual uno de los bandos era el de los anglosajones y el otro la Unión Soviética. Diversos países europeos, como Francia y Yugoeslavia, así como de otras latitudes, Egipto, China y otros, y, por supuesto, con idas y vueltas, países latinoamericanos, tendían a ubicarse en una posición equidistante de aquellos dos polos imperialistas, tendían a sintonizar con la Tercera Posición formulada por Perón y finalmente a constituir el Tercer Mundo y el Movimiento de Países No Alineados.

Ya en capítulos anteriores me referí a atrocidades que los EEUU de Washington cometían contra naciones y pueblos, especialmente de América Latina, particularmente Cuba.

También la Unión Soviética, que conservaba su tradición estalinista, cometió barbaridades, por empezar al anexar de facto a países de Europa Oriental. Uno de tales países fue Hungría, cuyo pueblo se alzó contra la dominación soviética, alzamiento que duró apenas dos semanas durante octubre y noviembre de 1956, hasta que el pueblo húngaro fue aplastado por los tanques de la URSS.

Mi memoria conserva intacto el recuerdo de las fotos que reflejaban la violenta incursión soviética en ese país que sólo pretendía ser libre. Todavía yo era niño y esa visión quedó impregnada, como marcada a fuego, en mi psique. Fue una conmoción que afectó a mi familia y allegados y por lo que recuerdo a muchas argentinas y argentinos, para más poco tiempo después del derrocamiento de Perón y cuatro meses más tarde de los fusilamientos ordenados por la dictadura de Aramburu y Rojas. 

Más tarde sobrevendría la construcción del muro de Berlín y luego, años después, la represión soviética contra la “Primavera de Praga”.

Tanto por lo que significaba el peronismo para mí, el valor que le daba al derecho de los pueblos a su plena emancipación y realización, la libertad como valor sublime (no como “propiedad inalienable del individuo”, propiedad a costa del bien común, de la realización en comunidad), mi incorporación a la Fede tuvo siempre un regusto de cosa forzada, que sólo se justificó porque era lo que tenía a mano para canalizar mis apetencias de transformación. 

Rescato vigorosamente que mi paso por la FJC me formó como cuadro político, hizo de mí un militante pleno, al mismo tiempo que siempre, en una zona de mi mundo interno el estalinismo me producía desencanto y malestar. Ambivalencia, en fin.

Creo que en el BES creamos una Fede con características singulares, con mística y, a la vez, con interés en el debate en profundidad y el más libre posible junto, por lo menos por parte de algunas y algunos compañeras y compañeros, con auténtico compromiso militante. Y creo, sin ruborizarme y en la convicción de que soy más sincero que engreído, que tuve mucho que ver con que las cosas fueran así en la Fede del BES. Debo decirlo así, porque la modestia, caigo en la cuenta a esta altura de mi vida, me hizo la vida muy difícil mientras descubro cómo tantas y tantos sentadas y sentados en el trono de la egolatría tienen logros y reconocimientos que sobrepasan desmesuradamente sus méritos. 

Es en esta etapa de mi vida que estoy descubriendo cuál fue y es la significación de mis producciones, mis ideas, mis acciones. A buena hora. Me doy cuenta que siempre tendí a subestimar mis aportes.

No quiero extenderme más sobre el contexto en este capítulo, porque no habría volúmenes que alcancen para relatar todo lo que podría contar solamente acerca de tal tema en el transcurso de mi adolescencia. 

Aquí volqué sólo alguna información con el fin de ubicar a la lectora y el lector en qué época situar lo que desarrollo seguidamente.

Espero que estas líneas últimas, como todas las que las preceden y las que vendrán, reflejen mi sinceridad en la escritura de estos Apuntes, sinceridad que como dijo Evita en su discurso póstumo es “como la luz que no sabe cuándo alumbra y cuándo quema”.



Retomando sobre el Bachillerato en Sanidad

En el capítulo III enuncié tres carriles principales por los cuales transcurrieron mis tres años en el BES. A la distancia, con los años y las canas que se acumulan, fue finalmente cronológicamente, un período breve, pero teniendo en cuenta a Bergson, el tiempo vivencial dista del medible. 

Así que esos tres años fueron, para mí, vivencialmente prolongados, de una durée tan extensa que rebalsa con creces los límites mensurables.

Uno de esos tres carriles fue el de estudiante. Como ya comenté en el capítulo anterior, creo que no sobresalí en ese rol, salvo en lo referente a mi vocación cuestionadora.

Luego de completar el cuarto y quinto año en las aulas de la Escuela, cumpliendo con todas las asignaturas satisfactoriamente, cursé mi sexto año, como pude, en la sala de Radiología del Hospital Ramos Mejía de la ciudad de Buenos Aires, gracias a un compañero de militancia y amigo, que me propuso que lo acompañara en ese lugar. Con el cierre del BES, habíamos quedado a la deriva muchas y muchos, de modo que tuvimos que rebuscárnolas para concluir el bachillerato.

En esa sala, mi tarea era la de la toma de radiografías con aparatos de aquella época, hoy obsoletos, vestido con el antiguo protector de plomo. También me ocupaba de revelar las imágenes e, incluso, de analizarlas hasta cierto punto.

El segundo de los carriles, la lectora y el lector recordarán, fue el de compinche. Seguí con mi barra de atorrantes haciendo de las nuestras, encontrando el modo de divertirnos a la manera bastante generalizada de los varones vagos de la época.

El tercero de los carriles fue el de militante, quizá finalmente el más relevante, el más trascendente considerando cómo siguió mi vida. Y quizá también ése fue el rol al que más tiempo dedicaba. 

Entre cuarto y quinto año llegué a ser responsable político de la Fede del BES y presidente del Centro de Estudiantes, del cual fui uno de los fundadores.

También, como ya relaté, comencé a proyectarme sobre todo el partido de La Matanza y sobre la Provincia de Buenos Aires en su totalidad, por lo cual no sólo fundé centros y ligas estudiantiles en distintos puntos, sino que llegué a integrar el Comité Provincial de la Fede y a la vicepresidencia de la FESBA (Federación de estudiantes secundarios de Buenos Aires).

Al mismo tiempo, además de variadas actividades propias de la militancia, incluyendo las riesgosas pintadas y otras acciones, fui enviado a organizar políticamente un barrio carenciado o precario, con el fin de que sus habitantes dieran curso a sus reclamos y concretaran sus reivindicaciones. Téngase en cuenta que toda esa actividad era clandestina, que se vivía bajo la amenaza de la persecución policial, la prisión y lo que se pueda imaginar. 

En este último lugar aprendí algo que me acompañaría definitivamente de por vida: que la acción y prédica política que uno pueda desarrollar, por exitosa que pueda ser, no deriva, casi nunca, en adhesión activa de la población a lo que la organización a la que uno pertenece, impulsa. Un elocuente ejemplo es que quienes participamos de esa movida en ese barrio intentamos persuadir a esas ciudadanas y ciudadanos para que, en próximas elecciones,  votaran por un determinado candidato (que curiosamente era peronista), pero se expidieron categóricamente por el adversario. A tragarse el sapo (Perón dixit).

No todas las compañeras y no todos los compañeros de militancia se dedicaban con la misma intensidad que yo, y algún otro compañero, a toda esa actividad política. Más de una vez me sentí poco acompañado, y eso me afectaba algo porque, además de estudiar, yo trabajaba como ya conté. Tenía bastante abandonada a mi familia y posponía diversiones, más allá de que tenía intensa vida social y recreativa, pero por debajo de la de cualquier adolescente.

Además, varias y varios compañeras y compañeros, por razones diversas, entre ellas por su apego a sus familias, participaban en menor medida que yo, o lo hacían errática o espasmódicamente. 

A eso se sumó algo que comprendí muy tardíamente: la cultura de casta en el Partido y, en consecuencia, en la Fede. Quienes eran hijas e hijos de militantes reputados o de miembros de la jerarquía tenían menos exigencias para comprometerse; a menudo, por otra parte, esgrimían que dada su condición familiar estaban inhibidos de participar de acciones de riesgo, ya que ponían en peligro a su madre, padre, hermanos y de esa manera, a la organización en general. 

Pero al momento de las promociones, tenían los mismos derechos o más que yo o que los compañeros “sin pertenencia de casta”.

Recuerdo que en una ocasión nos advirtieron de que la casa de una familia prominente del Partido iba a ser allanada (el Partido tenía su red de “inteligencia”, obviamente, como cualquier organización política, gremial o sectorial y por supuesto, gobiernos y corporaciones).

Me encomendaron a mí, junto a otros dos compañeros, “limpiar” esa casa y llevar a otro lado todos los materiales peligrosos, que consistían básicamente en libros y papeles. 

Llenamos tres bolsos y un portafolios y, a eso de la medianoche, nos encaminamos desde esa casa al lugar de destino en el cual se iban a guardar los materiales. 

Llegados a una esquina importante de Buenos Aires, intersección de una de las más importantes avenidas con una calle conocida, se acercan a nosotros dos tipos con facha rara, la facha que rápidamente nos hizo deducir que se trataba de canas o tiras. 
Tal cual. Nos pararon, nos pidieron documentos, con rostros severos y actitud intimidante.
Antes de que nos pidieran lo que se venía, que abriéramos el “equipaje”, a mí se me ocurrió endulzarles el narcisismo. Se me vino a la boca esto: “disculpen, es muy riesgoso lo que hacen ustedes, me parece que estuviera frente a esos policías de las películas, bla, bla, bla”. Los tipos se aflojaron, contestaron que “bueno, sí, sí, es un trabajo difícil el nuestro” y se largaron a contar anécdotas destacando su “arrojo y valor”.
Nosotros fingíamos asombro y admiración, nos acomodamos al papel de adolescentes deslumbrados por tanta virilidad, “simpatizamos”. En medio de sonrisas y recomendaciones de cuidarse, nos despedimos. Qué manera de zafar.


Al concluir el quinto año, tuve que presentar al representante del Comité provincial, quien vivía en una mansión en Adrogué, el informe sobre el desempeño del círculo del BES en mi carácter de responsable político, rol que superponía con los otros que ya describí.

Mi informe fue extenso, elaborado, con pretensiones de profundidad y de análisis crítico y abarcativo, dando cuenta no sólo de las acciones, logros y fracasos estrictamente políticos, sino también de lo “humano”, conflictos y satisfacciones compartidas, encuentros y desencuentros con las significaciones que se deducían.

Muy amablemente, de una manera bastante retorcida, mi informe fue rechazado, por no pertinente, por no ajustarse al manual de estilo y contenidos de la Fede. Tuve que rehacerlo. Mi vocación cuestionadora, por la innovación y por el pensamiento crítico, me llevaron a un traspié con la burocracia. Algo más que aprendí. 

Pero ese informe rechazado es para mí motivo de orgullo y se convirtió en modelo de pensamiento y escritura. Mi vocación pudo y puede más que la burocracia. Tenía yo 17 años.

Por otro lado, en relación a los debates internos de la época, por disposición de los compañeros me especialicé en la famosa polémica de entonces chino-soviética. 

Mao Tse Tung, Mao Zedong o Mao a secas, era el líder del gobierno y PC chino. Nikita Kruschov o Jruschov era el líder de la URRS y del PC soviético, que a su vez era la fuerza líder de gran parte de los comunistas de todo el mundo, especialmente de Europa y América Latina. En la polémica, que se dio en muy diversas cuestiones, tuvo un rol protagónico, por el lado soviético, Mijail Suslov, considerado una “eminencia gris”, artífice tras el trono de muchas de las políticas de la URSS en ese entonces, en gran medida por su nivel intelectual.

Yo abrevé en particular en la lectura en profundidad de los documentos de Suslov, más otros materiales del partido, y con esos elementos contribuí al “esclarecimiento” de compañeras y compañeros no sólo del círculo del BES sino de otros colegios de La Matanza y de la Provincia. 

Demás está decir que hoy, y desde mi primera juventud, difiero tanto de una como de otra posición.

Vale recordar que Mao se inspiró bastante en Perón y el peronismo fundacional, incluso circula una anécdota según la cual el Viejo comentó: “ese chinito se copia mucho de mí”. Ciertamente, se puede comprobar fácilmente, hubo vínculos entre Perón y Mao, incluso se contaba que un muy peculiar dirigente juvenil de la época, Joe Baxter, oficiaba de nexo entre ambos. 

También, junto con otros compañeros, tuvimos encuentro de alto nivel, nivel de dirigentes, con jóvenes sionistas de izquierda, con los cuales debatíamos la validez de que emigraran a Israel para dar la lucha allá. Fueron intercambios fructíferos, me ayudaron a conocer otros marcos referenciales, otros modos de la cultura política y, por supuesto, me estimularon a profundizar en cuestiones sobre las que, hasta ese momento, poco conocía.

Ya en quinto año del BES y, pasando al sexto, comencé con otros compañeros la formación para “combatiente”.

La primera experiencia fue la de llevar a cabo un campamento en Ostende, en uno de sus bosques; por supuesto, en un lugar totalmente agreste  para nada comparable con los confortables “campings” que prosperaron luego. Por supuesto, aprendimos y practicamos instalación de campamentos, empezando por las carpas y todo lo que conlleva. 

Nos instalamos en condiciones irregulares, por lo cual teníamos que escondernos de la policía. También practicábamos la guardia, o “imaginarias” como dicen en el ejército, con turnos, lo que implicaba pasar horas de la noche despierto, observando el entorno o desplazándonos en silencio.

Esa actividad fue en condiciones precarias, con ejercicios muy exigentes, sobre todo largas caminatas en condiciones límites como, por ejemplo, decenas de kilómetros por la playa, bajo el sol y sin provisiones, ni siquiera de agua. Recuerdo que la desesperación provocada por la sed nos impulsó, casi desvariando, a beber agua del mar, lo cual obviamente era un inútil remedio que de lejos empeoraba el cuadro de deshidratación. 

Pero llegamos de vuelta, por empezar acá estoy más de cinco décadas después.
Así conocí el mar. Jamás había hecho un viaje turístico o de vacaciones ni a Mar del Plata, Córdoba o cualquier otro lugar de veraneo.

Conocer el mar fue para mí toda una epifanía, sentí el amor a primera vista. Creo que esa fascinación por el océano encajaba a la perfección en mi inclinación a la exogamia, en mi interés insaciable por conocer mucho más allá, en percibir que del otro lado del horizonte otras culturas, otros pueblos me invitaban a conocerlos. 

Volviendo: ese entrenamiento aumentaría con el tiempo, y en particular al empezar a cursar Medicina en la UBA.

No hace falta que aclare que fuimos los militantes que estábamos destinados a ser “carne de cañón”, más complicado quizá en mi caso ya que a la vez, como abundé, tenía responsabilidades de dirigente de bastante alto nivel.

Uno de los compañeros, de los de abolengo en el Partido, coparticipó a medias, ya que la mayor parte del tiempo la pasó en la casa de veraneo de sus padres ubicada a unos kilómetros de donde nos habíamos instalado. 

No hago estos comentarios impulsado por el resentimiento, la envidia ni tampoco, siquiera a esta altura, la decepción. No, no conscientemente al menos.
Los hago con la intención de revisar a fondo la historia de las últimas décadas, de poner al tanto, sobre todo si fuera posible a las nuevas generaciones, acerca de cómo funciona “lo real”, cómo siempre hubo distintos grados de compromiso político, cómo lo que a menudo parece dista enormemente de lo que efectivamente sucede, cómo las enojosas diferencias sociales se dan no sólo en el nivel macro sino también, y muy potentemente, en el micro.

Para más, hace muchos años que me intereso, como investigador social, en las articulaciones entre los niveles macro y micro. 

Creo que, con lo descrito en este punto, sumado a lo que relaté en los capítulos previos, la lectora y el lector disponen de información no detallada pero sí elocuente de cómo fueron mis primeros seis años de militancia y de iniciarme como dirigente político.


Familia, amistad, amores

Como vengo contando, con mi familia me veía poco, al menos por debajo de lo que era habitual en la mayoría de los adolescentes. 

Trabajo, estudio y militancia me absorbían mucho. Había noches, además, que las pasaba fuera de casa, fuese por la militancia, fuese por diversión.

No pasé, al menos con intensidad, por la etapa de “rebelión contra las figuras parentales”, quizá porque quería mucho a mi vieja y a mi viejo, también a abuelas y abuelo materno – el paterno había fallecido hacía unos años, después del derrocamiento de Perón -. 

Probablemente desplacé esa rebeldía al ámbito macrosocial: es decir, la militancia, la lucha contra “los poderes”, contra el capitalismo y el imperialismo, sustituyó lo que se da en otros adolescentes.

Eso habla de que mi vocación fue siempre exogámica. Habla también de la insuficiencia de cierto psicoanálisis y de otras escuelas de la psicología, que parecen incurrir en ciertos desvíos hacia lo endogámico, centrándose en exceso en la organización familiar. 

Desde mi punto de vista, el complejo de Edipo se comprende mejor desde lo macrosocial. Atrevido como soy, creo que desde la perspectiva macro el complejo de Edipo se cae, ya que es en el seno de la compleja trama de las interacciones humanas donde se da con mayor vigor lo que el Psicoanálisis, particularmente Freud, describe con claridad y con cientificidad. 

Pero sobre ese punto no voy a extenderme acá, sería no pertinente, y la lectora o lector pueden remitirse a otras publicaciones de mi autoría.

De nuevo pasamos por mudanzas. Del monoambiente con local de Villa Pueyrredón, fuimos a parar a Libertad, partido de Merlo, en una zona de descampado, calles de tierra, zanjas y a seis cuadras de la ruta por la que circulaba una única línea de colectivos, que acercaba a la estación Castelar. 

En esa casa, como ya lo venían haciendo, mi madre y mi padre, a pesar de nuestros escasos recursos, laburando mi vieja, mi viejo, mi hermano y yo, hospedaban con sobrado afecto a compañeros de militancia, incluso pudientes.
Alrededor de un año después nos mudamos a otro PH, de planta alta, siempre como inquilinos, en una zona residencial con ciertas pretensiones, en Caballito Norte, casi en el límite con La Paternal.

No quiero contar cómo fueron las condiciones precarias, casi calamitosas de esa mudanza, por pudor y por que aún hoy me conmueve. Tanto más me conmueve porque fue viviendo allí cuando caería tiempo después en cana. 

Pudimos mudarnos a ese lugar, porque lo compartimos con uno de mis tíos y su concubina, quienes contaban con recursos para pagar el alquiler. Tiempo después se mudarían. Ese tío mío acostumbraba mudarse con frecuencia. 

Aquí mi madre y mi padre siguieron hospedando a compañeras y compañeros, a amigas y amigos, incluso afrontando riesgos. También uno de mis primos vivió allí largo tiempo, un primo del sector “aristocrático” de la familia.

El período en el que viví en esa casa coincidió poco con mi ciclo en el BES. Esa nueva vivienda convergió, sobre todo, con mi ingreso a Medicina, el primer año de la carrera, la prisión y parte del tiempo subsiguiente a mi vuelta de la cárcel.

Una experiencia dolorosa, que recuerdo todavía conmovido, es que la madre pudiente de uno de los compañeros de militancia, una señora empresaria textil y miembro del Partido, contrató a mi vieja como costurera. El contrato era de total precariedad y redundó en maltrato y humillación para mi madre. Lo soportó un tiempo, hasta que no dio más.

Digo al pasar, que muchas y muchos de los que sin identificar estoy trayendo a estas páginas, son hoy figuras encumbradas, gozan de un muy buen pasar, ocupan incluso posiciones de gobierno o pueden llegar a ocuparlas. A lo largo de la totalidad de mis Apuntes, por lo tanto, también de los próximos capítulos, voy a referirme, sin nombrar, a una infinidad de personas instaladas en prominentes lugares, con fama, con poder, integrantes de gobiernos, dirigentes, embajadores, intelectuales reputados, periodistas y columnistas célebres, personas todas ellas que han interactuado conmigo. Y mucho. 

Durante el ciclo en el BES tuve algunas parejas de las que guardo un grato recuerdo, sobre todo de una de ellas, Nina (sólo menciono su nombre de pila). Nina era muy atractiva, generosa, solidaria y pareja excepcional en todos los sentidos. Vivía prácticamente sola, como abandonada a su suerte, pese a tener madre, en un barrio perdido del partido de San Miguel, en el Gran Buenos Aires. Creo que la madre se deslomaba y por eso era bastante ausente. 

En relación con el amor, ya que estoy en tema, hay dos vivencias que tuvieron en mí repercusión.

Una de ellas, fue un inesperado y brevísimo romance con una compañera. Un viaje, como siempre en la clandestinidad, a un congreso de la militancia estudiantil en Rosario creó las condiciones. 

Unos días después de regresar, fallecería. Pero dejó su huella, su profunda huella en mi psique, en mi mundo interno.

La otra vivencia fue mucho más prolongada en el tiempo y más resonante. Fue una suerte de amor en cadena por una compañera, militante en el BES por supuesto. 

Varios nos enamoramos de ella, o así al menos creíamos que ése era nuestro sentimiento. Se daba una mezcla de silenciosa competencia y de manifiesta solidaridad entre los enamorados. 

Mi opinión, hoy, es que ese amor que suena a contagio, basándome de alguna manera en Freud, fue consecuencia de que el primero en enamorarse de ella fue el compañero que teníamos como una suerte de líder natural, un compañero por el cual varios sentíamos, en ese momento, admiración y que, además, terminó siendo mi mejor amigo, amistad que duró hasta el día que me expulsaron de la Facultad por “subversivo”.

Así que, latentemente, el especial afecto que sentíamos por este compañero, por medio de una suerte de desplazamiento, se transfirió parcialmente a esta piba. 

Otra particular vivencia que me ayudó a entender la adolescencia y, sobre todo, el entrecruzamiento entre adolescencia y militancia. 

Al mismo tiempo, con esos compañeros y amigos, además de la militancia, compartíamos salidas, partidos de fútbol, noches enteras en la casa de alguno o en algún bar jugando al billar, idas al cine, con el Lorraine de Avenida Corrientes (hace años cerrado) y otras salas de cine de alto nivel. 

Tiempo después, por supuesto, nuestras vidas se bifurcarían.

Junto con algunas y algunos ingresaríamos a Medicina.

Ésa será una nueva etapa como estudiante, como militante, como laburante, como hijo, como hermano, como amigo, como compañero. 

Por lo tanto, será tema del próximo capítulo (y próximos capítulos).

Rubén Rojas Breu
Noviembre 29 de 2019
















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