viernes, 30 de septiembre de 2022

¿POR QUÉ LA ULTRADERECHA DETESTA LA POLÍTICA?

 

 

 

Rubén Rojas Breu

 

¿POR QUÉ LA ULTRADERECHA DETESTA LA POLÍTICA?

Hay preocupación generalizada por el avance de una suerte de “internacional ultraderechista”.

Se trata de una internacional que se viene dando en muchos países, inclusive en América Latina y también en nuestro país, la Argentina. Va quedando claro que la “internacional ultraderechista” está organizada a nivel global: pruebas palpables son los comportamientos y discursos que se repiten bravuconamente, en tono patotero, en todo el planeta. Comportamientos y discursos fabricados en serie.

En todos los países que esta ultraderecha se manifiesta se mueve en torno a ciertos ejes obviamente totalitarios, pero, además, francamente anacrónicos, arcaicos, vetustos, en atormentador estado de obsolescencia. La ultraderecha viene a ser algo así como un movimiento de fósiles.

Pese a que los tiempos pareciera que hubieran dado por superados los que la ultraderecha fanáticamente enarbola como sus fines, éstos están vigentes, amenazan, agravian y hasta matan.

Las tesis evolucionistas que tienden a creer que el pasado queda extinguido por la emergencia e instauración de nuevas eras son desmentidas por lo que acontece con la ultraderecha: así como de acuerdo al Psicoanálisis, según Freud, lo reprimido retorna ya que aquello que fue desterrado de la conciencia o de la voluntad se aloja en el inconsciente con capacidad de volver a través de síntomas, fallidos, sueños o un amplio espectro de conductas, lo mismo sucede con la Historia. Las sociedades guardan en su memoria consciente e inconsciente conductas propias de lo pretérito.

Creencias, costumbres, comportamientos y hasta paradigmas propios de etapas anteriores de la Humanidad no son jamás definitivamente eliminadas o eliminados, sino que se mantienen en estado de latencia hasta que determinadas condiciones sociopolíticas hacen factible su resurrección, su restauración o su resurgimiento.

La Antigüedad de cualquiera de las culturas desde el lejano Oriente hasta el extremo Occidente, incluyendo por lo tanto a las de las poblaciones originarias del continente americano, retorna, tarde o temprano retorna; además, hay mucho de lo propio de las culturas ancestrales que se mantuvieron casi sin modificaciones a lo largo de los siglos coexistiendo con las nuevas configuraciones sociales. También esto aplica para el Medioevo europeo y asiático, para la Modernidad que comienza a balbucear contemporánea al Renacimiento y a la conquista de América. Muchas de esas reencarnaciones o retornos son, con sus variaciones, loables y estimulantes.

Lo inquietante o estremecedor es ya sea como un resurgimiento, ya sea como cierta conservación que traspasó las barreras del tiempo, la insistencia de los totalitarismos del siglo XX cuyas versiones más extremas fueron el nazismo, el fascismo, el falangismo, el macartismo, el Ku Klux Klan, el estalinismo y, por supuesto, las dictaduras cívico militares que asolaron a nuestra sufrida América Latina, a África y otras latitudes.

Curiosamente, el país que alardea de considerarse paladín de la libertad, el país yanqui, es justamente en el cual todos esos flagelos mantuvieron mayor vitalidad, al punto de que el KKK todavía existe y, desde luego, el supremacismo blanco sigue ocupando la delantera.

De tal manera, jamás las versiones más abominables de lo humano abandonaron del todo la faz de la Tierra, jamás se extinguieron. Desde la esclavitud en todas sus variantes o la Inquisición hasta los totalitarismos del siglo XX antes enunciados persistieron en estado más larval por momentos, en modo virulencia en otros, como sucede en el presente.

La ultraderecha es, entonces, el atroz reverdecimiento de algo que nunca fue definitivamente extirpado ni expirado. Tampoco lo será nunca: se trata de cómo impedir que pase de estado embrionario o de baja relevancia a una erupción arrasadora o, al menos, paralizante, intimidante, violenta, destructiva. Se trata de lograr que nunca salga del corral; lamentablemente para la humanidad y, especialmente, para las poblaciones que más penan, esa ultraderecha hoy tiene alas y con su vuelo está dispuesta a acabar con todos los derechos conquistados, con la justicia y hasta con la vida, ensañándose con trabajadoras y trabajadores, con pobres, con etnias a las que discriminan, con inmigrantes, con explotadas y explotados de toda índole en todo el planeta, incluyendo niñas, niños y adolescentes mayoritariamente condenadas y condenados al hambre y la falta de todo destino.

Es importante a esta altura del artículo hacer una distinción entre derecha y ultraderecha.

La derecha tradicional, conservadora o convencional reconoce, con recelo y a regañadientes, a la Política. Es la derecha al estilo europeo que nace a posteriori de la Revolución Francesa. Justamente Francia da el modelo de esa derecha, una derecha que reconoce formalmente a las instituciones burguesas (creadas en gran medida por esa misma derecha); también hace hincapié en la libertad entendida a su manera y hasta cierto punto asume el derecho a la igualdad. Es una derecha cuidadosa de las formas, mesurada, “educada” y que se posiciona a sí misma como civilizada. Es una derecha que generalmente (hay excepciones) repudia a lo lumpen.

Entre las figuras más destacadas de esa derecha vale considerar particularmente a Alexis de Tocqueville, filósofo, sociólogo y político francés del siglo XIX, quien ocupó cargos ministeriales durante la Monarquía de Julio y la Segunda República Francesa. Tocqueville fue un típico liberal de derecha que si bien erigía a la libertad como bien supremo también concedía a la igualdad un lugar preeminente; señalaba que la humanidad se dirige inexorablemente hacia la igualdad.

Esa derecha tradicional, moderada, original, recupera esplendor luego de la Segunda Guerra Mundial, muy especialmente en Europa: Francia y Alemania ocupan posiciones líderes y de distintas maneras se les suman Italia, Bélgica, Países Bajos, Noruega, Suecia, Gran Bretaña, etc.

Esa derecha tradicional va camino del fracaso si es que no debiéramos afirmar que ya se derrumbó.

La ultraderecha es consecuencia directa de la bancarrota de la derecha tradicional o convencional.

Contrariamente a lo que circula acerca de que la ultraderecha surge como oposición a la izquierda o a los movimientos nacionales y populares lo central es que es la resultante del desmoronamiento de la derecha tradicional y moderada, la “derecha institucionalista o republicana”. Por supuesto que la ultraderecha castiga abiertamente a todo lo que huele a nacional, popular, “progresista” o de izquierda, pero la condición básica de su emergencia es la caída de la derecha clásica.

Damos así con la diferencia básica y determinante entre la derecha y la ultraderecha: la primera, aún con reticencia o disgusto, acepta la Política mientras que la ultraderecha la detesta al punto de procurar denodadamente acabar con ella como si se tratara de un flagelo.

Tanto detesta la Política que la ultraderecha se vale de lo lumpen como brazo armado.

Entonces, respondamos al interrogante del título: ¿por qué la ultraderecha detesta la Política?

Para dar cuenta de tal pregunta parto de la definición de Política de mi autoría basada en las conceptualizaciones de mi creación, el Método Vincular.

La Política es la disciplina científica y la práctica que tienen por objeto articular las relaciones de poder, interpretándolas y operando sobre ellas, con el Ideal o referente primordial de un determinado colectivo, a los fines de la realización de tal colectivo.

Para introducir claridad respecto de tal definición reproduzco qué conceptualizo como “poder”:

Poder es la capacidad para pasar de una situación dada A a una situación ideal o aspirada B en el seno de la interrelación entre distintos actores y sectores que demandan, procuran y/o ejercen dicha capacidad y el complejo contexto en el que tal interrelación se da.

 

La ultraderecha tiene su anclaje en lo más primitivo, es lo primitivo que retorna.

Lo primitivo en Política es la creencia absolutista de que el Poder es un legado de la divinidad, la cual a su vez es vista como omnipotente.

Así, desde la más remota Antigüedad, en todas las culturas, se suponía que reyes, emperadores y nobles estaban ungidos por los dioses o que, al menos, contaban con el beneplácito o el favoritismo de las divinidades.

De tal manera, el Poder estaba naturalizado como algo propio y exclusivo de quienes eran vicarios de los dioses o, inclusive, sus descendientes directos. Por ejemplo, los faraones llegaron a ser considerados hijos del dios Ra y los reyes incas eran elegidos por los dioses luego de exigírseles cumplir con pruebas muy rigurosas.

Considerar al Poder como propio únicamente de los elegidos por la divinidad equivale a negarlo: es decir, si solamente los ungidos por los dioses eran los dueños del poder se daba por sentado que no existían las relaciones de poder.

Si, siguiendo con el ejemplo, sólo el faraón disponía de poder y sólo él tenía derecho a ejercer poder, éste y aquél (el poder y el faraón) se fundían en un único ente. No había poder fuera del faraón, el rey, el emperador, el monarca y, desde luego, tampoco fuera del papa o del profeta o de la nobleza y las castas.

El Poder se hace evidente, se hace visible, se hace tangible cuando se lucha por él y a conciencia. Que no haya lucha por el poder porque éste está naturalizado como propiedad del coronado o del divinamente investido es lo mismo que aseverar que el poder no existe.

La ultraderecha es la persistencia del dogma según el cual el Poder es propio exclusivamente de la divinidad y del que la misma proclame.

Para la ultraderecha es una herejía que se dispute el poder y mucho más repudiable es para ella que en tal disputa participen los actores y sectores que “naturalmente” deberían acatar la esclavitud o el sometimiento.

Así la ultraderecha interpela abruptamente a quien disputa legítimamente poder: “¿con qué derecho te creés para aspirar a construir o ejercer poder si sos un simple y común mortal? ¿cómo cometés la irreverencia de desafiar a los dioses?”

La ultraderecha predominante en nuestra contemporaneidad asume ciega y exaltadamente las siguientes certezas de su cuño:

  • Lo ya dicho acerca de que el Poder es privativo de los ungidos por la divinidad y, por lo tanto, no admite ninguna pugna por las relaciones de poder

  • Como consecuencia de lo antedicho adhiere al fundamentalismo religioso o seudo religioso

  • El elegido, la elegida, los elegidos o las elegidas remiten a la pureza étnica

  • La tradición en todas sus variantes es el valor por excelencia ya que se trata de preservar lo más arcaico.

  • El fanatismo por el orden, por un orden que asegure la total inmovilidad y el acatamiento, un orden que garantice la disciplina social en su versión más recalcitrante.

 

La violencia creciente, despiadada en extremo, que la ultraderecha practica es su respuesta a quienes considera que desafían al mandato divino.

Los mortales, sean nacionales y populares, de izquierda o “progresistas” son inexorablemente considerados representantes del demonio por tener la pretensión de pugnar por el poder.

También son consideradas y considerados agentes de Satanás todas y todos los que no se rinden ante la pureza étnica, el extremismo religioso y el culto acérrimo de las tradiciones más atávicas.

Para el ultraderechista el arma de fuego, corta o larga, hereda y sustituye a la espada de los cruzados medievales, así como la esvástica o el tatuaje que utilice simboliza la cruz que aquéllos llevaban bordadas en sus pecheras.

Piqueteras y piqueteros, trabajadoras y trabajadores en lucha, estudiantes que toman colegios, así como sus madres y sus padres o la vicepresidenta son infieles a los que según un imaginario mandato divino ordena atacar o acabar.

Esos ejércitos de las Cruzadas medievales para la ultraderecha son las organizaciones que brindan el modelo porque:

  • Se fundaron con la finalidad de exterminar al enemigo

  • Se caracterizaron por la rígida conformación de jerarquías y un régimen de obligada y obstinada obediencia

  • Legitimaron el uso de la violencia contra el otro, contra el distinto, contra el que desconocía la voluntad divina.

 

Por lo expuesto al principio de este texto y de acuerdo a lo desarrollado en la última parte, la derecha clásica, tradicional, convencional o como se la quiere calificar está en franca declinación, se debilita, decepciona a los propios.

Eso pasa en el mundo, pero mucho más en nuestros países, debido a la decadencia y al atraso en el que están hundidos, lo cual hace que prospere lo lumpen, brazo armado de la ultraderecha.

Además, la derecha de nuestros países, a diferencia de la europea, es francamente antinacional. Las derechas europeas defienden a ultranza la pertenencia y el interés nacional, mientras que las latinoamericanas y africanas, también algunas asiáticas, se subordinan a las grandes potencias dominantes, especialmente en las últimas décadas a los EEUU de Washington.

La derecha clásica o “republicana o institucionalista” está decayendo estrepitosamente.

De ahí que la ultraderecha venga a reemplazarla, al punto de que quienes más pretendieron posicionarse como “centro derechistas” se deslicen crecientemente hacia posiciones de ultraderecha.

Eso está pasando con Juntos por el Cambio y, particularmente con el PRO. Se les vuelve insostenible interpretar el rol de “derechistas moderados” y se dirigen a ocupar posiciones de ultraderecha.

Eso, está sucediendo con la cúspide del PRO particularmente y con el gobierno de la ciudad de Buenos Aires.

El tipo de represión contra los piquetes, contra trabajadores y contra estudiantes, represión en ascenso, revela ese desplazamiento hacia posiciones de ultraderecha.

Su aversión a la Política al negar el derecho de los estudiantes a ejercerla es quizá el indicador más elocuente de ese ultraderechismo. Es, entonces, el retorno con ínfulas de la creencia arcaica de que el Poder es un legado de la divinidad.

Esa ultraderecha, ingénitamente brutal, es alimentada por la prédica de referentes que operan al servicio de las grandes corporaciones depredadoras del planeta y de la humanidad. Se trata de referentes ideológicos, religiosos, intelectuales, mediáticos y de variada índole.

También es fomentada por la descomunal maquinaria doctrinaria cuyo principal asiento se encuentra en los EEUU de Washington y que a través de sus filmes de mayor taquilla y de sus series más difundidas propaga la idea de la superioridad del “individuo”, la idea del “superhéroe”, noción tan celebrada y tan cultivada por el nazismo y el fascismo. Toda la galería de los llamados “superhéroes” es de cuño nazi o fascista; ejemplifico con Batman en aras de la didáctica, pero también podría referirme a Capitán América, el Hombre Araña, Ironman, Superman, etc.

Obsérvese que Batman es un personaje oscuro cuya existencia transcurre entre las tinieblas: lo tristemente destacable es que este “superhéroe” tiene como enemigos a personajes discapacitados o de notoria fealdad a la que se resalta. Más inspiración nazi imposible encontrar.

Por supuesto también otras manifestaciones ficticiamente artísticas, particularmente de la literatura, de la música y del canto, contribuyen a la exaltación de la violencia, a la destrucción, al desdén por el otro y en particular por los desposeídos.

La ultraderecha venera a los más ricos del planeta porque transfiere a éstos la divinización. Los magnates, para la ultraderecha, son ejemplares, son objeto de culto y, al mismo tiempo, deidades a las que hay que someterse y rendir tributo.

Esa conjunción entre la noción del superhéroe y el culto de los poderosos e ingentemente acaudalados es también propia de la ultraderecha.

De acuerdo al Método Vincular la ultraderecha es la versión desorbitada del Posicionamiento Dominancial: se ubica en el punto más extremo de la intersección entre la Primarización y la dimensión Significante.

Eso quiere decir que expresa en su modo más taxativo a la configuración endogámica y, por lo tanto, la negación del otro y la afirmación de que su razón de existir es la destrucción del enemigo.

Quiere decir también que todo lo que hay, todo lo que produce significación es propio de lo divino y por función vicaria de quienes la deidad autoriza. No reconoce nada de lo que esté por fuera de esa significación que se atribuye.

Es decir, la ultraderecha tiene como sostén y como cauce el orden devenido como imperativo categórico, como un absoluto.

Queda sobradamente claro que esa fe extremadamente fundamentalista en el orden conlleva el aborrecimiento de la Política.

Atendiendo a la totalidad de lo expuesto, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires asume ese orden como su sostén y su cauce. Las y los estudiantes y toda la comunidad educativa de los colegios secundarios están afrontando eso. Desocupadas, desocupados, trabajadoras y trabajadores, también.

No omito que también en el actual oficialismo a nivel nacional y en las distintas provincias hay quienes tienen posiciones muy similares al gobierno de CABA y que, por lo tanto, también detestan la Política.

Rubén Rojas Breu

Buenos Aires, setiembre 30 de 2022

 

 

 

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